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Encanto Suicida 06

Quizá la ilusión del amor sea solo una trastornada y triste percepción de la intrascendencia humana que se perpetúa en nuestra acondicionada consciencia. Vivimos soñando con momentos y situaciones que difícilmente llegan; y, si lo hacen, demasiado pronto se tornan insulsas y nos dejan con un infinito malestar. Lo conseguido sabe muy bien por muy poco tiempo, pero nunca el suficiente para compensar el tortuoso deseo de la búsqueda incesante. De ahí el origen y el destino de todo nuestro sufrimiento, de este ciclo execrable en el que se destruye y resurge constantemente la especie humana: desear, conseguir, aburrirse y volver a desear. Y así sucesivamente hasta la muerte, hasta que nuestra alma sea conminada al precipicio donde ya ningún deseo puede tomar forma o tener sabor alguno. ¡Qué horrible es la naturaleza humana! Verdaderamente quien la diseñó debió de haberse suicidado solo instantes después de tan contradictoria y vomitiva creación.

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Tener sexo con la mayor cantidad de personas posible era la mayor fuente de admiración y triunfo en este horroroso y cerval mundo, lo máximo a lo que podía aspirar el mono parlante en su miserable y vil existencia. La corrupción que se parapeta en este comportamiento totalmente denigrante es solo muestra de lo que reverbera en la putrefacta esencia del individuo. Somos todos unos malditos cerdos, trastornados sexuales dominados por sus más ignominiosos impulsos y vicios, pero que pretenden no serlo y se enmascaran detrás de doctrinas funestas y sermones virtuosos. La lujuria y la decadencia, empero, sobresalen en nosotros con desmedida naturalidad. ¿Por qué nos empeñamos en negar nuestra inmanente oscuridad? ¿Por qué nos cuesta tanto abrazar a nuestra sombra? ¿Acaso porque ciertos personajes e ideologías nos han adoctrinado para vivir reprimidos y deprimidos aún más de lo normal?

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Siempre será mucho más gratificante y satisfactorio proveernos de un placer que intentar brindárselo a otro. De ahí que el acto sexual con una persona jamás pueda igualar en intensidad y frenesí al de la masturbación. Cuando estamos solos podemos ser nosotros mismos y deleitarnos sin prejuicios ni tener que ajustarnos a lo que otro impone. No comprendo cuál es la eterna e imperdonable obsesión del ser por el triste acto de la fornicación, cuando esto en sí denota únicamente los designios de la naturaleza por perpetuarse. Quizá si nos amáramos un poco más, podríamos vislumbrar lo absurdo de tal intercambio de fluidos y, en su lugar, comenzaríamos a hacernos el amor a nosotros mismos y entenderíamos la magia de incomparable fulgor detrás de ello. Pero no, todavía creemos en las mentiras del mundo; todavía añoramos el calor y la compañía de otro ser que, ciertamente, no nos ofrecerá nada interesante más allá del lóbrego acto carnal.

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La imposibilidad del ser para plantarse frente a sus impulsos e intentar desapegarse de una vida enfermiza no es sino la imprescindible marca de la sociedad actual. El constante anhelo por lo más insignificante y efímero es lo que impera en la existencia del mono parlante, de esa criatura tan ruin y abyecta que no puede permanecer más de unos cuántos minutos sin abrir el hocico para esparcir alguna estupidez. ¿Sería acaso más adecuado torturarlos y bañarnos con su sangre hasta eyacular sobre sus cerebros esparcidos? ¿O sería mejor devorar sus corazones y, con ello, purificar la inmundicia de sus almas? No, mejor será dejarlos en paz. No vale la pena malgastar tiempo en esos pobres títeres de la irrelevancia máxima; su triste y miserable destino ya ha sido dictado. ¡Vayámonos muy lejos, lejos de su execrable esencia humana y de todos sus sórdidos conceptos e ideologías! Pronto todo habrá terminado, tanto para ellos como para nosotros; mas el momento culminante antes del sempiterno final estará a años luz de ser el mismo entre ellos y nosotros.

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El ser es demasiado terco en sus vanos intentos por contrarrestar su carencia de sentido, pues aún trata, desesperadamente, de encontrar un antídoto en el sexo y el amor; y, a veces, en su tonto delirio, incluso cree tener ambos, sin saber lo lejano que se encuentra de la más mínima expresión afectiva o íntima. Pareciera que humanidad y sabiduría son entonces dos términos opuestos, pero en realidad se trata de una escalera hacia la integración total. Incluso el ignorante más agobiado podría, con el paso del tiempo, volverse un genio o un maestro. La voluntad simplemente está ahí, esperando a ser descubierta por seres tan idiotas como nosotros que preferimos siempre nimios placeres y bienes materiales a cambio de nuestro tiempo, energía y espíritu.

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Encanto Suicida


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