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Encanto Suicida 24

Soy suicida porque es el único estado del ser en donde he podido, irónicamente, tener ciertas nociones de lo que significa realmente estar vivo. Cualquier otro carece de sentido y no es sino el espejismo de lo que esta infecta pseudorealidad ha impregnado en mi mundana consciencia, ese engaño ante el cual me siento tan desprotegido y que me consume grotescamente día con día… Y cada nostálgico anochecer añoro solo desaparecer, hundirme en aquel vasto océano de muerte con el que alucino sin parar; en aquellas penumbras más allá del infinito mismo es donde mi alma quiere ir y quedarse ahí eternamente. Porque allá lo divino y lo demoniaco pueden convivir en perfecta sintonía y no se asesinan el uno al otro constantemente como en este fragmento de quimérica ensoñación llamado vida humana. Este inferno terrenal es solo un vil desperdicio de tiempo, energía y emociones; los seres que lo habitan, los monos parlantes, están todos engañados y corrompidos por la mentira y el absurdo. Ninguno de ellos podrá alguna vez dilucidar de lo que yo hablo, porque para ello tendrían que volver a nacer no una, sino muchas veces más… ¡Y quién sabe si así puedan entenderlo dentro de futuros milenios perdidos en la oscuridad y el vacío!

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Y, cuando finalmente ya no anhelé nada de este mundo, cuando ya no esperé nada de la humanidad, vino lo más hermoso y divino, la verdadera libertad y la última espiritualidad; vino a mí el crepúsculo donde recaía mi agobiaba juventud, la silueta que me mostraría quién era yo en realidad, el éxtasis del juicio sombrío en el infierno divino… Sí, fue entonces cuando ocurrió, en la tormenta de mi asqueada existencia, el final más sublime: el suicidio y su glorifica piedad. ¡Cuánto tiempo tirado a la basura! ¡Cuántas veces negué aquel sibilino llamado del más allá que me pedía atar la soga a mi cuello! ¡Cuántas veces volví a mi lóbrega habitación tremendamente asqueado de todo lo humano, de todas las patéticas conversaciones que tenía que soportar! Y ese era el punto clave: después de un tiempo, la aciaga monotonía de mi vida se tornó en algo más que insoportable y vomitivo sobremanera. Ya no sabía qué hacer ni a dónde ir, porque bien sabía que en cualquier lugar o con cualquier compañía me sentiría yo igual: miserable y absurdo. Tal condición surgía de los rincones más inmanentes en mi ser y no podía ser negada ni rechazada de ninguna manera; mi corazón estaba íntimamente ligado a ella y la incuantificable melancolía en la que yo me suspendía parecía abarcar el cosmos delirante y desconocido al que, quizá, yo pertenecía.

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Lo que aquel ser hastiado de existir ocultaba bajo el sombrío brillo de su mirada era aquello que ningún otro ser podría jamás saborear, lo que no podría pertenecer a una humanidad tan viciada y hambrienta de materialismo, sexo, dinero y cualquier otra bagatela sin sentido. Lo único que consolaba entonces a aquel poeta de dudosa procedencia era la verdad, la pureza que rodea a aquel cuyo único deseo es suicidarse para despertar. ¡Qué asco me producía la simple existencia de todo lo que tuviera que ver con el mono! Sus caras, cuerpos, voces, percepciones y doctrinas podrían hacerme vomitar por la eternidad; podrían hacerme enloquecer infinitas veces. Lo que ya no quería era relacionarme con ninguno de ellos jamás, olvidarme que alguna vez yo pertenecí a esta época y este lugar. El encanto suicida era mi única compañía, ese dulce y resplandeciente lucero que no podría ser igualado por nada ni por nadie. Sí, yo quería matarme; quería extirparme de esta lúgubre pesadilla carnal en la que no podía sentirme feliz ni tranquilo por más que lo intentase. Mi esencia no pertenecía aquí, eso ya yo lo había averiguado hacía eones… ¿Cómo podríamos yo y esos monos ser iguales? ¡No, aquello sería un miserable sacrilegio! Ellos y yo nunca seríamos iguales, nunca podríamos coexistir en el mismo tiempo-espacio sin sentir disgusto y culpa. Y mi mayor pesar, sin embargo, era el de contemplar la navaja noche tras noche con exquisita lujuria, pero sin atreverme todavía a hundirla en mis venas atormentadas de humano sinsentido.

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Yo era libre de suicidarme cuando quisiera, de largarme cuando se me viniera en gana de esta ignominiosa realidad. Y esa era, al menos, la idea mediante la cual olvidaba lo miserable que era vivir; al menos ayudaba durante aquellas noches de mística embriaguez y solitaria melancolía. Y es que mi sufrimiento no conocía tregua, porque mi tormento recién comenzaba… ¿Cuál era mi agonía? ¡Oh, la tragedia de la existencia! Eso y solo eso me apabullaba espiritualmente; porque era el origen de todos mis disgustos y alucinaciones, de todo lo que quería vomitar eternamente. La náusea de seguir aquí, tal era mi enfermedad inmanente; el averno donde me pudría lentamente y del que no podía librarme sin importar lo que realizase. Necesitaba emprender un viaje sin retorno al más allá, sentir cómo mi alma se desprendía de este cuerpo y escupía con infernal placer en todo lo terrenal. Luego de eso, sin importar lo que aconteciera, podría finalmente sonreír ampliamente. Y sería así porque nada de este mundo ni ninguno de sus banales habitantes volvería a molestarme ni herirme; en los fantásticos reinos de la nada me divertiría yo en grande, reiría como un demente tras haber asesinado a su víctima más temida y amada: a sí mismo.

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Ella no podía evitar que me suicidara, pero, inesperadamente, hacía mi existencia menos aburrida, mi miseria más soportable y mi soledad menos atractiva. Ella era la causa y la culminación de todos mis dolores y temores; la vorágine de espantosa belleza en la cual yo quería desfragmentarme sin consideración alguna, sin que mi tonta naturaleza volviera a imponerse y trastornarme sin medida… Ella había sido el amor de mi vida y sabía, con una mezcolanza de ira y encanto, que después de haberme embriagado de su misteriosa esencia, ya nunca más podría volver a enamorarme de ningún otro ser humano o no humano. Me había acercado, con inaudita violencia, a los límites donde la cordura y la locura dejan de ser contradictorios y se unifican en aquello que va más allá de la simple lógica humana. Ya no había marcha atrás, ya no podía volver a ser quien antes fui. Y ello, asimismo, implicaba desprenderme de todo aquello que más había amado y de aquel ser que alguna vez amé más que a mí mismo. Ahora el determinismo de las situaciones se veía opacado por la voluntad para perseguir el destino que se escabullía entre veredas sombrías y montañas escabrosas; ahí era precisamente a donde yo me dirigía y con tal velocidad que ya nada podía refrenarme ni un solo segundo… ¡Debía abrazar mi muerte y también mi vida! ¡Debía mantenerme perceptivo en el instante de la transición divina! La metamorfosis ya casi estaba por completarse, solo un poco más de locura, sufrimiento y paciencia exigía de mí la máscara negra de los peculiares ojos lapislázuli.

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Lo que yo deseaba esa noche mística y sensual antes de suicidarme era solo un último y etéreo beso de quien fuera: hombre o mujer, real o ilusorio, vivo o muerto… Ya todo daba igual, pues, dentro de poco y por fortuna, yo ya no estaría en esta horripilante y sacrílega pseudorealidad de la que por tanto tiempo y tan ridículamente fui parte. Pero ya no más, ahora sí este era el apocalipsis de mi alma; la ejecución debía producirse en breve y el revólver sería vaciado sobre mi delirante cabeza con hermosa precisión. No podía sino experimentar una felicidad absoluta al imaginar cómo sería estar muerto; cualquier cosa, de todas maneras, era mejor que seguir vivo en un mundo como este. ¡Y qué harto estaba ya de todo y de todos! De las personas, de los pájaros, del sol, de las nubes, de la lluvia, de las estaciones, de las borracheras, de las prostitutas, de mi jefe, de mis compañeros de trabajo, de mis padres, de mi novia, de mi mejor amigo y de mí mismo… ¡Qué delicia incomparable que todo esto pudiera terminarse solo con un disparo! Era casi demasiado bueno para ser cierto, pero así es como debía acontecer y yo no me negaba a aceptarlo en su totalidad.

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