En su miseria, el mono ignorará las funestas concepciones que lo han moldeado y creerá como propio todo aquello que le ha sido implantado del modo más sutil y horrendo; buscará, asimismo, sentirse superior a su acondicionamiento inicial para creer en una libertad y justicia que tan lejanas se hallan de su inferioridad mental. Tal es el juego del que no podemos huir sin importar cuánto tratemos, cuánto deliremos con paraísos terrenales o consuelos demasiado efímeros. Nuestro único error fue haber nacido y seguir existiendo será el suicidio de nuestro destino, el cual ya era de por sí melancolía pura. Supongo que entonces es mejor vivir engañado, volverse fanático de alguna doctrina anticuada o pasarse los días brutalmente ebrio en una taberna rodeado de mujerzuelas. El resultado, al fin y al cabo, será el mismo: una tumba sin flores y sin recuerdos que valgan la pena.
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Cualquier cosa es sexualmente posible si se encierra a cualesquiera individuos en un cuarto y se les somete a condiciones determinadas de estrés y sumisión donde se entrelacen los conceptos de placer y suicidio. No importa la combinación de la que se trate: madre e hijo, padre e hija, hermano y hermana, etc. Basta con establecer los estímulos y condiciones adecuadas para que la endeble moral de cada persona se vea amenazada y destruida al instante. Cualquiera puede fornicar con cualquiera sin importa relación o parentesco, y esto es lo que nos recuerda la esencia animal en nosotros que tanto se busca omitir con todo tipo de falsas doctrinas o ideologías obsoletas. Creer que al final imperará en nosotros la parte racional, lógica o espiritual es un cuento demasiado viejo, una fábula para tontos que no han tenido suficiente de sus propias argucias. La existencia, el ser y toda su vida es una acto puramente irracional, emocional y caótico; orquestado por la desesperación de existir y ese irrefrenable deseo sexual que siempre lo terminará conquistando sin importar cuánto luche o pretenda disfrazarse de santo, asceta o cualquier idiotez similar.
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Todos somos bisexuales, que de eso no quede la menor duda. La diferencia radica en qué tanto de nosotros ha sido influenciado de mejor manera por aquello que es socialmente aceptable. No existe un patrón establecido en cuanto a las preferencias que pueda tener una persona hacia otros y su atracción. Únicamente la biología nos diferencia, pero no nos define en términos de un ser integral. Cada cual está en su derecho de seguir el camino que le ha sido trazado o de rechazarlo con vehemencia y definirse a sí mismo como mejor le plazca. La existencia ya es en sí misma una sórdida imposición, que no lo sea también nuestra sexualidad. Si de ahí alguien decide hacer de la libertad el libertinaje, que también responde por ello con su propia sangre o la culpa moral que de ello se pueda originar. Pero que quede claro: la bisexualidad, a mi modo de ver las cosas, es el estado natural del alma. Y que se vayan al diablo todos aquellos que, partiendo de religiones y sus estúpidas enseñanzas, buscan encasillar al ser dentro de sus arcaicas y horribles concepciones.
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Conforme el ser se libera de las asquerosas construcciones que le han sido implantadas para soportar la gran falacia que es la vida, comprenderá paulatinamente que no existe mayor placer sexual que la masturbación. ¡Qué horrible acto aquel de hacer a otro cómplice de nuestro deleite más íntimo! Debería ser un sacrilegio que el acto sexual se piense siempre como la unión de dos seres que engendrarán un tercero; eso no es sino una de las mayores tonterías del siglo pasado y aún del actual. El ser tiene todo en sí mismo para irse al diablo o para rozar lo divino; incluso en términos carnales está más que completo. Lo que quiero decir es que, más allá del sexo, seguramente no hay algo lo bastante significativo como para que dos personas deseen soportarse por más de unas cuántas noches. Esto lo comprenden muy bien las mujeres más hermosas que existen: las prostitutas. Y también de esto algo saben los poetas, puesto que la tragedia y la soledad casi siempre son sus musas tras una madrugada de desenfreno espiritual.
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Indudablemente, el peor y más superfluo error del mono es su existencia misma y la nauseabunda desesperación con que busca perpetuarla. Resulta incluso indecente la terquedad que fluye por sus vomitivas entrañas, el tragicómico deseo por procrear y hacer a otros partícipes de su imperdonable sufrimiento. Tal vez ese y solo ese sea el único pecado que cometemos en realidad: brindarle a otro ser la horrible experiencia de la vida. ¿Qué sería del mono, empero, sin que esto nublara su juicio todo el tiempo? Se convertiría quizás en un dios o en un asesino, o ambos a la vez.
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Encanto Suicida