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El Color de la Nada 34

Aquel niño sumiso que yo solía ser se suicidó en el momento en que nació el adulto que seré hasta mi verdadera muerte; aquella que habrá de devolverme lo que la vida se encargó de arrebatarme: mis deseos de vivir… Ahora ya nada añoro, ya nada espero y nada quiero. Una cosa que jamás debió haber sido me enferma todos los días: mi propia existencia. El lamentable resplandor del sol que otra vez se filtra por la ventana, esa maldita larva mañanera que me apabulla desde dentro para volver… ¿A qué? A salir de la cama y fingir hasta el anochecer que me interesa seguir respirando. Y así un día tras otro, una mañana tras una noche, una vida tras otra… Y, sin embargo, todavía sueño, acaso demasiado ilusamente, con la inexistencia y el no retorno de lo humano.

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Las personas que habitan este estúpido mundo son en verdad sumamente repugnantes, todas preñadas de una trivialidad inaudita, regocijándose en un mar de infinita ignorancia y, en el colmo de todos los males, esparciendo su patética semilla mediante el ominoso acto de la reproducción humana. ¡Ay, qué irrelevante es lo humano hoy y desde siempre! ¿Es esto la cúspide de la creación? ¿Es ante esto ante lo que tantos mojigatos se arrodillan y agradecen? A este creador tan poco original, tan carente de buen gusto y ¡tan humano! le recomendaría ya no volver a crear nunca nada similar. ¿Qué caso ha tenido la existencia de todo cuanto el tiempo ya ha devastado y el absurdo devorado? Ni siquiera sé por qué nosotros mismos no nos hemos matado todavía o por qué pretendemos que hay motivos para sonreír cuando muy en el fondo sabemos la verdad.

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La verdad, ya nada me interesaba. ¿Cómo es que llegué a este estado? Incluso eso me era ajeno, lo que quería era desaparecer por completo… Podía conocer a muchas personas y visitar muchos lugares, pero me resultaba absolutamente indiferente todo esto. Podría presentarse ante mí el ser humano más sublime en toda la historia y no me produciría ningún efecto. Podría esta misma noche visitarme cualquier especie de dios o demonio y, aun así, mi apatía seguiría imperando por encima de todo. El color de la nada se filtraba por cada una de mis percepciones y lo conquistaba todo irremediablemente; eran sus ojos los míos y no podía ser ya de otro modo. El color de la nada era el más colorido y hermoso de todos, porque era el más puro, el más real, el más libre y el más alegre. Precisamente su alegría no era de este mundo y, por ello, todo lo pintaba con colores siempre muy por debajo de lo esperado. Pero tales eran los colores de este mundo: apagados, rancios, sucios y demasiado humanos.

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¡Qué irrelevantes son las teorías e ideologías que el ser cree más sofisticadas! Ciencia, filosofía, arte, religión, política, historia, poesía o literatura, entre muchas otras cosas… ¡Da igual, todo es extremadamente insustancial puesto que proviene de humanos! Muéstrenme algo que esté más allá de este mundo, algo verdaderamente sublime; luego, aliméntenme con ello durante meses. No cabe duda de que moriría yo de hambre y de que mi cuerpo se tambalearía de tanta hambruna. Todavía el ser no se ha acercado ni remotamente a su máxima altura y, por lo que parece, ¡ya jamás lo hará! Dios está bien muerto y el ser ha ido a sepultarse a sí mismo a su costado. Ahora solo el diablo llora la muerte de ambos y está pensando en suicidarse también. El diablo está deprimido y ¡cómo culparlo! Mas toda la historia de la humanidad, con sus risibles invenciones y sus patéticas obras, ¿no es un deprimente y continuo acto de divina depresión y náusea?

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La miseria existencial también es un refugio, claro que sí. Es, de hecho, el más dulce de todos los refugios; el más cálido regazo y el mejor consuelo ante una existencia tan abyecta y caótica como esta. En la miseria el ser halla aquella comprensión que la realidad no puede proporcionarle, se revuelca en ella como un puerco en el lodo y es también gracias a ella que no se atreve a matarse cuanto antes. ¡Qué miserable es el ser en todo sentido, especialmente en el existencial! ¡Qué miserable es aquella criatura humana que, ante todo, prefiere continuar su patética travesía por este nefando mundo en lugar de cortarse las venas! Luego, como si todo esto no fuera remotamente repugnante, se atreven esos monos a engendrar más miseria y humanidad. ¡Ay, habría que reventarlos a todos con un martillo en una mano y la sonrisa de la muerte en la otra!

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Sabía que ellos jamás podrían entenderme, puesto que eran todos demasiado humanos aún. Sabía a la perfección que, para esa caterva de idiotas, el encanto suicida era una cobardía, una aberración y una estupidez. Sin embargo, precisamente todo eso que ellos pensaban al respecto de lo que yo estaba por hacer era lo que yo pensaba de sus humanas y putrefactas vidas. Sus sonrisas y sus falacias eran de la misma calaña: triviales y aciagos reflejos de sus corazones moribundos. ¡Mejor hallarse muy lejos de todos esos canallas! Sus doctrinas y sus virtudes nada significaban ya para mí y solo podía sentir náusea hacia todo lo que ahora era. Lo que yo añoraba era el devenir, el futuro, el destino implacable… Ese donde finalmente cada espejo se quebraría para nunca volver a unirse y donde todas mis lágrimas podrían hallar un manantial al cual ser arrojadas cuando el hastío golpeara sin compasión mi fúnebre corazón.

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El Color de la Nada


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