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El Color de la Nada 43

Delirar con que el ser es una criatura que se guía mayormente por la lógica es una quimera sumamente graciosa. Pues bien ha quedado demostrado que el ser, aún en contra de todas las probabilidades, siempre será arrastrado mayormente por sus instintos, impulsos y emociones. El ser es en esencia un mártir de la vida y también de la muerte; un autorretrato funesto de todo lo que debería quedarse en la inexistencia por siempre, de todo lo que no debería materializarse de ninguna manera. Por desgracia, tales posibilidades ya no están en nuestras manos y ahora mismo inclusive se propaga la estupidez como la sublime libertad. No dudar, no reflexionar y no cuestionar; son estos los pilares sobre los que se cimenta la sociedad actual y en los que se pudren las almas de esos títeres de lo absurdo. ¡Qué estrepitosamente crujen sus cadáveres absortos en la inmundicia cuando el relámpago divino los descuartiza todavía más allá de la carne y la mente! Son materia de ignominia recalcitrante, de desesperanza en su más pura y aciaga naturaleza. Todo lo que es el humano actualmente es digno de ser exterminado hasta el infinito, hasta que todos los planetas vuelvan a alinearse y los violines cósmicos retrocedan ante la aparición de la entidad dual y hermafrodita que se solaza con el destino y el azar simultáneamente.

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¿Qué nos hace creer que la muerte será mejor que la vida? Quizá ya estamos muertos y lo que creemos que es la muerte es tan solo una palabra para prolongar nuestra angustia hasta que la desesperación de existir nos conduzca a ese estado donde dejamos de ser percibidos por agentes externos, pero cuyos misterios tal vez ni siquiera valgan tampoco la pena. Entonces ¿qué sí ha valido la pena? Quizá solo haber sido uno mismo, haber sido fiel a la esencia propia reduciendo la incertidumbre interna al mínimo. ¡Ay, qué difícil resulta amarse a uno mismo! ¡También creer y confiar en uno mismo por encima de todo y de todos! Miles de cosas nos pueden hacer dudar, nos pueden trastornar la cabeza insensatamente; pero, al final, debe emerger la pureza de nuestros corazones suicidas… ¡Debe emerger, cual pajarillo fulgurante, ese resplandor de infinito contraste entre nuestra luz y nuestra coqueta sombra! Tan solo unificando lo místico y lo sensual en un último suspiro, en un grito desgarrador que sea capaz de sacudir al universo mismo desde sus cimientos. Quien sea que aspire a amarse de verdad, debe necesariamente pasar por encima de todo lo que es el mundo, la humanidad, el tiempo, la existencia y el caos. Y, quizá, debe placentera y despreocupadamente escupir sobre todo esto con una sonrisa en la que ya no sea posible distinguir lo solemne de lo irónico.

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No quería estar vivo y creo que tampoco estar muerto. ¿Qué diablos quería entonces? ¿Quién era yo en realidad más allá de tantas máscaras implantadas y absorbidas? Era realmente complicado, pues se trataba de un imposible: lo que yo quería era nunca haber vivido, pues así nunca habría tenido que haber muerto. Pero tales complicaciones servían solo para restregarme en la cara que mi libre albedrío era una mera burla cósmica, que cualquier cosa que yo pudiera pretender en términos existenciales y haciendo uso de mi limitada razón humana ya había sido decidida de antemano por algo o alguien muy superior a mí. ¿Era yo únicamente su terrible y a la vez hermoso instrumento para materializar determinadas perspectivas y plasmarlas en ideas cargadas de sentimientos y contradicciones? ¿Cómo creer con todo mi corazón en esto? ¿Era esto Dios y no otra cosa? Yo, desde luego, jamás sería un Dios, pero… ¿Para qué querría serlo? ¿Qué importaba serlo o no? Si uno podía hacer arder su vida al máximo antes de su indispensable ocaso, aunque fuese solo durante unas escasas y efímeras milésimas de segundo, ¿no era eso también agradable, hermoso y divino? Lo divino y lo humano podían unificarse solo un instante, solo un bello y tenue parpadeo con sabor a muerte y locura, pero más que suficiente para sentir que había valido la pena haber experimentado la existencia tal cual era y no como nosotros hubiésemos querido que fuera. Quizás esto era la máxima sabiduría, al fin al cabo, a la que debía aspirar cada ser humano en este mundo infeliz: abrazar su nostalgia, reír con su tristeza y llorar con su alegría.

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El sonido de un arpa es todo lo que percibo en la vasta penumbra donde ahora me hallo. ¿Habré muerto al fin? ¿Será este el lugar al que se llega tras haberse suicidado? No sé, estoy más confundido que antes, pero al menos ya no tengo un cuerpo y eso me hace sentir un poco menos miserable. Lo que sea que pase de aquí en adelante, ya será opcional. El caos en su máxima expresión me circunda y prefiero quedarme aquí en la nada que intentar algún tipo de existencia en algún plano. Sí, prefiero estar adherido al vacío eternamente antes que volver a existir preso de alguna otra monstruosa forma carnal. Prefiero no volver a distorsionar lo que, creo, es mi yo eterno y verdadero. Y es que no poseo una forma definitiva, no tengo un color exacto ni una mente propia en sí… Es como ser parte de un río que jamás deja de fluir, que nunca se detiene y que siempre crece y crece más allá de lo que podríamos concebir. Y cada uno de nosotros es entonces parte fundamental de este alucinante misterio cerúleo; cada uno, a su manera, contribuye a embellecer, incluso mediante el mal, el teatro de la existencia; totalmente incomprensible para entes mortales, necios y efímeros como nosotros. Pero necesariamente fluyendo, exóticamente libre de todo prejuicio, concepto, límite o teoría; esto solo lo conoce el humano en su estrechez, en su perspectiva parecida a la de una hormiga perdida en un vasto desierto. Nos aferramos demasiado a las cosas racionales, mas olvidamos que esto en sí es también parte de la gran ilusión; porque nada es real, nada excepto lo que proviene de los recovecos más profundos de nuestro corazón. Y, quien sigue la voz de su corazón, sigue la voz de su destino, la voz del Dios-Demonio, la voz de la eternidad encapsulada en un suspiro de trágica hermosura.

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Cuando pienso en cómo es que he llegado hasta este punto sin ser un maldito borracho, sin haber enloquecido del todo o sin haberme pegado un tiro aún, me percato de que la verdadera hazaña apenas comienza, pues cada vez las cosas se tornarán aún más insoportables… Pienso que me gustaría recobrar un poco de esa ingenuidad anterior, pero es imposible ya. Lo único que puedo hacer es dejarme llevar por las notas del infernal concierto de una existencia que no podría resultarme más indiferente y repelente. Y lo mejor que puedo hacer es intentar ser fiel a mi acendrada y melancólica esencia; hallar en mi mirada triste y en su brillo deprimente el consuelo ante la infernal y funesta caravana de enloquecedora angustia que gobierna el mundo… Después de todo, ¿qué poseemos en realidad? Dinero, bienes, mujeres, teorías, ciencias, tecnología y demás… ¿No ha hecho todo esto incluso que el ser olvide su verdadero propósito en esta existencia? El cual, desde luego, no podría ser otro sino amarse de manera pura y sincera. Mas ¿quién puede afirmar que lo ha logrado? Hoy en día el amor propio está aún más muerto que Dios mismo, porque a cada instante las aciagas estratagemas de la pseudorealidad no dejan de perseguirnos, atormentarnos y buscar absorber nuestra energía, tiempo y espíritu. Pero todavía, creo, podemos luchar; tenemos voluntad, alma y corazón. Solo debemos creerlo y crearlo en paralelo, hacer de nuestro deseo una proeza que nos eleve por encima de todo lo que hasta ahora nos ha pisoteado cruelmente. ¡El mundo actual no vale ni un maldito centavo y los seres que lo habitan merecen únicamente el exterminio! ¿Por qué seguirse aferrando entonces a él? ¿Por qué no hacer algo por nosotros mismos? ¿Por qué no amarnos en lugar de amar sus perfectas y todopoderosas mentiras que nos han enfermado la mente, el cuerpo y el alma? ¡Cuánto daño nos hemos hecho al creer que el dinero, el sexo y el poder lo son todo! Nada nos pertenece, nada es digno de nuestro completo amor; nada sino solo nuestra unificación con la divinidad perenne sin forma ni color, con el flujo eterno, con la muerte sublime que tanto tememos en nuestro infantil e ignorante capricho por permanecer.

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El Color de la Nada


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