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El Réquiem del Vacío 17

Cuando tomamos la decisión de alejarnos de todo y de todos, nos damos cuenta de que, en realidad, nunca hemos necesitado de nada ni de nadie para sobrevivir. Tales instantes, aunque algo abrumadores, son también demasiado liberadores. Nos enseñan, de hecho, que a nadie le importamos y que nadie debería de importarnos tampoco. Pero, más importante todavía, nos sugieren que nuestra muerte debería acelerarse y, de ser posible, propiciarse. ¿Qué nos mantiene aquí? ¿Qué nos hace no marcharnos definitivamente? ¿Es solo miedo, cobardía o incertidumbre? ¿Es solo que amamos tanto nuestras mentiras como para renunciar a ellas por cuenta propia? ¿O es que nos odiamos y lastimamos tanto como para pretender existir todavía por un largo tiempo?

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No vale realmente la pena conocer a nadie, ya que no será diferente del resto de miserables monos. Pues ciertamente, si lo fuera, seguramente ya no estaría con vida. Todo aquel que se diga diferente y ajeno al fatal discurso del mundo irremediablemente tendrá que enloquecer o suicidarse. Si no, seguramente se tratará de un mentiroso más; de otro hipócrita consumado y cegado por la banalidad de las cosas que, en apariencia, se cree libre e iluminado.

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Podemos intentar ser libres, aunque bien sabemos que se tratará solo de una ilusión más. Entonces ¿para qué luchar por ello? ¿Para qué ir en contra de un sistema que está diseñado exclusivamente para esclavizar nuestras mentes? Incluso, aquello que creamos que va en su contra, no será sino parte integral del mismo. Así de lamentable es el panorama actual donde esforzarse es más bien el acto de un terco, ya que la única posible salvación y, por ende, libertad asequible no podría ser otra sino la muerte. ¿Qué más podríamos hacer que no sea añorarla, desearla y amarla por encima de todo? ¡Y qué si los demás nos llaman locos por ello! ¡Y qué si los demás nos repugnan por ello! ¡Y qué si los demás nos insultan por ello! La opinión de sabandijas como ellos, ¿es que acaso significa lo más mínimo para nosotros los poetas-filósofos del caos quienes no vemos nada de bueno en seguir respirando?

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Tal vez era solo que yo no había sido hecho para las cosas de este mundo, ni para las de ninguno. Era solo que todo aquí me enfermaba, me asqueaba, me repugnaba y me aburría. Aquello por lo que tantos otros más se esforzaban, para mí carecía de todo sentido. Todo lo material, lo económico y lo terrenal no tenían ningún valor a mis ojos. Las personas por igual, meros esclavos mentales. Y cada vez todo iba de mal en peor; hasta hacerme entender que, si no me quitaba la vida pronto, irremediablemente terminaría por volverme loco. ¡Cuán vacías eran las marionetas que me rodeaban! ¡Cuán decepcionante era su funesta manera de pensar, de sentir y de percibir! Ya no tengo ninguna duda: todo lo humano debe fenecer en el apocalipsis de la sempiterna devastación.

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La luz que emanaba de tu ser era lo único que me protegía de las sombras de la muerte. Tus cristalinos ojos verdes eran mi única razón para seguir respirando, pero ahora se han apagado para siempre. Ya jamás volverá a resplandecer ese peculiar brillo que tanto adoraba en tu acendrada mirada ni jamás volverá tu maravillosa sonrisa a alegrar otro triste amanecer de invierno. Supongo que este es el fin, aunque me cuesta tanto aceptar que nunca volveré a escuchar tu voz. Debo volver a mi habitación y embriagarme, pues es lo que hago cada noche después de llorar todo el día junto a tu tumba. Debo ir a ver a un psiquiatra o tal vez a un brujo, no sé qué sea más efectivo. Lo único que quiero es que terminen ya las pesadillas y que el recuerdo de esos días a tu lado se evapore hasta que tenga el valor de colgarme, tal y como tú lo hiciste…

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Ojalá que exista esperanza alguna para los demás, pues para mí ya no. Para un fracasado como yo, ciertamente, todo ha terminado y lo único que resta es tomar el revolver y usarlo en mi cabeza. Nunca hubo nada, de hecho. Siempre pretendí ser alguien que no era y ver una realidad que no existía. ¡Qué patético fue siempre todo, tan falso e irreal! Ahora, mientras sostengo el arma y apunto a mi cien, no puedo sino sonreír, suspirar y llorar mientras reflexiono sobre mi vida y el gran desperdicio y absoluta pérdida de tiempo que siempre fue. Pero ya la muerte me dará la razón o me abofeteará implacablemente; de cualquier manera, a ella debo ir de inmediato y contarle cada uno de mis tristes desvaríos y aciagos deleites.

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El Réquiem del Vacío


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