El tiempo entre nosotros se esfumó, al igual que la extraña magia que centelleaba en el cielo sempiterno de nuestros tristes corazones. Algo en el interior se desgarró, se quebró en mil pedazos y tal suceso era algo irreparable… Nuestro amor había muerto aquella noche, y también tú y yo lo haríamos algún día. Tal era el destino de todo lo humano, de toda creación imperfecta regida por el caos y la locura divina. Quizás habría sido mejor jamás habernos conocido, jamás haber experimentado nada de esto y ni siquiera haber existido. Ahora no hay vuelta atrás, ahora solo queda ahogarse en llanto y embriagarse con la fúnebre soledad que a partir de este momento se cernirá sobre mí como la sombra de todos nuestros recuerdos marchitos.
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En el instante en que te vi por vez primera, experimenté una profunda contradicción interna: quería correr hacia ti, adorarte, contemplarte, consumirte y amarte. Pero, por otro lado, una parte de mí prefería pasar de largo y hacer como si nunca te hubiese visto… Y lo prefería así porque sabía, con una especie de infernal certeza, que todo amor en esta realidad está destinado a morir demasiado pronto. Y yo no quería eso contigo, lo que yo quería era amarte por la eternidad; amarte hasta que el último latido de mi corazón fuese proferido. Entonces prefería amarte solo en mi mente, solo en mis adentros… Porque si mi fatal atracción hacia ti se materializase, lo más seguro es que todo terminase del modo más trágico posible.
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Siempre fue demasiado tarde para mí, demasiado tarde para todo… Demasiado tarde para volver a buscarte, para tratar de encontrarme, salvarme y amarme… Pero, sobre todo, siempre fue demasiado tarde para suicidarme.
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Te dejé ir, pero justo eso fue lo mejor… Porque cuando te fuiste tuve la oportunidad de comenzar a amar a alguien más, alguien que sí estaría conmigo incondicionalmente y que jamás me abandonaría; alguien a quien siempre tuve en las sombras y a quien siempre negué mi amor: a mí mismo. Entonces y solo entonces descubrí cuán engañado estuve, pues verdaderamente el ser tiene dentro todo lo necesario para hacer de su existencia un cielo o un infierno. Nadie debería tener este poder sobre nosotros y, sin embargo, ¡con qué facilidad nos entregamos a personas que, casi siempre, solo nos destruirán y desfragmentarán aún más que la vida misma!
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¿Qué es la esperanza sino aquel humano desvarío mediante el cual nos convencemos, una y otra vez, de seguir haciendo lo mismo y de seguir hundiéndonos cada vez más en una falacia de la cual simplemente no concebimos cómo escapar? No solo la esperanza prolonga nuestro eterno tormento, sino que lo eleva más allá de nuestra limitada capacidad y nos hace alucinar con todo tipo de ensoñaciones fuera de la realidad. Porque solo esto puede consolar al ser dentro de su infernal verdad: añorar reinos en los cielos donde pueda ser amado por una invención suya llamada Dios ante la cual estará más que satisfecho de humillarse y renunciar a su propia individualidad. El mono es aún demasiado infantil y torpe; tanto que hasta pareciera que todos estos siglos no han sido sino el preámbulo de su auténtico descenso a la extrema ignorancia y la más sombría insustancialidad. Ahora es cuando comienza el calvario supremo, ese que tanto se ha buscado evadir mediante todo tipo de ridículas estratagemas: el de hacerse responsable de la libertad que por derecho nos pertenece; y hacer de esta, a su vez, nuestra única fe. Claro que la humanidad, esta raza inferior y adoctrinada, hará todo lo contrario. Mas espero que algunos cuantos aún añoren superarse a sí mismos y estén lo suficientemente asqueados de las mentiras de este mundo (y de cualquier otro) como para intentar ser ellos mismos por última vez en la finitud de sus almas laceradas.
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Encanto Suicida