El último réquiem suena ya y es tristeza infinita lo que anuncia. En este nublado y lluvioso día, hace ya tantas tardes atrás, te marchaste sin dejar huella alguna y dejaste en mí esta herida de muerte que no ha sanado desde entonces. Aún recuerdo tus sutiles caminatas por aquella habitación de los sillones rojos, y ¿cómo olvidar las sinfonías que tocabas en el piano mientras yo escribía poesía suicida? Son tantos los recuerdos, tantas las memorias de aquellos mágicos días donde podíamos contrarrestar el absurdo con tan solo unir nuestras miradas y dejar que nuestras lenguas jugaran un atrevido juego que terminaba siempre en la cama. Eso sí que era algo interesante; algo que, entonces, tenía sentido. Fue bueno haberlo compartido contigo, fue espectacular haber perdido mi juventud a tu lado, haber desperdiciado mi vida junto a la tuya. Jamás me arrepentiré de todos los momentos que compartimos, aunque bien sé que todo eso ahora no es sino polvo y vacío.
Y, entre toda esa magia, jamás nos percatamos del peligro en el que nos poníamos, del fuego tan devastador que, indudablemente, llegaría para pulverizar nuestra supuesta felicidad. Fue un golpe demasiado fuerte, tanto que no pude resistirlo sin recurrir al alcoholismo, sin perderme en una botella tras otra. Y así es como ha sido mi vida desde entonces, solo una tragedia más de un alma rota, de un corazón doblegado por los impulsos del destino. No fue la misericordia la que se nos presentó y nuestra escasa alegría terminó por esfumarse aquel triste día. Yo estaba tan melancólico que en otras piernas busqué compañía, pero jamás encontré lo que tú me ofrecías. Y, aunque a veces no sabía si realmente me querías, aceptaba todas tus condiciones porque yo a ti sí te quería. Acepté cada humillación y cada mala palabra que tu boca sobre mí escupía, ¡vaya locura! Lo hice tan solo porque esperaba que algún día pudieras darte cuenta de que, como yo, nunca nadie te amaría.
Pero ahora ni siquiera merezco mirarme en ese purificador espejo, pues me doy asco. Me parece una blasfemia saber en lo que me he convertido y cómo he desperdiciado mi vida. He tratado mal a las personas que me querían y bien a alguna que otra prostituta. He asistido a bailes obscenos con la falsa esperanza de encontrar un temporal refugio en la boca de alguna jovencita despistada. He vaciado las copas de muchas tabernas implorando siempre un poco de compasión para mi atormentado espíritu, para mi humanidad repulsiva. Y no, sé que en ninguna circunstancia habrías querido verme de este modo, tan hundido en la miseria existencial, tan abatido por tanta oscuridad, tan carcomido por dentro y por fuera. Pero ¿sabes? Jamás he vuelto a escribir un solo verso desde ese fúnebre día. A veces las paredes parecen susurrarme tu nombre y las nubes formar tu rostro, ¡qué locura! Y sí, lo admito, aunque nunca me amaste, yo a ti sí y mucho; y en verdad creo que jamás superaré tu muerte.
***
Caótico Enloquecer