No importa realmente cuánto lo reflexionemos, jamás hallaremos un sentido ni razones para existir, al menos no objetivamente hablando. Claro que podemos (auto)engañarnos tanto como queramos y pretender que lo que hacemos tiene un sentido, pero nunca tendremos certeza de ello ni será nada definitivo. Solamente se tratará de nuestros propios delirios y de falsas creencias que, hasta ahora, han sustentado nuestra ridícula existencia. Tal vez, en lugar de superfluas elucubraciones, mejor sería deslindarnos por completo de todo y luego, si somos sensatos, matarnos sin más rodeos.
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¿Acaso podría este mundo ser otra cosa sino el más tragicómico e infernal espectáculo de miseria, absurdidad y podredumbre? Y ¿acaso podrían sus habitantes ser otra cosa sino las criaturas más repugnantes, banales y estúpidas que alguna vez hayan existido?
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No me preocupa en absoluto morir pobre, solo y loco; lo que en verdad me aterra es seguir viviendo en tales condiciones.
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La existencia misma en sí es el mayor trauma que pueda haber y para el que no hay ninguna terapia efectiva. Es más, se trata de una corrosiva enfermedad cuya única cura asequible es el suicidio.
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Nos aferramos demasiado a personas, cosas, momentos y lugares que, al fin y al cabo, no significan nada, puesto que la vida misma es un sinsentido. Nos fascina pretender que lo que hacemos tiene algún valor y que vale la pena luchar por algo. Pero, sinceramente, no tenemos certeza de nada y la incertidumbre impera en nuestra frágil y pestilente esencia humana. ¿No deberíamos entonces, en un solemne acto de sensatez, proceder a quitarnos la vida para saber si la muerte puede albergar algo más interesante que este montón de podredumbre infinita?
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El Color de la Nada