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El Extraño Mental VIII

Mamá tocó mi hombro indicándome que ya había comprado todo lo que necesitaba y que podíamos, al fin, regresar. Luego de comer papá se la pasó mirando la televisión y durmiendo, particular atención dedicó al partido de su equipo predilecto, pero hasta ahí. La verdad es que no teníamos mucho de qué platicar más allá de los triviales detalles que ya habíamos compartido. A mí no me importaba saber cómo le iba en su trabajo ni qué planes tenía para arreglar la casa ni nada similar. Del mismo modo, aunque mamá toleraba un poco más mis alocadas ideas, también terminaba por apartarse. Afirmó que estaba cansada y tomó sus cosas para subir a su habitación, complacida por el poco tiempo que le había dedicado y en el cual había sido feliz, al menos humanamente. Cuando dieron las cinco de la tarde mi hermano bajó y comió. Estaba profundamente desvelado y aún le faltaba tarea para el día siguiente, aunque eso no impidió que me contase en qué andaba ahora.

–Papá siempre se queda dormido después de la comida y no despierta sino hasta muy noche, tras lo cual cena y se duerme nuevamente. Así pasa los fines de semana, realmente me agrada que descanse –comenzó por mencionar Ujamh, mientras cenaba.

–Supongo que está bien, aunque, a decir verdad, siempre quise que hiciera algo más que solo mirar el fútbol y conformarse con trabajar.

–Eso es porque esperas mucho de las personas, ¿no crees?

Reflexioné un poco su afirmación, y, aunque posiblemente estuviese en lo correcto, ¿qué maldita opción tenía? Muy probablemente no existía respuesta para ninguna de mis interrogantes, puesto que todo carecía de sentido. Pero, modo de extraño, me atormentaba a mí mismo tratando de hallar algo que diera sentido a lo que jamás lo tendría. Yo quería que las personas luchasen y diesen la contra a la decadencia, cosa que estaba absolutamente imposibilitado de realizar por cuenta propia, y todo era con el único objetivo de sentirme menos miserables en esta existencia absurda.

–Lo que dices podría ser cierto. Es lo que una vez, cuando me decidí a visitar a un psicólogo, afirmó también –contesté.

–Pues creo que entonces eres un gran optimista. Mis padres hablan de ti seguido, pero creo que ya se les está pasando esa sensación enfermiza de extrañarte todo el tiempo. Yo, por mi parte, he estado concentrado en mis estudios, los cuales basta decir que me ocupan casi todo el día. Pero, en mi poco tiempo libre, he emprendido una misión que quizá te agrade saber: el arte.

–¿Arte? Supongo que entonces te refieres a que has comenzado a pintar.

–En efecto. Al principio no estaba seguro, pero el tedio de la rutina me dejaba fastidiado, y, cuando una vez tomé un lápiz y un pedazo de papel, me pareció interesante plasmar mis sentimientos y emociones. Sin embargo –se detuvo y tragó un trozo de pan rancio que mamá usualmente compraba–, no es tan fácil como parece. La verdad es que amo el arte, pero no sé si tenga el talento y la determinación necesarios.

–Supongo que es un sacrificio que no muchos están dispuestos a hacer. Ya sabes, necesitas tiempo y dinero –mencioné tragando igualmente pan rancio–. Y lo de siempre: ¿para qué lo haces? De ninguna manera creería, menos en el mundo actual, que el arte, la literatura o la música están exentas de la decadencia y la corrupción que impera. Las personas jamás valorarán lo que hagas y, por lo tanto, es mejor no esforzarse por querer cambiar el mundo.

–Lo sé –replicó Ujamh tornándose ligeramente melancólico–. Pero yo creo que el mundo todavía puede cambiar. ¿Por qué no podría?

–Porque no quiere, así de sencillo. Es evidente que se puede, pero nada queda por hacer en una sociedad donde el cambio implica reconfigurarlo todo. Las personas no están listas, y nunca lo estarán, pues este sistema las ha programado y moldeado perfectamente. Por ende, si intentásemos ese despertar o cambio, solo terminaríamos locos o muertos.

–Bastante triste, aunque no sé sea del todo cierto.

–¿Por qué lo dudas?

–No sé, algo me dice que todavía debemos luchar por nuestros sueños.

–¿Crees que las personas de este mundo decadente todavía tienen algo por qué luchar? Es más, ¿crees que tienen sueños aún?

–Sí, naturalmente. Todos los tenemos, ¿no?

–Es extraño –insinué esbozando una sonrisa sardónica–. La verdad es que ya nadie tiene sueños, Ujamh. Basta con mirar a los habitantes de esta civilización y percatarse de que sus probables sueños les han sido implantados.

–¿Qué quieres decir con eso? ¿Es acaso que aceptas que en algún momento tuvimos sueños los humanos y luego…?

–Tal vez en algún momento de nuestra superflua existencia tuvimos sueños, metas, anhelos o lo más parecido. No obstante, conforme crecemos éstos son reemplazados por los principales elementos de la pseudorealidad, entendiendo este término como lo que nos han hecho creer como realidad, y entonces nos olvidamos de nuestras auténticas razones para continuar. Esto es, abandonamos lo más puro e intrínseco y, en su lugar, somos rellenados con cualquier cosa que se pueda comprar con dinero, o que tenga que ver con sexo, vicios, entretenimiento y la rutinaria y asquerosa vida que tantos padecemos. Me refiero a que, al crecer, van menguando esos deseos por trascender, pues vienen los hijos, el matrimonio, el trabajo y, sobre todo, el conformismo con la actualidad.

–Ya veo, suena interesante. Pero dime, ¿no crees que haya todavía algunos que sean diferentes?

–Es probable, pero son aniquilados antes de que puedan convertirse en un verdadero problema. Algunos son tomados como dementes y se les ridiculiza. Ya ves lo que ha pasado con los que han querido cambiar el mundo, nada bueno han obtenido sino la muerte. Y, ciertamente, este camino me parece mucho más sensato que seguir viviendo una vida que simple y sencillamente no quieres. ¿Cómo proseguir en este banal mundo cuando te sientes forzado a hacerlo? Y los sueños son un buen aliciente, incluso una excelsa argucia para luchar, pero llega el punto en que la pseudorealidad te vacía, te consume y te arroja a la nada como un pedazo de trapo viejo.

–Yo he sentido eso que dices, y, aunque sea absurdo, aún lucho. Tienes razón al decir que gran parte de la humanidad está sumida en la decadencia, pero ¿qué pasaría si nosotros también nos uniéramos a ellos?

–Nada, absolutamente nada, como tampoco cambiaría en nada el asunto si no lo hiciéramos. Escucha Ujamh, nosotros no cambiaremos el mundo. Y lo que necesitas entender es que no se trata de un asunto que tenga que ver con el poder, sino con el querer. Es inútil esparcir palabras de sabiduría entre sujetos tan sordos y tercos como los humanos, pues ostensiblemente ensuciarán las perlas que les arrojemos.

–¿Por qué lo harían? ¡Es una tontería entonces!

–¡No! En verdad lo harían, y la razón es tan sencilla y desconcertante. Lo harían porque esa es nuestra naturaleza como humanos: corromper, hacer guerras, añorar poder, buscar ser más que los demás, cometer cualquier acto que envilezca lo inmaculado. El humano jamás se sentirá satisfecho con la paz y la armonía, ¿no lo ves? Es imprescindible que haya conflictos, pobreza, miseria y avaricia, solo así es la forma en que seres como nosotros podemos sentirnos vivos. Lo que más destruye al mono también es lo que le proporciona la mayor ilusión de ser real y de tener sentido en este caos.

–Tal pareciera que lo único que tiene sentido en esta vida absurda es, entonces, la muerte –musitó Ujamh.

–Bueno, no lo sé. A final de cuentas, cada uno es libre de pensar lo que se le venga en gana y de obrar conforme a ello.

–Sí, y por eso se explica también la diversidad de religiones que existen, aunque ninguna sirva para cumplir con sus auténticos propósitos.

–Te equivocas –lo interrumpí mirándolo fijamente–, sí que lo cumplen.

–¿En serio? Pero ¿cómo?

–Pues estafando a aquellos borregos que adoctrinan para que paguen el diezmo y sirvan al señor con el cuento de que obtendrán la vida eterna. ¿No has colegido la gran estafa de las religiones? Siempre prometen cosas a futuro que ayudan a que la gente acepte su miseria actual, y se basan en cosas del pasado que ya nadie puede probar. Lo que me asombra es la caterva tan inmensa de monos que idolatran y defienden vigorosamente su supuesta fe. Es gracioso ver a los sacerdotes luciendo joyas y artefactos de oro cuando todos aquellos a los que dicen ayudar y a quienes se les promete el reino de los cielos continúan en la pobreza más extrema. Supongo que es parte de lo que considero la hipocresía del humano y su gran afición por hallar cualquier cosa para engañarse y otorgar su libertad.

–Bueno, eso de las religiones es más que evidente. Lo que yo estaría interesado en averiguar sería si dios realmente existe o no, independientemente de lo que sus peligrosos y enloquecidos seguidores pregonen.

–En ese caso –dije suspirando y acomodándome mejor en la silla tan incómoda que me habían pasado para que me sentase–, solo puedo cavilar que, si dios no existe, entonces cualquier cosa es posible.

–Si algo superior al humano, sea lo que sea, no existe, entonces nada tiene sentido.

–Pues digamos que solo de cierta manera. Si el humano se halla solo, sin ninguna influencia superior, entonces verdaderamente existe una gama infinita de opciones. Esto es lo mismo que decir que existe el libre albedrío y que el destino es solo una quimera, pues le otorga al humano todo el poder de la decisión y toda la responsabilidad por sus acciones, sean buenas o malvadas. Y, al mismo tiempo, implica una libertad escalofriante, una absoluta independencia de cualquier karma. Pero en estos terrenos el mono para nada se siente cómodo, pues le espanta su propia libertad, ya que ha sido acondicionado para adorar falsos dioses y aferrarse a las cadenas que lo limitan. De tal manera que esta grosera insinuación de libertad no hace sino amedrentar al humano y lo obliga a reconfigurarse en cualquier otro elemento de esta pseudorealidad. Por suerte, lo anterior es solo una posibilidad entre millones, pero, de ser cierta, ofrece una despreocupación eviterna, puesto que el humano puede obrar como le venga en gana sin preocuparse jamás por un castigo o remuneración. Si nada más allá existe, entonces no hay diferencia entre lo sublime y lo miserable, entre el bien y el mal. Bajo esta percepción entonces nada tiene el más mínimo sentido, pues terminará por ser irrelevante, y lo mismo da vivir en decadencia que en lucha, oponerse al sistema que formar parte de él. Finalmente, vivir y morir caen en lo mismo. Amar u odiar, ser o no ser, respirar o suicidarse, existir o no. ¿Qué importancia tiene al fin?

–Eso suena aterrador, pero no podemos descartar la posibilidad.

–Desde luego que no, aunque a la mayoría le cause molestia. No obstante, se debe a que todos están demasiado seguros del sentido que tienen sus vidas y nunca han tenido la más mínima duda que quiénes son realmente, o si el propósito al que tanto se aferran para continuar viviendo no es una mera entelequia. El mono mismo existe porque así lo cree ya que así se le ha inculcado. Así como también considera que esto es la vida, pero nada puede probar que tales concepciones sean absolutamente inequívocas, ni siquiera la ciencia, pues es demasiado humana. Digamos que a las personas se les encierra en una bandeja donde ya todo está sazonado, pero no pueden percatarse de los ingredientes utilizados, mucho menos de la preparación. Es bueno que los monos no se cuestionen, para no romper con los patrones establecidos debe ser así. Es incluso obsceno que intentemos juzgar y expresar lo que nuestra percepción nos sugiera como bueno o malo cuando nuestras herramientas más inmanentes nos son en el fondo tan ajenas. Así, nadie es ya él mismo. Tan solo somos las máscaras que la sociedad quiere que mostremos en determinados momentos y lugares para no quebrar las convenciones de una civilización en decadencia y con la mayor hipocresía glorificada.

–Ya veo. De cualquier manera, existen muchas teorías y ninguna ha logrado discernir la verdad, pues tal vez sea imposible en nuestro actual y precario estado evolutivo. Pero entonces ¿tú te consideras parte de la decadencia?

–Así es, no existe otra forma de sobrevivir.

–Y eso ¿no significa que te has rendido y que has abandonado tus sueños?

–En cierta medida sí, pero también significa que ya nada me interesa: todo me es indiferente. Así es como he llegado a ser lo que soy: solo un muerto viviente que, en cualquier instante, lo estará de verdad. En los momentos más controvertidos, en mi interior considero que la vida, o lo que sea esto, es tan efímera, y que muy probablemente yo ya he vivido más de lo que debería.

–¿Y crees que alguien a quien le da igual todo deja de ser humano? ¿Crees que sea malo vivir así?

–No sé, es raro. Supongo que cuando todo te da igual también implica que los sentimientos y las emociones se desvanecen por completo, y entonces solo queda una cosa por hacer: matarse.

–¿El suicidio?

–Exactamente. Solo experimentándolo es que quizá tendremos una vaga noción de la verdad, no antes, no ahora, y tal vez nunca.

–Eso me tiene triste. Pensar que todo es tan trivial y que moriremos en la irrelevancia.

–Pero tal vez sea lo más natural, y aunque la agonía y la tristeza sean tan alarmantes y avasallantes, lo único que es real es lo que no podemos ver. Supongo que es curioso, pero tengo más esperanzas de comenzar a vivir en la muerte que ahora mismo.

–Y ¿qué hay de Melisa? ¿No te ibas a casar con ella? ¿Qué pasó con su relación?

Por unos momentos mi mente se abstrajo totalmente en cuanto el nombre de Melisa fue pronunciado por los labios de Ujamh. De alguna manera, la imagen de su piel blanca y sus ojos azules me perseguía, sin mencionar aquellos cabellos despeinados y negros. Ni siquiera me acuerdo ya del sabor de sus besos, como tampoco me interesa ir a llorar a su tumba, pues ella está bien muerta y yo estoy mejor así. Creo que no podría ser un final más memorable. Todavía recordaba con una precisión magnífica el día en que me enteré de que ella había suicidado y lo que experimenté al leer aquella carta: nada. Sencillamente me daba lo mismo si vivía o moría, pero me alegré porque su condición fuese la segunda. Mayor fue mi sorpresa cuando me hallé al día siguiente follándome a las putas de la avenida Astraspheris. ¡Qué rápido había cambiado todo, yo en particular! Pero nada podía hacerse para evitarlo: algo había muerto en mí y había sido reemplazado por la indiferencia absoluta.

Y, aunque a veces no podía creer que me fuese tan indiferente la muerte de Melisa, comprendía entonces que el supuesto amor humano no estaba exento de la hipocresía y las formas aciagas de la mentira que tanto nos gusta lucir como máscaras, sean internas o externas. Desde ese día, cuando arrojé aquella esquela al basurero, supe que ningún humano podía verdaderamente llegar a amar o a considerar especial a otro, pues no estaba en nosotros albergar tales sentimientos, al menos no por mucho tiempo. Lo mejor para preservar intacto y puro el amor, y cualquier otro elemento según valioso, sería suicidarse antes de que éste muriera primero.

–Con respecto a Melisa, ella murió hace poco: se suicidó cuando lo nuestro acabó, pero fue lo mejor.

–¿Qué dices? ¡No lo creo! ¡Maldición, Lehnik!

Me divirtió tanto notar la expresión de Ujamh cuando escuchó de mi boca aquellas palabras con una tranquilidad grotesca. No me inmuté en lo más mínimo, pues, al contrario de las personas, quienes consideran a la muerte como algo que debía evitarse, yo creía que no existía algo más real y hermoso que el idílico momento del desenlace en este mundo cruel y miserable. Que alguien muriese me ocasionaba una inmensa felicidad. Sin embargo, sabía que Ujamh, mis padres y la gran mayoría desdeñaban mis concepciones por parecerles irrespetuosas e inhumanas, aunque, en el fondo, eran solo bagatelas. Dejé que Ujamh se calmara por cuenta propia, luego proseguí sin dar mayor importancia o detalles.

–Y sí, ella se suicidó. Se cortó las venas hace poco, creo. Me envió una carta su hermana Margaret, pero me pareció de lo más irrelevante.

–¿Una carta?

–Parecía una súplica para que asistiera al funeral de Melisa.

–¿En verdad no sentiste nada al leerla?

–Debo confesarte que me sentía tan cansado que me pareció molesto tener que perder mi tiempo con eso.

–Comprendo…

Luego de esto la plática culminó y cada uno guardó silencio. No sé por qué, pero antes de acostarme pensé que me producía una sensación de repugnancia extrema hallarme sentado ahí, tolerando las absurdas pláticas de mis padres y con deseos de desaparecer para siempre del mundo. ¿Por qué debía existir alguien como yo? Si era todo simple casualidad, como seguramente lo era, entonces maldecía el conjunto de elementos que hicieron posible mi existencia. De alguna manera me asqueaba la manera en que mi familia había decidido vivir y también que intentasen a toda costa que yo tuviese una vida normal como la de todo el mundo. Para nada me interesaba tener hijos, casarme, formar una familia y hacer todas esas estupideces que no son sino el resultado del moldeamiento al que desde pequeños nos vemos sometidos.

Por la mañana, después del desayuno donde mi padre habló de lo importante que era dios en la vida, me retiré con apuro. En realidad, no tenía nada qué hacer, pero quería estar solo. Necesitaba a mi soledad mucho más de lo que alguna vez llegué a necesitar a alguien. En fin, me retiraría a mi habitación en aquel repugnante condominio. Tal vez fuera a fornicar con alguna mujerzuela de la avenida Astraspheris, o quizá me la pasase todo el día echado en cama, deprimiéndome y a la vez torturándome con cuestionamientos irresolubles sobre la existencia. Era solo que no sabía ya cómo sentirme, pues experimentaba algo parecido a un hartazgo existencial extremo y a una melancólica desesperación que me taladraba el alma. La indiferencia absoluta era solo la mitad, era solo una máscara más, pero efectiva. Sin embargo, cuando estaba solo, podía ser yo mismo un poco más, pero solo un poco. Sí, era peligrosos ser uno mismo en sociedad. Bueno, todo era, al fin y al cabo, jodidamente intrascendente. Mi vida era una estupidez y yo era un maldito imbécil.

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El Extraño Mental


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