La vida, según veía, era tan solo horror, tragedia y putrefacción. Por el contrario, la muerte, según intuía, era paz, éxtasis y justicia. ¿Por qué entonces preferir la primera sobre la segunda? ¿Por qué no usar la navaja esta noche y esparcir mi sangre sobre esta tierra decadente? Eso era, había llegado finalmente a esa conclusión y era lo más lógico: no había razones para no matarse.
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Los mismos motivos que podemos tener para vivir podrían aplicar para morir; solo es cuestión de perspectiva el decidir en qué postura plantarse. Ciertamente, la vida y la muerte son neutrales y no son algo bueno ni algo malo. Pero dependerá de nosotros tomar una decisión o, cuando menos, resignarnos a alguna de ellas. Sin embargo, tal y como se vive actualmente, pareciera que la muerte ofrece mayores beneficios. Pareciera, ciertamente, que la vida no es sino un lastre y que nuestros días son un deprimente y aciago naufragio en el mundo de las ilusiones y las mentiras.
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En el sombrío y fútil intento por descifrar quién diablos era yo realmente, terminé por llevar mi confusión al límite y por desfragmentarme en los imponentes valles de la locura. No solo me perdí a mí mismo durante tan desgastante proceso, sino que ocasioné la decepción de todos aquellos que decían amarme e incluso llegué a pensar que, en algún punto, a mi familia tendría que asesinar.
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Todos nuestros intentos por ver la vida como algo que debe llevarse a cabo terminarán por fracasar patéticamente. Y no es que no lo intentemos lo suficientemente bien, es tan solo que la vida no está hecha para ser vivida. Tal vez por eso existe siempre la opción del suicidio y, eventualmente, la muerte de la cual nadie puede escapar. Así pues, lo que creemos que es vivir es únicamente una inútil batalla contra el tiempo; una batalla que terminaremos perdiendo sin importar lo que hagamos y sin importar cuánto luchemos.
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Los gruñidos de aquellas entidades me fascinaban, pues estaban cargados de una extraña melancolía suicida y de una hermosa misantropía. Era como si en ellos pudiera hallar aquella belleza que no era capaz de atisbar en la realidad, acaso porque no había tal cosa. Y, en ocasiones, sentía ser absorbido por sus melodías delirantes y deseaba con toda mi alma no volver a mi cuerpo jamás, pues existir en este mundo era todo lo que odiaba. Las personas creían que yo estaba loco, pero sabía que esos divinos sonidos guturales eran lo más sincero y real que alguna vez pude haber escuchado. En ellos, ciertamente, podía experimentarme a mí mismo de un modo mucho más profundo del que lo hacía en mi siniestra y cotidiana realidad.
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El Color de la Nada