Aquella repugnante criatura llamada el mono parlante, mejor conocido como ser humano, se puede fácilmente definir como aquella criatura a la que no le basta con entregarse a absurdos pasatiempos, obsesionarse con estúpidas creencias y/o, en la cima de la ignorancia, sentirse importante y especial. Pero no, lo anterior no bastaría para definir a tan ruin y defectuosa monstruosidad. Hace falta un elemento clave: la asquerosa manera mediante la cual, del modo más vil y ridículo posible, tiene el atrevimiento de esparcir su nauseabunda naturaleza engendrando otro esclavo más de carne y hueso que servirá de alimento para la todopoderosa pseudorealidad. Lo que se puede discernir a simple vista es de dónde le vino al mono la ridícula idea de que procrear resultaba algo adecuado, algo que debía hacer tan pronto como pudiera. Quizá solamente sea su infernal instinto sexual el que lo somete irremediablemente, puesto que es demasiado débil para oponer resistencia alguna y negar todo aquello que lo mantiene preso en su cárcel invisible y mental.
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No entiendo por qué hay tantos idiotas que creen que dios, la vida, la existencia, la muerte o cualquier entidad superior, divina o ajena a este mundo se preocupa o interesa por ellos. De verdad que al ser le encanta fingir algo que no es ni será jamás: trascendente. Es casi como una especie de extraña obsesión que carcome la mente de esas pobres víctimas, de esos pobres diablos infestados de miserables concepciones quienes simplemente no pueden percibir más allá de su estrecha y arcaica visión de las cosas. ¡Mejor sería para todos ellos extinguirse a la brevedad posible! Ensucian este mundo de por sí ya demasiado sucio y se niegan a perecer, aunque su infame existencia sea algo de lo más desagradable y trivial. ¡Qué se le va a hacer! Todos ellos son marionetas adoctrinadas para no pensar, no razonar y no sentir sino solo aquello que conviene a oscuros y nefandos intereses quienes gobiernan desde las sombras y determinan el rumbo que ha de seguir la estúpida civilización del mono. La tragedia de existir se presenta entonces en todo su esplendor, con una fuerza imposible de contrarrestar y trastornando nuestras mentes hasta límites insospechados.
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No sabemos para qué vivimos ni para qué morimos. No tenemos ni la más mínima idea de para qué existimos ni de lo que es la realidad en sí. Siendo así, imbuidos en un infinito océano de incertidumbre donde tan solo abundan dulces mentiras y execrables ideologías, cabe preguntarse: ¿para qué ser? Si ser tan solo implica confusión, caos y hastío en nuestra limitada consciencia humana, entonces ¿por qué seguir ceñidos a tan controvertido estado? ¿No sería mucho mejor lo totalmente opuesto? ¿No sería más bello e inefable no ser? Tal vez debamos reflexionarlo detenidamente con un café, la mente despejada y, por supuesto, el suicidio como nuestra única catarsis posible. Después de haber cavilado durante un buen tiempo, puede que incluso nos resulte antinatural el acto mismo de la vida y todas sus miserias. ¿Cómo, nos preguntaremos con anormal sorpresa, es que hemos podido soportar durante tantos años esta tortura aberrante y absurda? ¿Cómo es que hasta ahora no nos hemos atrevido a incrustar una bala en nuestros cerebros dada la fantasmal e irónica agonía que se cierne sobre nosotros de manera trágicamente grotesca y que nos carcome con aciaga vehemencia? No puede entenderse desde ninguna perspectiva el que sigamos existiendo, solo desde la contradicción que gobierna nuestros melancólicos y arruinados corazones.
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Proclamar la vida es proclamar uno de los mayores absurdos existenciales que alguna vez hayan existido; es querer llevar hasta el límite la humana necedad por algo que no puede ni debe continuar siendo: nosotros. Especialmente, consideremos la manera tan miserable en que solemos existir; todos nuestros vicios, defectos y miserias… Nuestra existencia es una tragedia sin precedentes, algo abominable y ruin; pero es y he ahí el halo de la desesperación. ¿Cómo negar lo que ya es y no puede ser deshecho ni revertido? El tiempo es una ilusión, pero acaso la más real y poderosa de todas; acaso aquella que debe ser disuelta en última instancia, previo a nuestro infernal ascenso… No cabe duda: el peldaño más elevado antes de rozar lo divino es la esquizofrenia más recalcitrante, aquella que nos deja al borde del suicidio y nos absorbe desde el infinito mismo.
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Resulta curioso pensar que, casi siempre, obtenemos de las personas ánimos para seguir adelante; es decir, para seguir viviendo… Como si fuera esto una especie de imposición o un acto que debemos llevar a cabo lo queramos o no, como si fuera una empresa que goza de toda nuestra aprobación y gracia; como si no fuera mejor tan solo dejar de hacerlo y entregarnos a su divino opuesto: la sublime muerte que, a fin de cuentas, aguarda pacientemente por nosotros y siempre se decepciona de nuestra natural cobardía ante su inminente abrazo. Así es el mono, así es como ha existido siempre imbuido en la miseria y la arrogancia; infestado de contradicciones internas y sombríos impulsos que lo avasallan de manera blasfema. Lo peor que podemos hacer es relacionarnos con demasiadas personas, permitir que nuestro entorno termine por dominarnos y opacar nuestra hermosa voz interna e inefable intuición. Somos todavía muy débiles, esclavos del exterior y de cada creencia de la que hemos decidido hacer un dogma. Nuestra bestial ignorancia, me parece, terminará por desquiciarnos y por enterrarnos en un camposanto de agonía sempiterna del cual ya jamás podremos retornar.
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A veces me espanta esa asombrosa capacidad de la mente humana para acostumbrarse a la miseria, la banalidad y la decadencia más pérfida, pues eso significaría que, sin importar cuán hundidos podamos creer que estamos, siempre encontraremos la manera de adaptarnos a ello. Dicho de otro modo, sin importar cuán patética, estúpida y absurda sea la realidad, la existencia o la vida, hallaremos humanas justificaciones para no matarnos. No sé si esto para gran parte de monos pueda sonar como algo agradable y sumamente deseable, pero para mí suena como una condena de vida, como si a toda costa tuviéramos que permanecer aquí sin importar cuántos ultrajes o desvaríos puedan ensombrecer nuestro límpido bienestar. Quizá, podríamos decir que seguimos vivos porque aún no hemos aprendido a amarnos puramente; porque aún nos hace falta aprender, experimentar y apreciar tantas cosas… ¡Especialmente dentro y en nosotros! Lo exterior es solo un accidente cerval que no debería ocuparnos tanto; más bien, deberíamos ocuparnos de nuestra mente, alma y cuerpo. No existe mayor forma de probarse a uno mismo que está listo para la muerte que diluyendo el tiempo y el caos en un suspiro de espiritual sincronización con lo más repugnante.
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El Color de la Nada