Precisamente el gran problema era siempre ese: que yo ya existía. Me gustara o no, lo odiara o no, me divirtiera o no, me deprimiera o no… Al fin y al cabo, no tenía importancia ya; puesto que no había estado en mis manos la decisión de existir, sino que simplemente un día tuve consciencia de mí y de mi entorno. Y entonces fue ahí donde comenzó el verdadero calvario, cuando mis perspectivas trascendieron lo inculcado y mi tormento fue más evidente que nunca. El lúgubre malestar y la sórdida amargura que desde entonces me han cobijado cada delirante madrugada no parecen estar cerca de su fin, en especial ahora que tus labios ya nunca volverán a estrellarse místicamente contra los míos. En verdad, creo que te quise demasiado; acaso hasta podría decirse que llegué a amarte con una fuerza más allá de lo divino… Lamento tanto que las cosas hayan terminado de la peor manera, que nuestras almas contritas y nuestros corazones atormentados no puedan volver a sincronizarse con esa perfección inaudita que solo surgía cuando nos tomábamos de la mano y me jalabas los cabellos. ¡Oh, yo sentía desfallecer entonces! ¡Oh, qué idílica me parecía tu inefable sonrisa! Tu rostro encerraba ese halo de extraña espiritualidad en cuyos surcos y facciones creía yo vislumbrar mi sombrío destino, aquel murmullo de sublimidad adimensional que me hacía retornar a ti más allá de mi triste ocaso. Desde entonces, no he vuelto a sentir algo mínimamente similar con nadie más y la verdad es que no me interesa. Prefiero hundirme en mi soledad, mi melancolía y mis memorias apocalípticas contigo. Prefiero, ciertamente, embriagarme toda la noche con el fantasma de tu cuerpo, tu boca y tus caricias antes que despertar con alguien que no seas tú y solo tú. Mi eterno e imposible amor, quizás te amaré a mi manera incluso más allá de la muerte; incluso más allá de los rincones menos horadados donde la eternidad y el caos se funden en una metamorfosis solo comparable a cuando yo me hallaba atrapado entre tus delirantes y exóticas piernas incandescentes.
*
Lo mejor es no creer ni aferrarse a nada, ya que precisamente nada es lo que somos, lo que nos espera tras esta vida absurda y de donde hemos surgido estúpidamente para sufrir y luego morir. ¿Qué otra cosa podría aguardarnos sino horrores y malestares más allá de nuestra patética imaginación? Ya ha quedado bastante claro que las cosas, ciertamente, pueden ponerse mucho peor de lo que ya están; que nuestra ridícula existencia puede volverse un infierno mucho más aciago y terrible de lo que podríamos suponer. ¿Qué nos queda entonces? ¿Rezar? ¿Llorar? ¿Matarnos? O quizá solo lamentarnos por haber tenido la fatal mala suerte de haber nacido en este mundo ruin y depravado… No elegimos venir aquí, tampoco ser humanos; mas aquí estamos y siendo demasiado humanos. Parece que, más allá de todas las fútiles creencias y caóticas ideologías que podamos adoptar, únicamente el silencio y el sinsentido vendrán a arroparnos esta noche de muerte inminente. ¡Ojalá que así sea! ¡Ojalá que ya no volvamos a contemplar otro nefando amanecer en este plano de grotesca y sempiterna estupidez! ¡Qué horripilante es volver a la deprimente pseudorealidad que cada vez nos desfragmenta más profunda y dolorosamente! No podemos hacer nada, empero, solo ser arrastrados irremediablemente por ese cruento torbellino de agonía inmanente con la esperanza de desvanecernos por completo tan pronto como sea posible.
*
La verdadera tragedia no era morir, sino haber vivido tantos años sin nunca haber podido suicidarnos. Pues en este tragicómico teatro de la existencia humana, no tengo la menor duda de que matarse es lo que los dioses querrían de nosotros. La muerte es nuestro irremediable destino, llegará tarde o temprano sin importar cuánto luchemos o nos opongamos. Alucinar con lograr algo en la vida o perpetuarse en ella es equivalente a cegarse ante la cruda realidad de los hechos. Incluso el tiempo está en nuestra contra, incluso esa supuesta y trágica quimera parece apabullarnos con su inminente insistencia y presión lúgubre. ¿Quiénes somos nosotros? Meros peones de la irrelevancia extrema, títeres cuya felicidad está siempre siendo opacada por el engranaje siniestro que es la pseudorealidad. ¿Merecemos entonces ser libres, saber la verdad y sonreír ante la desgracia máxima? Eso lo dejo al criterio de cada uno, eso es algo para lo cual, supongo, nadie podrá tener una respuesta definitiva que ahogue cada desvarío producto de la más vomitiva subjetividad. ¡Qué cobardes y mentirosos somos! ¡Cuánto nos fascina todavía deslizarnos por ese tobogán de ignominia y falacias sonrientes! Amamos la muerte, pero somos adictos a la vida; y, en tanto haya la más mínima pizca de decadencia o placer por experimentar, seguiremos perdiéndonos a nosotros mismos y difuminando nuestra esencia en los más sórdidos y brumosos hechizos de la pseudorealidad. La batalla está ya perdida, el mundo está ya perdido y, tal parece, nosotros estamos también ya perdidos. No es posible volver a aquel estado de inconsciencia, entonces no queda de otra sino sufrir el infierno espiritual producto de haber desgarrado imprudentemente el aciago velo que, irónicamente, nos protegía de mirar de frente el insondable abismo de nuestra alma atormentada y endemoniada.
*
Mi obsesión con la muerte y mi fascinación por el suicidio solamente han sido propiciados y alimentados por el inmanente e incuantificable odio que siento hacia las personas, el mundo, la vida y mi propia persona. Por mucho tiempo intenté amarme y también al prójimo, pero esto solamente me llevó a un estado de depresión y angustia como nunca lo había creído posible. Entonces, poco a poco, me di cuenta de que las personas eran una basura y el mundo un teatro de lo más absurdo e impertinente. El problema, en esencia, consistía en que no había realmente nada qué salvar, sino todo por destruir. Mientras los humanos no pudieran contemplar la multiplicidad de perspectivas cuya vehemente convergencia se parece demasiado a la insania de los dioses, nada cambiaría ni mejoraría. Cada uno buscaría algo de lo cual servirse para justificar su sempiterna inmundicia y para desacreditar las creencias ajenas, tachándolas de erróneas concepciones. Y, quienes siempre salían ganando en todo este ominoso choque, no eran otros sino las élites que esparcían toda clase de creencias, ideologías y perspectivas con tal de mantener a las masas entretenidas y en constante conflicto. Esta estrategia funesta había sido utilizada desde tiempos inmemoriales por el poder en turno y sus nefandos integrantes en un desesperado intento por aferrarse a algo que, en breve, se esfumaría como todo elemento mortal y alejado de lo divino. ¿De qué servía ostentar poder en un plano donde solamente el cambio y la intrascendencia lo gobernaban todo? Ellos jamás lo entenderían y continuarían haciendo de esto un pandemónium a la medida para monos adictos a los placeres e impulsos más irreales y vacíos.
*
Quizás antes hubo cosas que podían salvarnos, pero actualmente, y de aquí en adelante, toda la humanidad está condenada a sucumbir ante las élites y ante sus propios vicios e impulsos. El mundo se convertirá en una broma, más de lo que ya lo es. Y cualquiera que prefiera la vida sobre la muerte no será sino un completo imbécil, tal y como nosotros. El resplandor del sol nos ha iluminado con majestuosa sublimidad, pero hemos preferido huir a las catacumbas donde nuestra ruindad y decadencia mejor nos cobijan. Somos seres demasiado débiles y efímeros, experimentando una realidad tridimensional que sería mejor destruir. Mas no está en nuestras manos tal poder; de hecho, casi nada nos pertenece ni nos concierne. Lamentos de amargura son lo único que podemos proferir en nuestra cruenta y avasallante desesperación existencial, misma que nos consume infernalmente en aquellas noches donde la soledad es nuestro emblema menos mundano. Nosotros no tenemos a nadie ni tampoco nada por lo cual seguir adelante, puesto que hemos rechazado de antemano todas las argucias y quimeras que pudieran volver a atraparnos trágicamente en la imperante vorágine donde sucumbe la humanidad entera. ¿Qué nos haría diferentes a nosotros? Quizás, en el fondo, somos aún más patéticos, viles y decadentes que todo aquello que en el exterior tanto condenamos y rechazamos una y otra vez. Nos cobijamos detrás de doctrinas irrelevantes e ideologías funestas, pero, al fin y al cabo, no somos sino infames cómplices de la atroz y pestilente pseudorealidad.
***
El Réquiem del Vacío