Era sábado, exactamente las diez en punto y yo seguía acostado, con dolor de cabeza y náuseas. Colegí que había bebido mucho más de lo normal y me sentía muy adolorido, además de que un sabor amargo imperaba en mi boca. No sentía deseos de levantarme, aunque claro que esto era normal dado que me fastidiaba y me importunaba tener que vivir. Día tras día lo mismo, ¿esto era vivir? ¿Qué era vivir y qué morir, en todo caso? ¿Qué era real y qué no? ¿Cómo podía definir lo que existía y lo que aparentaba existir? Me estorbaba mi humanidad y, si creía ser real, era porque lo asumía y así se me inculcó desde pequeño.
Reuniendo toda mi fuerza conseguí levantarme y tomar mi ropa para darme un baño. Mi habitación estaba más sucia que de costumbre, pero esto en nada me afectaba, jamás la limpiaba. Decidí no afeitarme y tampoco usar loción, pues a nadie importante vería. Tomé una pastilla para solventar los deplorables síntomas de la resaca y tomé un libro que un compañero del trabajo me había prestado. Aproximadamente leí media hora, tras lo cual me quedé dormido y desperté a las dos de la tarde, ya más recuperado y sin tanto malestar. Entonces decidí que era momento de comer algo y salí para dirigirme a la cocina económica que se ubicaba en la calle adyacente, junto al local de imprenta del señor Volmta, quien, por cierto, rentaba también un departamento en el mismo lugar que yo, ubicándose en el primer piso. Ocasionalmente lo saludaba y conversábamos, me gustaba que siempre estuviera bebiendo y platicando sobre los problemas del país. Pensaba que me gustaría, en un futuro, tener una plática más profunda con él. Pedí el menú del día y traté de terminar cuanto antes, dado que comer, al igual que la vida, me parecía un gasto innecesario. Además, hacía tanto que había perdido la capacidad de degustar un platillo. Vivir y morir me daba lo mismo, pero seguía sin reunir fuerzas suficientes para matarme. Los días en que disfrutaba los alimentos y demás sensaciones o actividades habían quedado en el más recóndito olvido.
De pronto, una silueta se acercó y se sentó frente a mí. Era Virgil, la hija del encargado de la cocina.
–Hola, ¡qué gusto que hayas venido a comer por aquí! Hace tiempo que no te habías presentado y ya estaba muy triste –expresó mientras sonreía estúpidamente.
–Claro, hace ya algún tiempo –repliqué desinteresado en primera instancia–. Es porque he salido los fines de semana y he regresado ya muy noche.
–Ya veo –musitó Virgil en tono de recriminación–. Y ¿a dónde vas? Digo, si se puede saber.
–Pues a donde sea, a veces ni yo sé. No creo que importe, o ¿sí?
–Bueno, a mí sí, y bastante. Pero mejor dime ¿cómo has estado? ¿Qué has hecho de tu vida? ¿Cómo vas con tu trabajo? ¿Ya te casaste?
Noté en sus ojos un extraño brillo que me apabulló. Virgil no era fea, pero era muy insistente conmigo para que aceptase salir con ella pese a mis negativas. Sus ojos cafés eran bonitos y sus cabellos castaños siempre olían bien. Era la mesera de la cocina y siempre andaba muy concentrada en sus labores, aunque yo la despistaba un poco. Ahora era sábado y los clientes eran escasos, así que aprovechaba para conversar conmigo.
–Bien, tú ganas, platicaremos un poco –repliqué mirando cínicamente sus enormes tetas, cosa que a ella no le importó y creo que hasta deseaba–. La verdad es que no he hecho nada interesante, pues solo me he dejado llevar por el absurdo de la existencia. He estado normal, podría decirse, con intervalos de angustia y episodios de ansiedad. El trabajo va bien, pero me aburre y no quisiera hacerlo, aunque, de otra manera, no podría sobrevivir. Y, con respecto a lo de casarme, creo que ni estando loco lo haría.
–Pero ¿cómo puedes pensar de tal manera con respecto a algo tan sagrado y bello como el matrimonio? –inquirió sumamente sobresaltada Virgil.
–En realidad, es algo tan absurdo como cualquier otra cosa en esta existencia. A final de cuentas me resulta indiferente, es solo que cuando las personas se casan condenan su ya de por sí miserable vida. Por eso no pienso casarme, para mí no significa nada en absoluto, me da lo mismo.
–¡Hum! Ya veo, eres raro –musitó ella intentando asimilar lo que yo espetaba–. Y, a la vez, me das miedo.
–¿Miedo? ¿Por qué?
–Porque no eres un hombre normal, pienso que no tienes realmente sentimientos ni corazón. Y no es malo, ciertamente es el modo en que se puede ser inmune ante la mierda que ocurre cotidianamente en nuestras vidas; sin embargo, no quisiera depender de ti de alguna manera. No sé si me expliqué –titubeó un poco y luego prosiguió, sonrojándose–, no quiero ser grosera, es solo que a veces quisiera que expresaras algún tipo de emoción, que te inquietara algo, que no todo te diera igual, que la existencia no te fuese indiferente y los sucesos tuvieran un poco de sentido. ¿Nunca has pensado en lo maravillo que sería si alguien llegase a tu vida y pudieses amar?
–Todo eso suena muy bonito, pero es imposible –sentencié mirándola fijamente a los ojos–. No estoy interesado en ver el lado hermoso de la vida, suponiendo que hubiese uno, pues ni siquiera me importa seguir vivo. No tengo ninguna noción que me indique el porqué de todo esto, y, entre más busco, peor me encuentro. Es casi seguro que la humanidad sea solo un conglomerado de seres viles, imbéciles y hambrientos de placeres carnales, que por accidente tuvieron que contaminar este triste planeta. Por eso tampoco me interesa amar, hace tiempo que he olvidado si quiera disfrutar lo más mínimo. La comida no me sabe a nada, el sexo se ha tornado en un placer trivial, y así con cada sensación y suceso. La vida tiene un toque de fétida irrelevancia y todo lo que en ella haga me resulta molesto. Si mañana mismo muriese, sería al fin feliz, así resumo mi pensamiento. Nada hay en esta existencia que me mantenga atado, que me haga sentir obligado a permanecer en este cementerio de sueños rotos.
–Sí, eres un sujeto siniestro, pero eso me encanta de ti –expresó Virgil, sonriendo y acercándose hacia mí.
–Supongo que sí. Los humanos solo se esconden de la verdad, utilizan máscaras todo el tiempo para justificar su sinsentido, de ahí que la hipocresía, la mentira y la moral ficticia imperen en nuestra sociedad.
–No entiendo mucho de lo que dices… Lo único que sé es que me encanta mirarte, escucharte hablar y presenciar esa ironía con que te expresas ¡Cuánto no haría para poder hacerte feliz!
–¡Je, je! Es una bonita proposición si me importase vivir, pero no. Muchas gracias, estoy bien así y, además, pienso morir en poco tiempo.
–No digas esas cosas, eso me entristece. ¿No piensas en tus padres o en la gente que te aprecia? ¿Es que acaso su sufrimiento no te afecta?
–Pues, una vez muerto, creo que no. En todo caso, es secundario. Supongo que, al menos, puedo elegir mi muerte, pues no fui quien eligió mi vida.
–¡Estás loco! Aunque eso hace que te aprecie todavía más –susurró Virgil sin quitarme la mirada de encima.
–Supongo que los humanos tienden a adorar lo que no comprenden, como una forma de culto anómalo e irracional, aunque a veces ocurre lo contrario y terminan detestándolo.
–Pues yo te aprecio bastante y me gustaría que fueras feliz. Si tú quisieras, yo podría ayudarte un poco, puedes empezar por sonreír más a menudo.
–Sí sonrío, pero no creo que eso tenga algo que ver con ser o no feliz. Eres muy amable, solo que me gusta estar solo, sin compromisos.
–¿Te refieres a que no te gustan las relaciones serias? –preguntó ella con cierto toque de ingenuidad que me divirtió.
–Así es, prefiero ese tipo de cosas que algo formal. La verdad es que hace tiempo creí que quería a alguien en serio, pero todo terminó de forma trágica y absurda, dejándome con un pésimo sabor de boca y con el corazón destrozado. Por supuesto que, si yo hubiese sido el que soy ahora, me hubiera evitado estúpidos problemas amorosos.
–Siempre imaginé que no eras un tipo de una sola chica –mencionó quedamente, al parecer eso le ocasionaba cierta molestia.
–Bueno, perdóname. Lo que pasa es que me aburre la gente y no hallo ningún sentido en estar con alguien, no más allá del sexo; aunque también me aburra y para hacerlo necesite estar borracho. ¿Sabes? He pensado que es lo único que llega a unir a las personas, aunque hipócritamente siempre se afirme lo contrario. Sin embargo, una vez satisfecho el deseo carnal, se cae en cuenta de lo bonita que es la soledad y la independencia. Los humanos podemos vivir del modo que nos plazca, siempre y cuando se satisfagan los placeres carnales, pues a partir de ello se construye el resto. Lo que quiero decir es que las personas se engañan con el matrimonio y demás bagatelas cuando lo único que anhelan es acostarse y pegar sus cuerpos. Tanto hombres como mujeres piensan solo en ese momento, aunque ellas siempre lo nieguen.
–Posiblemente tengas razón –respondió Virgil cambiando su tono afable por uno cortante–. Me pareces muy sincero al hablar de esa manera, por lo cual entiendo mejor tu forma de ser y de pensar.
–¡Virgil! ¿En dónde demonios te has metido? Tu padre quiere que traigas más pan de la tienda, al parecer habrá más venta que de costumbre.
–¡Ya voy, mamá! Es solo que estaba conversando con Lehnik, ya sabes que siempre me gusta hacerle la plática –dijo con su vocecita entrecortada, y luego salió disparada hacia el fondo de la cocina.
–¡Por el amor de dios! ¿Acaso crees que no tienes obligaciones aquí? Todos trabajamos muy duro mientras tú te la pasas molestando a los clientes –vociferaba la señora mientras yo dejaba la propina y me disponía a retirarme.
Al salir de aquella cocina barata donde al menos podía consumir los alimentos que este trivial cuerpo orgánico necesitaba para subsistir en este caos sin el más mínimo sentido llamado existencia, y en donde me exasperaba la estupidez de las personas que me rodeaban, me dirigí hacia mi habitación, como siempre. Nada nuevo había acontecido en mi intrascendente vida, solo otra rutinaria semana de trabajo absurdo, lectura absurda, ejercicio absurdo y destellos de posibles escritos que terminaba por borrar. En resumen, una vida absurda era la mía, pero ¿es que acaso podía ser de otra manera? ¿No era, de cualquier forma, este el destino que yo había elegido? O ¿el a mí? ¿Por qué tenía esta amarga sensación de que, sin importar cuánto lo intentase, mi existencia seguiría siendo miserable? ¿Para qué vivir entonces? ¿Para qué intentar conocer la verdad suprema? ¿Para qué ayudar a los necesitados y los discapacitados si el mundo, aun con nuestras dádivas, seguirá siendo repugnante y patético? No entendía tantas cuestiones y me sumergía en un sinfín de dilemas irrelevantes. No obstante, lo único que imperaba, sin importar cuánto me enfrascase en teorías insulsas, era la convicción de que mis acciones nada significaban y, por ende, podía hacer lo que me viniera en gana sin esperar jamás castigo alguno, pues era evidente que dios no existía. ¿Cómo podía tanta gente vivir bajo el yugo de la otra vida y lo que de ella esperaba?
Si lo meditaba a fondo, me percataba de que la concepción del alma y los diversos planos o reinos en otros niveles de la existencia eran una preciosidad sin igual cuando el humano necesitaba justificar algo que sencillamente carecía de todo objetivo. Así, cuando el ser se veía en el incoherente callejón en donde se preguntaba si sus acciones tenían importancia, siempre recurría a justificarlas todas mediante meras quimeras que estaban basadas en viles creencias inculcadas. Pero nadie intentaba construir sus propios principios para dar forma a una auténtica personalidad, pues todos se sentían complacidos con la absurda impostura de la sociedad y lo que en sus mentes se había programado para actuar como autómatas.
¿Qué eran los valores y la moral, la educación y el respeto, la dignidad y la honradez? ¿Por qué debíamos pensar, actuar y seguir los atavismos de una civilización arcaica y decadente? ¿Por qué no cuestionarlos y repugnarlos con nuestro supuesto raciocinio? ¿Qué certeza tenía el humano de que existiera el alma, el espíritu o cualquier cosa parecida? ¿Qué sentido era el que nos impelía a estar aquí y ahora, haciendo exactamente lo que hacíamos? ¿Qué definía nuestros actos? ¿Éramos solo títeres en un tablero donde ciertas fuerzas realizaban todos los movimientos pertinentes, y donde nuestro libre albedrío era solo un chiste? Y por supuesto que, en caso contrario, ¿realmente importaba si podíamos decidir o no? Nuestras elecciones eran demasiado absurdas para considerarse importantes. Este putrefacto mundo que, por casualidad, quizás albergaba a tan funesta raza, era menos que el más abismal concepto de la nada que se pudiera imaginar, pero a la vez era todo lo que teníamos.
Pensaba también en cuántas ocasiones las personas actuábamos tan absurdamente, siempre dándonos una importancia suprema, siempre considerándonos el punto central del cosmos, de la creación y de la existencia. No obstante, nunca caíamos verdaderamente en cuenta de cuan banales, pestilentes y carentes de todo maldito sentido eran nuestras vidas. ¿Qué importaba si yo me follaba a una prostituta hoy? Y ¿qué si rechazaba a Virgil y a tantas otras mujeres honradas? Y ¿qué si prefería solo a mujeres fáciles y atrevidas? ¿Qué jodido significado tenía despertarme temprano, cumplir con mis deberes laborales, ayudar a mis padres y los más necesitados, comer comida cara o barata, tomar agua o beber alcohol, ser bueno o malo? Evidentemente ninguna, pero los humanos atribuían una excesiva y enfermiza importancia a cada acto y a cada momento.
En el fondo, todo era irrelevante, y precisamente esto era lo mejor y lo más cómodo, pues así se podía vivir sin ninguna responsabilidad, sin esperar ningún castigo celestial ni preocuparse por reencarnar y pagar las deudas del karma, o por rendir cuentas ante un divino tribunal e irse al infierno por siempre. Así era como las personas se engañaban de manera sublime, inventándose tantos elementos estúpidos para guiar sus actos y darles un sentido a sus vidas, para perpetuar este execrable error llamado vida, para continuar reproduciéndose asquerosamente e inculcando su basura mental a sus vástagos, los cuáles seguirían el mismo camino y así hasta el fin de los tiempos.
¡No podía tolerarlo más! Debía parar, debía acabar conmigo mismo a como diera lugar, pues, aunque todo me era indiferente, el mundo humano no era uno a mi medida, pues su hipocresía, sus mentiras y su absurda visión de la moral y de supuestos valores a seguir me enconaban sobremanera. Siempre se buscaba juzgar a un humano tan solo clasificándolo como bueno o malo, pues esa era la percepción que el ser, en sus limitaciones mentales obvias, podía entender. Era incapaz de percatarse de su estrechez y su nauseabunda estupidez, de vislumbrar la gama de posibilidades que jamás podrían ser encuadradas en tan solo bien y mal. Por eso detestaba a los humanos, por su absurda escala con la que iban por ahí desdeñando lo que en el fondo ellos eran y se negaban a aceptar, porque eran incapaces de atisbar lo miserable de su propia naturaleza y lo repugnante de todas sus creaciones, tanto tangibles como intangibles. Los humanos habían dilucidado tantas formas para engañarse y hacer de esta efímera y mísera existencia un tormento en lugar de aferrarse a su única escapatoria. Los humanos no sabían qué hacer con la libertad y por ello buscaban la manera de ser sometidos y dominados, ya sea ante una imagen mística, una gran corporación, un sujeto con poder y ataviado elegantemente, un tipo que patea un balón o que gobierna un país, que posee cuentas bancarias o que produce ominosos sonidos ante un micrófono.
No importaba qué fuera aquello a lo que el humano rindiera tributo, cualquier excusa era buena para entregar la libertad, pues era un elemento demasiado peligroso para poder ser apreciado y utilizado. Y así, desde el comienzo de esta era inicua, el humano había luchado por ser esclavizado y por adorar aquello que lo privaba de su libertad. Actualmente, era evidente que el humano vivía bajo la opresión del sistema capitalista y de todo aquello que le había sido impuesto con el fin de matizar su existencia miserable y arroparle mediante vicios y distracciones. Pero ¿qué era realmente lo que el humano perseguía en este caos absurdo? ¿Hacia dónde tendía toda esta inmundicia? En momentos donde la abstracción se tornaba espantosamente intrigante, intentaba convencerme de que mis creencias, evidentemente humanas, debían estar equivocadas. No podía ser que todo esto existiera, si es que lo hacía, sin propósito alguno. ¿Qué clase de entidad divina, espiritual o extraterrestre había osado contaminar la existencia con tan infames, sacrílegas, viles, y ridículas monstruosidades humanas como nosotros?
Siendo realistas y sensatos, los humanos debíamos aceptar que nuestra existencia carecía de propósito alguno, y que en la ranciedad, podredumbre y estulticia de la monótona vida en sociedad se hallaban los factores deprimentes que mantenían viva la llama de un posible sentido. No obstante, siempre se perseguían falsas concepciones y se mantenían como verdaderas las más grandes mentiras. Y, ahora que me lo planteaba, era verdad que los humanos amaban demasiado esto que se llamaba vida, y que se deleitaban y buscaban extender su fetidez tanto como fuese posible. La pregunta clave era ¿por qué? ¿Qué había en esta vida más allá de los ocasionales solaces y distracciones que valiera la pena experimentar? Al fin y al cabo, todo terminaba siendo un sufrimiento sin sentido, pues lo único valioso se evaporaba demasiado pronto y dejaba hechos trizas los corazones más débiles y carcomidos.
Por ejemplo, el amor o el sexo, que enloquecían y venían con un néctar exquisito; que lentamente se acercaban, y que tanto deseábamos experimentar. Pero, cuando se retiraban, lo hacían de la manera más rauda y sin el más previo aviso. El amor llegaba y se esfumaba en un santiamén, dejando una dependencia enfermiza y una tristeza que nunca se iba del todo. Y el sexo era igual, pues, antes de querer follarse a alguien la sangre hervía y el deseo inundaba la mente y el cuerpo, pero, cuando se consumaba el acto, se tenían orgasmos, se satisfacían por completo todos los anhelos carnales y llegaba el momento de doblar las sábanas, entonces se caía en un vacío absoluto donde no quedaba otra cosa más que cuestionarse ¿por qué el sexo parecía ser lo único que anhelábamos los humanos? Más aún ¿por qué, tras hacerlo, se caía en una demente y pantanosa nada en donde la nostalgia y la melancolía atacaban cual fieras rabiosas? Era absurdo.
Y así pasaba con todo lo que podría considerarse bonito en esta supuesta vida, en esta realidad execrable adornada con múltiples cromatismos distractores. Todo se terminaba, todo cambiaba y la felicidad era imposible. Entonces ¿qué caso tenía experimentar dicha sensación si se terminaba demasiado pronto? ¿Qué había en los humanos que siempre teníamos la tendencia de arruinar y contaminar lo único aparentemente incorruptible? ¿Es que acaso esto era lo máximo a lo que se podía aspirar en esta falacia de existencia? ¿Tan pobre y patética era la momentánea, frágil y fugaz felicidad que se podía experimentar en este caos infinito? ¡Qué absurdo resultaba entonces todo y qué razón tenía para ser indiferente! Así evitaría tanto sufrimiento, decepciones y estupideces por las que el ser sufre. Así podría también un día sonreír y levantarme para continuar con la insipidez de mi rutinaria y malsana vida. Así podría decidirme a tomar la pistola y terminar con este delirio de miseria e insensatez en donde me sentía atrapado. La verdad era esa: me sentía forzado a vivir.
Pero mis creencias y mis ideales eran los de un humano cualquiera, los que las personas tendrían si no fuesen tan hipócritas y mentirosas y aceptasen lo que en el fondo somos todos. ¡Cómo odiaba ser igual al resto y con qué vigor me aferraba a ello! ¡Qué temor tenía de mi individualidad y con qué absurda complacencia me parapetaba en una humanidad que repugnaba y que, al mismo tiempo, necesitaba para seguir vivo! Ese era el punto en donde me desmoronaba siempre que pensaba esto, pues me era imposible renunciar a mi humanidad y seguir existiendo. ¿Qué significaba matarse entonces? ¿No estaba ya muerto desde hace tanto tiempo por no sentir ni importarme nada? ¿No estaban todos los humanos muertos por dentro al haber reducido su auténtica forma? ¿Quiénes eran los muertos y quiénes los vivos? ¿No era más sensato suicidarse que permanecer en esta trágica comedia de pésimo gusto a la que estúpidamente se le llamaba existencia? ¡Qué miserable y deprimente era todo alrededor!
Parecía como si toda mi vida fuese una aciaga contradicción a pesar de todos mis esfuerzos. Incluso la indiferencia no iba conmigo, pero era lo único que me quedaba, pues sentir y pensar más allá de mí estaba enterrado en el pasado. Como sea, decidí que estaba ya muy afectado para continuar cavilando tonterías que, de cualquier modo, siempre convergían en recalcar cuánto despreciaba a la humanidad y a mí mismo, cuánto odiaba a la religión y sus cómicos dioses y libros, cuánto detestaba toda clase de imposición social, política, deportiva, moral, económica, militar, espiritual o de la índole que fuera. Sabía que yo no era diferente y que el mundo jamás cambiaría. Había aceptado vivir, aunque estuviese ya muerto; y a veces necesitaba la confirmación, la culminación de tan pacificadora condición. Y, si no me suicidaba, no era debido a algún factor como el que se adjudica de manera horrorosa a los suicidas, ni tampoco tenía nada que ver con el dolor que causaría a mis padres o algunos otros que pudieran apreciarme. Si no me suicidaba era tan solo porque todavía no creía merecerlo, todavía mantenía una muy tenue llama de falsas esperanzas en esta mortecina e infame realidad. O no sé, la verdad es que cada día sentía más repulsión y tristeza. Solamente debía reunir todo el malestar y la desesperación que me ocasionaban este mundo, quizá solo así podría finalmente ahorcarme.
…
Cuando la señora del vestido rojo, de nombre Akriza, pasó y me miró, regresé a mi insípida realidad, esa donde era un mero empleado de oficina y estaba condenado a trabajar hasta el fin de mis días. Algo había, sin embargo, en la apocalíptica mirada de esa mujer. Ya varias veces me había mirado de la misma manera, singularmente pasional y abyecta a la vez. Akriza hizo que me levantara y la espiara, cautivado por sus tetas ligeramente caídas y esas piernas carnosas que se transparentaban cuando usaba ese vestido rojo que me fascinaba. A pesar de ser una ama de casa ordinaria, producía en mí una excitación tremenda, de un modo que nunca comprendía en su totalidad. Me gustaba su cara y la manera en que siempre descargaba su ira sobre su hija, la pequeña Jicari, quien recibía una golpiza tras otra y se la pasaba llorando todas las noches, pues, aunque contase con solo nueve años, su vida había sido una tortura de la peor calaña, al mismo grado que la de su madre. Yo las conocía someramente, lo más que había hecho, hacía ya un buen tiempo, había sido robar una tanga de Akriza para masturbarme con ella y luego colgarla de nuevo, con la ligera sospecha de que ella me había visto. Claro que, en esa ocasión, estaba demasiado ebrio. En fin, estas dos infelices vivían en el mismo condominio que yo, aquel edificio de mala muerte y de pestilencia inconfundible donde ocupaban el tercer piso, uno más arriba de donde yo me ubicaba. Y, por ende, escuchaba irremediablemente todo cuanto acontecía en cada funesta escena.
El marido de esta desdichada, un tal señor Golpin, le hacía honor a su nombre de la mejor forma posible, pues diariamente propinaba unas golpizas tremendas a su esposa, quien lloraba como desquiciada mientras su hija bajaba al piso donde yo me ubicaba y tarareaba una canción un tanto extraña:
Él vendrá por ti y te desangrará
Nada puede hacerse para sus dientes evitar
Él tocará tu vientre y luego se lo comerá
Nada puede pensarse para hacerlo regurgitar
Él quiere que seas tú la encarnación aquí
Y jamás se equivocará al saborear
Él es un maldito genio en su humanidad
Pero cuando sueña enloquece de verdad
No lo irrites tanto o el coño te joderá
***
El Extraño Mental