,

El Color de la Nada 48

La única forma de averiguar quiénes somos en realidad es mediante un sincero y detallado proceso de autodestrucción mental en donde deberemos, lentamente, disolver cada (auto)engaño que hoy en día fragua nuestra supuesta personalidad. Mientras no hagamos esto, continuaremos siendo viles marionetas de carne y hueso cuyo propósito principal es y será alimentar a la pseudorealidad. Nuestro tormento no conocerá límites y nuestra depresión solo se acrecentará conforme más tiempo nos aferremos a esta pesadilla que llamamos vida. No podemos sino asquearnos de lo que es este mundo y de los patéticos monos parlantes que por desgracia lo habitan. ¿Quién habrá tenido la desfachatez de diseñar algo así de efímero, imperfecto y sórdido? Me genera una profunda aversión saber que pertenezco a esta raza, que debo compartir todas sus características y que la única forma de librarme de mi forma humana es matándome. Sé que deberé hacerlo inevitablemente, que el suicidio será la corona que habrá de consagrarme en la tragedia de mi apocalipsis delirante… Hasta entonces, ¿cuánto sufrimiento interno deberé soportar todavía? El libro de mi agónica y sutil desesperación parece estar lejos de culminar, lejos de brindarme un tenue arrullo de benevolencia en este pandemónium de caos blasfemo y absurdo. Nunca he sabido quién soy en realidad y creo que nunca lo sabré; todo lo que puedo hacer es mirarme en el espejo y deformar cada vez más la dolorosa silueta de mi sombrío y arrepentido homúnculo.

*

Entonces llega el día en que ya nada importa más y todo pierde el sentido. Amigos, familiares, trabajo, comida, sexo o cualquier otra cosa se tornan mucho más irrelevantes que antes. El caos del absurdo conquista nuestro aterrado espíritu y la idea del suicidio embriaga nuestro nostálgico ser… Pese a esto, preferimos seguir viviendo, aunque sea del modo más patético y miserable. ¿Por qué el ser opta por este tortuoso camino cuando bien sabe que no le queda ya nada por qué luchar? Quizá nunca hubo algo y tan solo nos mentíamos demasiado bien; quizá nos hemos enamorado de aquello que más decimos odiar y que tanto daño nos hace: el mañana. ¿No seremos siempre esclavos del tiempo? ¿Por qué existe tal cosa? ¿Es una ilusión o lo más real que pueda contemplarse? ¿Quién responderá a cada una de nuestras dudas? ¿Quién nos salvará de nuestros propios pensamientos? Cada vez más preguntas y menos respuestas; más locura y menos compasión. Lo único que queda es derramar lágrimas con la fatal esperanza que esto pueda desahogarnos un poco de toda la angustia acumulada, de todo el horror que todavía nos aguarda dentro y fuera. Creo que no hemos aprendido casi nada hasta ahora, que somos igual o más imbéciles que antes en cuanto al dominio del cuerpo, la mente y el espíritu se refiere. Lo único en lo que hemos avanzado es en construir armas para aniquilar a otros, en crear todo tipo de guerras sin sentido y en embrutecernos con la tecnología de la que tanto nos enorgullecemos. Somos unos artistas en inventarnos dioses que nos castiguen por las cosas que, en el fondo, nos encanta hacer y por el sufrimiento que nos encanta proporcionar a otros. ¿Por qué no nos hemos extinguido todavía? Para mí, ese es el mayor misterio en toda la historia de esta raza adoctrinada y conquistada por los deseos más banales y aberrantes.

*

Un profundo suspiro fue el sello del final, del ocaso de mi vida. Y no era que yo fuese a morir, pero, sin ti, ¿acaso existe alguna diferencia? ¿No es lo mismo estar muerto que seguir viviendo sin poder besar tus refulgentes labios al amanecer? ¿No da igual ya colgarse que plantearse alguna nueva y abyecta mentira que justifique la continuación de mi lóbrega vida? Era yo un payaso entonces, un príncipe de la tragedia que debía ser arrojado a los leones con tal de olvidarte para siempre. ¡Sí, eso es lo que debería acontecer! ¡Que mi carne putrefacta fuese devorada sin cesar, que mi mente trastornada fuese extirpada de la triste realidad! Sostener la lucha por un largo tiempo era demasiado para un simple mortal, quizá por eso la muerte acontecía irremediablemente; tan solo porque éramos demasiado débiles como para aceptar que la soledad y la miseria eran lo más evidente que se podía saborear aquí. El amor humano era una quimera, un delirio más de esos esclavos de la irrelevancia extrema para prolongar su mísera agonía y su ominoso ciclo de infernal reproducción. No valía la pena amar nada humano, dado que resultaba demasiado poco confiable y sumamente efímero. ¿Quién en su sano juicio buscaría amar algo o a alguien así? Y aún más efímero incluso que la vida era este tipo de amor: uno que tan fácilmente era destruido por la monotonía y que se iba para jamás volver. ¿Éramos nosotros sus asesinos o sus víctimas? ¿Se entretenía él con nosotros o nosotros con él? Cualquiera que fuera la respuesta para este y otros dilemas, se hallaba muy lejos de nuestro alcance. Éramos simples marionetas del azar con delirios de grandeza y una existencia que se diluiría con bastante rapidez; empero, nos aferrábamos a ella como si se tratase del infinito mismo y creíamos en ella como si de una deidad se tratase. En el fondo, estábamos todos muy solos, tristes y rotos; la desesperanza nos consumía como el fuego del infierno, pero intentábamos fingir del mejor modo posible y creer que no todo estaba perdido.

*

Nada prevalecerá, todo sucumbirá tarde o temprano. Cada idea, sentimiento o ideología está, desde sus inicios, conminada al fracaso y, a la postre, a la inevitable extinción. El ser no es la excepción, mucho menos lo es su ridículo parloteo humano. Y creo que así está mucho mejor, pues, sin la dulce esencia de la muerte, la existencia sería tan solo un craso error; más de lo que ya lo es. Nuestra existencia casi siempre parece estar preñada de una agonía sin límites, de una aberrante incertidumbre que solo conlleva a la tragedia suicida. ¿Qué más podría tener ya sentido para un ser tan hastiado como yo? No importa realmente a donde vaya, qué haga o con quién me relacione, pues no puedo evitar el experimentar una inquietante tristeza que surge desde lo más profundo de mi atormentado ser y que me impide disfrutar cualquier mundana situación que a otros les cautiva irremediablemente. Debo estar condenado, debo ser yo un profeta del silencio en el que se ahogan mis nulas esperanzas de volver a sonreír algún día sin que tu mística silueta y tus celestiales alas me envuelvan en su halo resplandeciente y me eleven más allá de cualquier joya, placer o poder de este mundo. No creo en los dioses del modo en que los humanos los han inventado, pero quiero creer en ti de un modo sincero y desinteresado; quiero creer que existes como una fuerza, esencia o energía que se encuentra muy por encima de las cosas de esta dimensión y que experimenta un profundo sufrimiento al contemplar como cada uno de nosotros elegimos hundirnos en el abismo de nuestra delirante y aciaga miseria en lugar de buscar tu luz y fundirnos con ella por la eternidad.

*

Tu rostro encerraba ese halo de sabiduría cósmica que tanto me alegraba y me trastornaba al mismo tiempo, que me hacía amarte y odiarte en el mismo plano. Y, a fin de cuentas, besarte y abrazarte era mi único consuelo en esta agónica y cruel existencia humana. Y dormir entre tus brazos, ¡oh, mi eterno e imposible amor!, era la mejor forma de olvidar que aún me hallaba preso en esta ignominiosa pseudorealidad. No cambiaría nada de ti, porque entonces solo estaría amando un fatal espejismo tuyo que yo mismo crearía en mi mente enloquecida. Lo que quiero es amarte, tal y como eres: imperfecta, pero perfecta desde todas las perspectivas desde las cuales yo pueda observarte. Acariciar tu alma, tu esencia más profunda; ese algo que está más allá de toda humana comprensión y que solo puede ser observado por los ojos del espíritu. Casi hasta me parece conocerte desde hace tanto, desde milenios atrás; como si te volviera a encontrar solo para volver a perderte, como si lo único que pudiéramos hacer en esta forma humana fuese lastimarnos cada vez más. Tal vez es imposible que algo como el amor perdure o siquiera sea posible en un mundo donde el vacío y el sinsentido parecen impregnarlo todo. La condena de mi vida entonces será haberte conocido y haberte amado (porque en verdad creo haberlo hecho), para luego tener que esperar que la muerte me ayudara a olvidarte. Ese hermoso rostro tuyo, esa mirada ahíta de melancolía, esa boca fulgurante, esa fina nariz, esas cejas arqueadas, esas orejas pequeñas, incluso esas arrugas debajo de tus ojos, esos cabellos largos y rojizos… Quizá pienses que exagero, pero en todo lo que tú eres me parecía estar observando la eternidad del tiempo y el reflejo de un destino que se tambaleaba entre la sangre y el olvido. Sí, de un destino que me sugería la profunda conexión entre dios, la muerte y esa partícula divina dentro de nosotros. ¡Nunca podría olvidar tu rostro místico y sensual, tan etéreo y espiritual! No lo haría ni siquiera si todo aquello era solo una siniestra alucinación más de mi atroz esquizofrenia suicida.

*

Quizá lo que entendemos como eternidad es tan solo el estado del que tanto tememos: el estado de muerte. ¿Por qué entonces habrá surgido un accidente tan funesto como la vida? ¿Con objeto de qué esta raza inmunda de monos parlantes osa perturbar el vacío? ¿No es el color de la nada el único que podrían pintar sus perspectivas carcomidas por el sinsentido y sus creencias plagadas de mentiras y contradicciones? ¿No es su existencia misma algo tan repugnante y sacrílego que acaso sus propios creadores se han decepcionado demasiado pronto y los han abandonado en este infierno terrenal en el cual se regocijan brutalmente? ¡Pobre y triste humanidad! Han vivido tanto tiempo en las sombras que un poco de luz los espanta y apabulla tremendamente, pues les recuerda de inmediato la blasfema insustancialidad de sus mentes contaminadas y sus corazones enmohecidos. ¿Es que alguna vez sus ojos verán de verdad y sus oídos escucharán de verdad? ¿Es que alguna vez las brumosas tinieblas de lo aciago y lo putrefacto dejarán de infectar cada una de nuestras vértebras y senderos? La lucha interna es la única que vale la pena, si es que acaso existe algo como la salvación del alma. Dudo bastante que algo así pueda ser proporcionado y enseñado por alguna doctrina, religión o sacerdote; ¿qué caso tendría algo que no proviniera de nosotros mismos? Si solo lo externo puede salvarnos, entonces mejor sería matarnos de una vez para no estar a expensas de un supuesto dios que, desde hace tanto, no ha dado ninguna señal de vida ni ha hecho nada por aliviar el imperante sufrimiento de este mundo condenado y execrable. En verdad creo que la decisión es solo nuestra, que por algo nos ha sido concedida la voluntad de elegir; no nos engañemos al respecto, no pretendamos que no podemos hacernos cargo de nuestras acciones. Porque, de ser así, entonces creo que la humanidad es aún más vomitiva y patética de lo que hasta ahora he creído con toda firmeza.

***

El Color de la Nada


About Arik Eindrok

Deja un comentario

Previous

Manifiesto Pesimista 65

Infinito Malestar 39

Next