Evidentemente le molestaba su apariencia física, por lo cual seguramente, siempre que podía, se encargaba de denigrar a las personas que concedían excesiva importancia a la belleza terrenal, sabiéndose él mismo horrible y calvo prematuro. También colegí, por sus ojos negros y desorbitados, que no dormía bien y que odiaba a sus padres por haberle otorgado la vida, ya que jamás aceptaba una corrección o halagaba una idea que no fuese propia. Era un misántropo, un narcisista y un impaciente recalcitrante, incapaz de apreciar sus propios errores y exhibiendo una singular habilidad para despojarse de su maldad y percibirla cayendo a chorros en sus semejantes. Lo que no podía negar era su intelectualidad, pues, aunque era un sujeto absorto en los números y las fórmulas, de esos que nada saben del arte ni de la poesía, me pareció interesante el hambre de conocimiento que perseguía, especialmente en aquellas pláticas con sus compañeros juerguistas de copas en esa maldita taberna donde yo estaba enclaustrado.
–No se trata de eso, Komar; en verdad que no –declaró sonriente Volmta, con su tez morena y sus ojos pequeños.
–Siempre crees que todo es contra ti, por eso jamás evolucionarás –recalcó Piji con sus pringosas mejillas y rascándose la espalda.
–Las personas son, en general, estúpidas –continúo Volmta–. Todos suelen fingir muy bien y aparentar lo que no son. Algunos, por ejemplo, me reclaman que me pase en la taberna todos los días, que mire el fútbol los fines de semana, que me hunda en el ateísmo y la prostitución o que coma como un cerdo. Entonces reflexiono y me doy cuenta de que esto no significa nada puesto que proviene de personas inferiores a mí, igualmente ahítas de vicios mucho peores y sin la capacidad de analizarse a sí mismos. Pero así es el humano, tiene una habilidad innata para hallar lo que está mal en el prójimo, aunque él esté mucho peor. De lo más sobresaliente que podría mencionar en la naturaleza humana sería el gusto por la vida ajena, ese incesante morbo y anhelo de chismes, esa infatigable sensación de querer enterarse de todo acto acontecido en la vida privada de aquellos a nuestro alrededor. Por eso me burlo cuando alguien critica mis prácticas más banales, porque sé que ellos son mil veces mucho peor, aunque intenten darse abluciones de pureza mediante su absurda religión o su supuesta intelectualidad. En el fondo, es casi nimia la cantidad de personas que han logrado vencer su humanidad, y menor aún aquella que puede ser sincera y no mentir ni ser hipócrita. Esa es solo mi percepción, lo que creo acerca del mundo, y es parte fundamental de este pesimismo que me ataca cuando miro en lo que hemos caído, en lo que ha convergido nuestra existencia. Estamos aquí, sentados y briagos en esta repugnante taberna, pero sabiendo que no existe ninguna diferencia entre nosotros y aquellos que, de rodillas, imploran súplicas a la imagen de un sujeto clavado en una cruz o meditando, o de aquellos que se pierden entre libros y excentricidades de otra clase. Por eso dudo que esto cambie, porque todos podemos hacer lo que nos venga en gana, como bien dicen, pero, por desgracia, estamos muy corrompidos para poder ejercer esa magnánima libertad, la cual nos oprime y nos impele a caer en los vicios y la depravación, por ser incapaces de apreciar la sublimidad que podríamos alcanzar. En cuanto al hecho de poner escuelas y hospitales, lo cual irremediablemente conlleva a hablar de pobreza, injusticia, miseria y demás elementos que inexplicablemente continúan imperando en nuestra moderna sociedad, creo que es darle vueltas a un asunto cuyo entendimiento es inmediato: hay humanos a cuyos intereses conviene toda esta miseria y decadencia. No entraré en temáticas de conspiración ni hablaré de banqueros, empresarios y demás basura terrenal, solo creo que, en tanto el humano siga siendo demasiado humano, nada cambiará realmente. Puede haber sectas, líderes, corrientes oscuras y demás que intenten esclavizarnos y adoctrinarnos con tantas distracciones, siendo una de ellas lo que hacemos ahora, pero eso tampoco es fundamental. El humano debe superarse a sí mismo, lo cual parece cada vez más lejano, para entonces poder su mundo cambiar. No me hagan mucho caso, pero creo que he perdido la fe en la humanidad. No creo que esto cambie más allá de lo que la determinación y la voluntad puedan desarrollar en lo terrenal, pues el aspecto espiritual todavía está a años luz de nuestra decadente y perturbada mentalidad.
–Lo que pasa es que eres un nihilista, por eso tiene esa percepción –atajó Piji, cuya resistencia para beber me pareció descomunal, aunque luego pensé que era común entre asiduos concurrentes de tabernas.
–¿Nihilista? ¡Je, je, je! –rio desenfrenadamente Volmta, mostrando una sonrisa cuya faceta me pareció definitivamente familiar–. No lo creo así, ese tipo de etiquetas no van conmigo.
–Bueno, el que una etiqueta no vaya contigo no significa que no te defina.
–La sociedad suele inventarse ese tipo de cosas solo por diversión, para hacer que las personas se sientan identificadas con algo y no se suiciden a muy temprana edad al discernir la imperante vacuidad de la existencia.
–Lo ves, eres un nihilista a todas luces –insistió nuevamente Piji, al que parecía divertirle tal afirmación–. Solo los nihilistas viven con la idea de suicidarse a cada momento, ni siquiera los mismos existencialistas son así.
–Nihilismo, existencialismo y demás…, estoy cansado de esas zarandajas. ¿Qué son sino meros conceptos? Tan vagos e imprecisos como aquello que intentan apabullar: la existencia –intervino Komar con su característica impaciencia y amargura.
–Ustedes sí que son como los niños, les gusta jugar mucho. Me alegra que se la pasen bien aquí en la taberna, siempre pasando de un tema a otro con una facilidad impredecible, sin concluir nada, pero analizándolo todo a la vez –dijo el mentado calaca, acercándose con cinismo y dejando ver que conocía de antemano a aquellos pensadores de taberna, tan comunes en la moderna sociedad de hoy.
–¿A ti quién te habló, imbécil? ¡Tráenos otra botella ahora mismo, mendigo perro, basura inmunda, calaca carroñera! –dijo con violencia Komar, aunque en su voz se escondía una amigable altanería.
–¡Je, je! Sí, ya voy, no necesitas ladrar tanto, perro del infierno. ¿Gustan algo de comer antes de continuar bebiendo? Lo digo porque el joven de allá pidió el último plato y ya solo me quedan unas cuántas sobras que bien podría destinarlas a los mendigos.
–¿Cómo te atreves? ¡Canalla! –mencionó Piji, levantándose con dificultad–. ¿Qué más da, maldita calaca? Tráeme entonces uno de esos bizcochos rancios.
–¿Y ustedes, amigables caballeros, gustarán algo más?
–Yo estoy bien así, gracias –dijo Volmta.
–A mí también un bizcocho. No, que sean dos –dijo Komar, exaltado todavía.
–¡Bueno, que va! –interrumpió Piji–, ¿están buenas las sobras aún?
–Sí, muy buenas. ¡Ja, ja, ja! –replicó el calaca, risueño.
–El problemas es que… ¡hum! Bueno, ya no traigo ni un centavo con qué pagar.
–¡Y el muy cerdo quería apostar todavía! ¡Qué imbécil! –arremetió Komar, quien parecía el más ebrio de los tres.
–No importa, tú tráele esas sobras, calaca. Yo pagaré su cuenta –dijo finalmente Volmta, vaciando los restos de su trago.
–Bueno, al diablo el calaca. Estábamos en que eres nihilista, pero no aceptas las etiquetas sociales –dijo Komar, pensativo.
–Da igual si soy nihilista o no. Lo único que sé es que de este mundo ya nada puedo esperar, ya les dije por qué.
Fue así como discerní unos cuántos detalles más sobre ese tal Piji. Además de ser el frecuente ayudante del señor Volmta, y de ser un vagabundo adicto a la masturbación, era un sujeto cobarde e infame, de lo peor que se pudiera imaginar. No obstante, las conversaciones sostenidas en Diablo Santo habían terminado por extinguir cualquier resto de cordura en él. Le costaba demasiado seguir las extrañas filosofías que tanto Komar como Volmta discutían y aceptaban entre risas e improperios. En efecto, era un ser arcaico, plenamente desentendido de las doctrinas modernas que guiaban ahora los pasos de la humanidad hacia la salvación o la perdición, según se adoptase cierta forma de atisbar el asunto. El pobre diablo estaba trastornado por la poca importancia que tenían sus ideales en sus dos compañeros de taberna, los cuales terminaban siempre por humillar sus más profundas convicciones. Dada, además, su escasa cultura y la dureza con que creía haber sido tratado por la existencia, se embriagaba como un cerdo para olvidar sus penas. Algo bastante común en las personas de toda clase, aunque la tortura de este pordiosero era la frialdad con que aquellos monstruos atacaban los pocos pilares que aún mantenían su cabeza funcionado. Desde luego, a sus dos amigos este tipo de discusiones no solo les resultaban bastante divertidas, sino que incluso llegaban a considerarse auténticos filósofos ante los cuales Piji no era más que un desperdicio, un perro recogido de la calle a quien mantenían a su lado para su entretenimiento y del que podían prescindir cuando quisieran. Al menos eso creí en aquel momento, aunque más tarde sabría que esta convicción solo era cierta para uno de ellos.
Animado por la jactanciosa intelectualidad de aquellos pensadores de taberna, me levanté dispuesto a unirme a su círculo. Llevaba suficiente dinero para emborracharme sin preocupación y hasta pedir que pasaran la cuenta de Piji a mi nombre; no sé por qué tuve esta convicción. Sin embargo, una silueta penetró en el lugar y, luego de quedarse pasmada como una muerta, mirando todo el galimatías libertino en su máximo esplendor, se dirigió a mí y balbuceó algunas palabras ininteligibles. Me percaté de que sus labios temblaban y la preocupación la consumía. Tras intentar calmarla, me di cuenta de que se trataba de Virgil, la hija de la cocinera quien parecía estar enamorada de mí, pero ¿qué hacía en esta taberna a esa hora? Decidí seguirla hasta la calle y, tras alejarnos un poco de las cabareteras y los tunantes, exigí una explicación. Su rostro estaba más lívido que nunca, no cesaba de temblar y pensé que se desmayaría en cualquier momento.
–¡Es mamá, está grave! ¡Tienes que venir…! Ella puede que, no quiero imaginarme… ¡No, por favor, que siga viva! Dios mío, no te la lleves aún… La necesito tanto que, si ella fallece, entonces yo…
–Cálmate un poco, Virgil, de otra manera no podré entender qué diablos ocurre.
–Sí, sí, perdón. Lo que pasa es que mamá…, ella… –se arrojó a mi pecho llorando y sentí cómo sus manitas frías buscaban refugio entre mi pecho y mi cuello.
–¿Tu mamá dices? ¿Qué le pasa? ¿Acaso algo terrible ocurrió? –inquirí sin sospechar la tragedia que había acontecido.
Pero Virgil no me contestó, solo me arrastró. La seguí hasta el lugar por donde tantas veces había pasado, hasta aquella cocina económica donde solía comer los fines de semana. Al llegar, noté un conjunto de personas acumuladas en torno a la casa de la señora Faki, percibiendo que la cocina seguía cerrada, tal y como la había visto hace unas cuantas horas cuando pasé de largo hacia algún otro sitio donde alimentarme. Me pareció extraño que estuvieran también algunas patrullas y policías con aspecto siniestro, además de médicos y enfermeros. El bullicio era tremendo y atraía cada vez más morbosos. Me pregunté qué demonios pudo haber pasado para que tal algarabía se suscitara y atrajera gente especializada en temas de los que yo nada entendía. Virgil no dejaba de temblar y de llorar, por lo cual colegí más que imposible averiguar algo de ella. Era como si su madre… hubiese muerto, o algo mucho peor todavía. Pero ¿qué? Dispuesto a discernir el misterio, caminé con indiferencia hasta uno de los sujetos ataviados con bata blanca e inquirí con solemnidad.
–¿Es pariente o conocida suya la demente? –replicó el médico con desprecio.
–¿Demente? Que yo recuerde…
–No sabe nada de lo que pasó, ¿cierto?
–No, no sé nada.
–Pues quizás así sea mejor –asintió con disgusto, como si le molestase el hecho de pronunciar palabras–. Pero ya que insiste, le contaré.
–Le agradezco, yo era uno de sus mejores clientes.
–¿De verdad? Me agrada saber que se interesa, aunque este asunto es sumamente delicado. Mire, ¿conoce a ese hombre que está ahí? –inquirió el médico señalando a un señor de baja estatura, canoso, con lentes oscuros y perfectamente ataviado de las mejores formas.
–Creo que no, sinceramente no pongo mucha atención en las personas con las que me cruzo diariamente.
–Bueno, está bien. Si así es usted, ¿qué se le va a hacer? Pues ese señor era su terapeuta.
–¿Estaba ella loca entonces? No puedo creerlo, siempre la vi de modo tan normal.
–Naturalmente, porque este tipo de personas siempre ocultan lo que son. Tal vez todos lo hacemos en uno u otro grado, ¿no lo cree? Pero hablo de cosas inútiles, mejor lo ilustraré. Aquel hombre, como decía, era el terapeuta de la señora Faki. Hablé con él hace unos minutos y me contó lo más sobresaliente de las terapias. Por lo que sé, esta mujer estaba trastornada por ciertos hechos ocurridos hace algunos años, cuando su marido desapareció de maneras misteriosas. Ella fue quien habló a la policía y llevó a cabo una amplia búsqueda, aunque totalmente infructuosa. Más tarde, alucinaba diciendo que el desaparecido entraba por las noches a su casa y le mordía los pies, cosa incomprensible y seguramente inventada. El terapeuta afirma que ella tenía más de dos personalidades, una de las cuáles mantenía oculta por miedo a no poder controlarla, aunque siempre decía que ésta le revelaría cierta información sobre el paradero de su esposo, y si estaba vivo o muerto. Luego, después de medio año de terapia, la señora Faki dejó de asistir sin ningún aviso o causa aparente. Al parecer tenía graves trastornos alimenticios, pues no podía pasar mucho tiempo sin ingerir algo, preferentemente crudo. Esto, desde luego, le acarreó numerosos problemas digestivos y deterioró su salud, tanto física como mental. El terapeuta jamás imaginó que ella cometería un acto de esta calaña, una blasfemia sin proporciones, digna de una novela de horror.
–Bueno, la señora Faki, concordando con lo que usted comenta, evidentemente poseía un cuerpo más que obeso –dije intentando traer a mi mente el extraño rostro de la tal demente–. Además, siempre sudaba mucho, pero había algo más… Era como si en su interior se librase una encarnizada batalla. No sé por qué, y tal vez piense que lo invento, pero desde el momento en que la conocí, de lo cual no ha pasado ni un año, su talante y actitud no eran propios de una mujer de su edad.
–Bien, eso nos ayudará en el veredicto. Ciertamente, no hay mucho que se pueda hacer, pues es seguro su paradero.
–A todo esto, ¿qué fue lo que hizo? ¿Por qué tanto misterio en este caso?
–Si usted supiera… –musitó casi el médico, indignado al extremo.
Entonces observé que, de la casa de la señora Faki, sacaban, con la mayor precaución posible y entre un secretismo enfermizo, los restos de lo que aparentaba ser un pequeño.
–Ahí lo tiene, ¿puede colegir lo que hizo o le ayudo más?
–¡Imposible…! –susurré en primera instancia, aterrado ante lo que mi imaginación fraguaba.
–¡Pues no para ese monstruo! ¡Ella devoró a sus dos sobrinos!
–¿Qué dice? ¡Tonterías! ¿Cómo puede ser eso concebible? –exclamé dejándome llevar por la incredulidad, sabiendo de antemano que peores atrocidades eran cometidas en el mundo decadente del humano.
–Veo que no lo cree, no importa. Yo no soy ninguna clase de persuasivo entusiasta, pero tampoco miento. Lo que pasó fue que, de acuerdo con lo que la misma señora Faki nos contó, alguien más controló su ser. Es un testimonio clásico en este tipo de casos, pero al penetrar en su mirada me doy cuenta de que no miente. Según ella, se hallaba, como tantas otras veces, bajo una crisis de ansiedad o algo parecido, y no había dejado de comer desde que despertó. De hecho, dormía muy poco últimamente dado que la sensación de querer comer no cesaba. No obstante, su necesidad de alimentos sin cocer la llevó a tragar demasiada carne cruda y beber leche bronca. La pobre está hecha añicos desde cualquier perspectiva, da pena contemplar un humano en tal decadencia, ¿no cree? Me pregunto en dónde termina, si es que lo hace, la línea de las aberraciones que el humano es capaz de cometer bajo sus impulsos y enfermedades mentales. Pues resulta que esta señora Faki no estaba satisfecha con tragar carne cruda y demás insensateces, y entonces… apareció una voz en su cabeza, típico de la gente que comete acciones similares, que le ordenó hacer algo que ella no quería, que en su sano juicio jamás se atrevería siquiera a imaginar. Aproximadamente hace unas tres horas, una hermana suya vino y le encargó a dos pequeños: un niño de seis años y su hermanita de cuatro, los cuales perecieron tras la blasfemia. La mujer dice haber percibido un aroma delicioso cuando los niños se acercaron a ella para que los llevara al parque. Su labor era cuidar de ellos hasta que su hermana volviera de un compromiso en un lugar lejano de aquí, lo cual debería tomarle aproximadamente cuatro horas, tras lo cual retornaría al anochecer por sus pequeños. Lo que no logro entender es por qué si esa señora, la cual hasta ahora no ha aparecido, sabía de los trastornos de su hermana, se atrevió a encargarle a los niños. En fin, lo que aconteció después no es digno siquiera de mencionarse. Ella enloqueció y comenzó a morder a los pequeños, primero a la niña y luego al niño. Los gritos no fueron escuchados porque la muy desgraciada se encerró en el sótano. Según dice, el impulso que sintió fue devastador, se olvidó de quién era y alguien más la controló. Mordió y tragó carne de varias partes, entre ellas muslos, nalgas, dedos, cuello, cara y genitales. No conforme con esto, arrojó limón y sal sobre las heridas y continúo con su sacrilegio, para luego arrojar su desproporcionada obesidad sobre los infames cuerpos ensangrentados y defecar sobre ellos. No sé si esto ocurrió así, aunque la evidencia concuerda, pero así es como ella nos lo relató. Al parecer, cuando se sintió al fin satisfecha, tomó consciencia de lo que había ocurrido a su alrededor y, con una diligencia bárbara, llamó a la policía para que atraparan al autor de aquel bacanal. La pobre infeliz no supo que ella misma había sido quien lo realizó hasta que se le detuvo, e incluso ahora intenta negarlo, diciendo que necesitaríamos entrar en su interior y sacar de su mente al verdadero asesino… Es un asunto enigmático y asqueroso, no quiero imaginar lo que sufrieron aquellos niños inocentes, ni tampoco el gesto de su madre cuando vuelva y se entere de lo que ocurrió. Espero no estar ya aquí cuando eso pase, porque será lo más miserable que haya presenciado en muchos años de profesión.
–Es verdaderamente bestial el suceso –balbuceé queriendo gritar, olvidándome de mi indiferencia total.
–Sí, y todavía falta la cerecita del pastel, pues los agentes hicieron otro hallazgo relevante acerca del pasado de esta inmunda señora. Resulta que, al explorar minuciosamente en su habitación, hallaron unos huesos debajo del colchón, y si usted es tan inteligente como creo, ya barruntará de quién podrían ser.
–Su esposo, el que desapareció en circunstancias misteriosas.
–Seguramente, pero gente más especializada se encargará de eso.
–Es una calamidad, no logro comprenderlo. Ella se veía tan normal, incluso bromeaba conmigo cuando iba a comer a su cocina. Es verdad que escondía algo, aunque jamás colegí qué.
–Así suele acontecer con los más repugnantes homicidas, son los mejores en aparentar. Nosotros, en cierta forma, también lo somos.
–¿Qué? ¿Homicidas o mentirosos?
–Ambos, en realidad lo somos todo y nada a la vez, ¿no cree? Todos tenemos un poco de todos en nosotros mismos, esa es la esencia de la unidad. Así, nadie puede decirse distinto a su prójimo, siempre hay algo que los ha de unir. Todos somos homicidas, violadores, adúlteros; aunque también artistas, poetas y médicos. El punto está en la importancia que concedemos a nuestros impulsos, el caso que prestamos a esas supuestas voces que nos incitan a cometer actos de esta magnitud, ya sea buenos o malvados. Pero no me haga mucho caso, mi estimado amigo, creo que soy un doctor muy raro. Necesitaba un desahogo después del trauma que me ha generado este incidente… Y pensar que me ofrecí en lugar de otro compañero para venir aquí porque estaba aburrido, ¡vaya sorpresa me ha dejado el destino!
El excéntrico médico se alejó, dejándome solo y ensimismado. ¿Qué rayos se había metido en la cabeza de la señora Faki? Jamás la creí capaz de cometer tal sacrilegio. Mientras torturaba mi cabeza intentando dilucidar las razones del crimen, observé que la mórbida obesa era conducida fuera del hogar entre la más estricta vigilancia de agentes y gorilas de hospital. La pobrecilla tenía todo el aspecto de una alienada, mirando a todos lados con angustia, mordiéndose los labios y gritando injurias, recalcando su supuesta inocencia a los cuatro vientos, alentando a los ahí congregados a atrapar al verdadero homicida. La contemplación me incomodó excesivamente, por lo cual me aparté y me dirigí con Virgil. Creo que experimenté algo que en mucho tiempo no había aparecido ni por casualidad en mi gélido corazón: compasión.
–Lo lamento tanto, no sé qué más decir.
–No importa, no tienes que decir nada –dijo ya más tranquila, pero absorta, como si estuviese en otra dimensión.
–Lo sé. Quisiera saber si prefieres que te deje sola, si seguirás el proceso de tu madre o consolarás a tu tía cuando vuelva.
–Nada de eso, ¡es solo basura! ¡Estoy tan cansada de vivir! –gritó histéricamente.
–Calma, al menos respóndeme.
–No sé qué hacer, solo quiero desaparecer. Llévame contigo, vamos al lugar donde estabas hace unos momentos.
–¡Ja, ja! ¿Qué dices? Eso es imposible, de ningún modo te vendría bien.
–¿De verdad? ¿Cómo sabes? ¿Desde cuándo te preocupa cómo se sientan los demás?
–Bueno, yo pensé que podría apoyarte ahora.
–Esto no cambia nada, deja de tenerme lástima. Sé que no significo lo más mínimo para ti, no finjas solo porque quieres consolarme. No es natural en ti mentir, así que vete o llévame a ese lugar, son mis únicas dos opciones y no aceptaré más.
–De acuerdo, iremos si así lo quieres. Pero ¿qué pasará con tu madre y tu tía?
–Más familiares vendrán en camino, yo no tengo ninguna necesidad de estar involucrada. ¡Que el diablo se lleve toda esta náusea! Solo quiero olvidarme de que existo.
–Como gustes, vamos antes de que lleguen esos familiares o verán mal que te vayas.
–Me importa un bledo, por mí que se mueran.
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Libro: El Extraño Mental