Cuando miro mi vida en retrospectiva, no puedo sino experimentar un profundo sentimiento de asco y hartazgo. Todo lo que he vivido hasta ahora me parece una absoluta estupidez y un homenaje al mayor absurdo alguna vez contado. Desde mi infancia, la escuela y el trabajo todo está impregnado de banalidad y miseria. Mis padres, mis profesores, mis compañeros de clase, mis amigos, mis novias, mi esposa, mis hijos… ¡Los odio a todos por igual! No sé, me resulta imposible seguir así. Las náuseas existenciales producto de todo esto son cada vez más grandes y se mezclan con mi patética vida actual. No quería aceptarlo, pero es obvio que solo me queda una cosa por hacer para poder dispersar definitivamente las sórdidas tinieblas de amargura y arrepentimiento que me envuelven sin remedio: colgarme ahora mismo. Eso o, en un caso hipotético, largarme placenteramente a otra dimensión donde no tenga que volver a conocer a ningún mono parlante jamás. ¡Qué harto estoy de todo esto y de todos! De haber tenido que nacer, de tener eventualmente que morir. ¡Que venga algún ser del cielo o del infierno y que me diga qué sentido tiene seguir adelante cuando todo en ti implora por no hacerlo! ¿Es que acaso la única solución, como siempre he colegido, es tan solo el suicidio? Para mí lo será, porque en verdad ya no soporto la existencia ni una milésima de segundo más… Ahora ya no pienso en nada más, pongo la mente en blanco y abrazo tiernamente mi celestial y amado ocaso.
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¿Qué es el suicidio sino lo mejor podemos llevar a cabo en una existencia que no comprendemos, que no queremos y que nunca solicitamos? O quizá no podemos recordarlo, pero ¡que el diablo me lleve entonces! ¿Para qué experimentar algo que solo podemos detestar y asquearnos de? Ni yo mismo comprendo por qué siento todo esto: esta náusea, este odio y esta infernal sensación de aborrecimiento ante todo lo que tenga que ver con lo humano… El simple hecho de ver sus rostros, de escuchar sus voces y de percibir sus presencias me hace querer volarme los sesos ahora mismo; ¡qué voy a hacer! ¿Cómo soportar el que yo mismo, de hecho, sea uno más de esta especie anómala y funesta? He ahí, acaso, una gran contradicción: detestar con toda mi alma aquello que yo mismo soy. Pero ¡si yo no pedí ser esto! ¡Yo no pedí nacer ni tampoco morir! ¡Yo no pedí ser un esclavo del tiempo, de la vida y de la pseudorealidad! ¿Por qué extraña y desdichada razón tenía yo que pasar por este infierno terrenal? ¡Cuán desdichado e infeliz era yo! Las supuestas buenas cosas que pudieran acontecerme me sabían siempre tan insípidas y me eran tan insulsas; en contraste, bastaba de muy pocas cosas negativas para que yo me irritase en demasía, me trastornase infinitamente y añorase tan solo salir a las calles y acuchillar al primer mono parlante que tuviese la osadía de cruzarse en mi camino.
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No sé cómo es que hay personas que pueden agradecer por haber vivido y sentirse más que satisfechas con su sempiterna miseria y atroz intrascendencia. En mi caso, aún si mi vida no hubiera sido tan mala o incluso buena, antes hubiera preferido mil veces nunca haber vivido sin importar todo aquello que pudiera haberme perdido. ¿Qué es, en todo caso, de lo que me hubiera perdido? ¡Yo aborrezco y escupo sobre esta humana experiencia las veces que sean necesarias! Jamás aceptaré mi existencia como algo valioso, sagrado o mínimamente importante; puede de esto, naturalmente, inferirse lo que pienso y siento de la existencia ajena… Bueno, una cosa era lidiar con mi propia vida; otra muy diferente era el soportar a toda esa caterva de monos adoctrinados, estúpidos irremediables y amantes de la ignorancia. ¿Por qué simplemente no desaparecían de mi vista los animales blasfemos y cobardes? ¿Por qué no se desintegraban de una maldita vez para perderse eternamente en la nada? ¿Por qué seres como ellos, ruines e imbéciles en grados incuantificables, tenían que existir? O mejor aún, ¡que yo desapareciera! Sí, que yo me desintegrara y esfumara para siempre de este plano ignominioso y sin sentido. ¿Para qué seguir en un mundo que odiaba con todo mi ser? ¡Al carajo, yo me mataría esta mismísima noche sin que nada ni nadie pudiera hacer algo para evitarlo! Por fin, ¡oh, gracia divina!, estaría muy lejos de la putrefacta y execrable esencia humana; sobre todo, de la mía.
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No era que no pudiera disfrutar cosas o apreciar cierta belleza en la decadencia de la existencia humana. Era más bien que esto no significaba ya nada o, a lo más, solo placeres tan efímeros que, concluía en mis adentros, no justificaban todas las miserias de la vida y ni siquiera valía la pena experimentarlos. El sexo, la comida, el vino, los viajes, la poesía, la literatura, el arte, las mujeres, la música y demás elementos no podían ya brindarme un consuelo permanente. No hallaba conexión duradera con nada, ni siquiera conmigo. Y lo único que desde hacía ya bastante tiempo me venía pareciendo sumamente atractivo era el suicidio. Más allá de eso solo había sufrimiento o aburrimiento; tales eran los únicos estados posibles para alguien como yo: para alguien que había decidido ya no aceptar más mentiras. Este mundo era un horror sin límites ni parangón; seguir en él era la auténtica locura, como jamás se aceptaría. Resultaba curioso, así pues, que siempre se nos animara para seguir aquí… Pero ¿cómo? Y ¿para qué? Pues solo para seguir consumiendo, siendo esclavizados por la pseudorealidad y enriqueciendo a las grandes corporaciones. El ser era, sobre todo, la marioneta perfecta de casi cualquier cosa: el tiempo, el destino, el caos, la existencia, la vida, la muerte, el poder y demás… La ironía consistía, precisamente, en pensar que habíamos sido hechos para ser libres, felices y amados. ¿Cómo podría algo así acontecer si, para empezar, éramos obligados a existir en contra de nuestra voluntad?
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No importa cuantas personas ni cuantos influjos del exterior nos alienten a que vivamos y nos intenten convencer de la que la vida es bella y que vale la pena vivirla. Nuestra tristeza interna y nuestra imperante melancolía suicida siempre serán más fuertes y opacarán, como inmensas nubes grisáceas, aquellos débiles y ocasionales rayos de luz que puedan parecer esperanzadores. La inmensa desesperanza siempre estará ahí con nosotros hasta nuestra estúpida muerte y cada día nos farfullará al oído un constante reclamo por no adelantar dicho suceso teniendo todos los medios disponibles al alcance; tales como una soga, una navaja o una pistola. ¡Qué horrible es este mundo y los seres que lo habitan todavía más! No concibo cómo es que a un tal Dios se le pudo ocurrir algo tan abominable e insensato, algo tan poco útil y carente de sentido. La humanidad debe ser exterminada, solo ese es el axioma que aceptaré para la reconstrucción de un paraíso en el que imperen la libertad, la verdad y la felicidad. Mientras esto no acontezca, podemos, con toda certeza, decirle adiós a todos nuestros sueños y delirios de grandeza que diariamente nos trastornan la cabeza y enferman el espíritu. Hasta que no aceptemos nuestra propia destrucción, nada bello podrá surgir y prevalecer sublimemente.
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La verdad es que nunca pude ser feliz, pero no estoy sorprendido. ¿Cómo iba a serlo en un mundo tan jodidamente absurdo e infeliz como este y rodeado de malditos imbéciles cuya única felicidad consistía en hacerme infeliz con su simple respiración? ¡Cómo los aborrecía a todos y cada uno de ellos! ¿Es que no podían, siquiera por casualidad, percatarse de lo irrelevantes, idiotas y patéticos que eran? ¿Por qué existían? Y precisamente tenían que existir al mismo tiempo que yo, ¡eso era lo que más me atormentaba! Si tan solo nunca los hubiese conocido, ¡qué feliz sería! Lo único que quería era que todos me dejaran en paz, que ningún ser humano volviera a fastidiarme jamás. Porque, en efecto, solo eso sabía hacer la humanidad: fastidiar. ¡Qué cobardes eran y cuán engañados estaban todos esos zombis! Me reía de ellos y escupía en sus caras no una, sino cientos y miles de veces. Todo lo que ellos eran me producía infinito malestar, me hacía vomitar internamente en proporciones inenarrables. ¡Quería asesinarlos a todos, por el amor de Dios! ¡Quería empalarlos, crucificarlos, destriparlos, comerme sus corazones y pisotear sus cerebros! ¿Qué pasaría si seguía así yo? Es decir, de seguir existiendo entre estos adoradores de la trivialidad extrema, indudablemente no habría otro camino: me convertiría en un asesino de verdad.
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Infinito Malestar