Es lo más adecuado para nuestro propio bienestar el no relacionarnos con nadie más allá de lo estrictamente indispensable, pues (casi) siempre las personas solo serán un estorbo o un impedimento en nuestro ya de por sí tortuoso camino hacia la libertad y la muerte. Difícilmente alguien, además de nosotros mismos, se interesará por nosotros de manera sincera y sin esperar algo a cambio. No podemos confiar en nadie, puesto que la humanidad es malvada en su más fundamental esencia y, sin importar el contexto, buscará siempre el beneficio propio a costa de quien sea. La soledad es nuestro único consuelo, porque solo ella brinda verdadera tranquilidad y su voz es más sagrada que cualquier humano discurso.
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Nuestro cuerpo y mente inclusive parecieran estar en constante conflicto, como si en realidad no pudieran jamás entenderse ni sincronizarse y cada uno quisiese algo distinto. Es casi como si hubiesen sido hechos para contradecirse todo el tiempo y como si hubiesen sido colocados juntos a propósito solo para ocasionar más dolor, agonía y desesperación a quienes los poseen; aún más de lo que la vida en sí misma contiene y simboliza.
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Es tan extraña y contradictoria la pestilente naturaleza humana que debería incluso sorprendernos nuestra recalcitrante ingenuidad al creer que conocemos bien a otros o incluso a nosotros mismos. La ignorancia es nuestro emblema e intentamos parapetarnos tras una fachada de racionalidad que no poseemos y que jamás será sino una patética ilusión.
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El gran problema del ser yace precisamente en la imperante necesidad de definirse y en la implacable ausencia de algo que lo defina contundentemente. Asimismo, surge un inmenso abismo en nuestras patéticas mentes al percatarnos de que nunca hemos tenido ni tendremos razón de ser más allá de cualquier trivial autoengaño o falsa creencia en la que decidamos depositar nuestras vanas y ridículas esperanzas.
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Así como una rosa se marchita tras múltiples descuidos hasta alcanzar su muerte, así mismo se marchitó nuestro amor trayéndonos consigo la muerte mental y el olvido eterno. Acaso fue lo mejor habernos colgado el mismo día tras nuestra trágica ruptura, no lo sé. Sin embargo, realmente no hubiera podido seguir adelante sin ti en una vida que siempre detesté y supongo que tú tampoco. Me alegra, al menos, haber podido compartir tan efímero lapso a tu lado y, desde luego, haber tenido la dicha de balancearme bajo el mismo árbol que tu cuerpo fríamente hermoso y ensangrentado.
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El Réquiem del Vacío