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Encanto Suicida 27

Todo lo había planeado así: si me veía forzado a continuar viviendo en un mundo que aborrecía con todo mi ser, al menos me acercaría lo más que pudiese a ese estado donde me debía ser indiferente tanto la vida como la muerte, donde debía desprenderme de todo anhelo y sentimiento humano. ¿Lo conseguiría? Tal vez algo así sería lo más cercano, de hecho, a estar muerto en vida: la indiferencia absoluta. Y esto implicaba no solo renunciar a las cosas buenas y malas de la existencia, sino también a todo aquello externo que creíamos amar con irreal pasión. Personas, lugares, momentos, situaciones, sensaciones, sentimientos, pensamientos y emociones provenientes siempre de la realidad externa; sí, de todo aquello que en el fondo no éramos nosotros, pero que habíamos decidido adoptar y creer como se de axiomas se tratase. ¡Oh, quién sabe qué pasaría entonces! ¡Quién sabe qué sería de nosotros si algo así llegase a acontecer! Probablemente nos derrumbaríamos sin precedentes y seríamos como muertos vivientes; o probablemente, y quizá muy improbablemente, emergería desde las penumbras esa chispa divina que, en ocasiones, busca refulgir con fuerza incomparable dentro de nuestra avasallante miseria y estupidez cotidianas.

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El hecho de existir en este mundo absurdo e infame ya representa, por sí mismo, la peor desgracia que se pueda concebir. Y, peor aún, sabiendo que tan solo soy un vil y patético humano, tan similar al rebaño como infeliz y aturdido en mi débil mente. Aunque en ocasiones ni yo sepa quién o qué diablos soy; y entonces me pierda sin remedio en mis agónicos lamentos, provenientes de las penumbras más sórdidas en mi alma putrefacta. ¿Acaso seré yo el único fantasma errante que llora sangre por las noches de espectral melancolía mientras su cuerpo es arrastrado hacia el torbellino de locura espacial allende el sistema solar? Aquellos delirios oníricos no eran reales, ¡de verdad que no! Mas parecían apesadumbrarme más de lo normal, más que cualquier otra teoría o lectura… El tiempo estaba hecho añicos para mí y temía, con un temor más allá de lo humano, que en cualquier momento se produciría el quiebre definitivo de mi exangüe cordura. Entonces enloquecería todavía más que ahora, entonces quién sabe qué de mí sería. La travesura cósmica de horadar en los rincones prohibidos donde el azar y el destino se integran con perfecta maestría no estaba diseñada para que un simple mortal se embriagara con sus elíxires sibilinos.

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Ya ni siquiera me interesaba el hecho de que no me causara ningún tipo de excitación el fornicar con una mujer nocturna de preciosos cabellos y de tacones elevados. Antes, ciertamente, las había adorado y había recurrido a ellas para olvidar lo trivial de mi existencia; para purgar de mí esa parte tan humana que me dominaba con pasión, pero ya no podía seguirme engañando por más tiempo: debía suicidarme esta noche sí o sí. Postergar tan sensual y místico hechizo sería autoengañarme nuevamente, sería volver a aquel calabozo de agonía extrema en el que ya no podía permanecer ni un minuto más… ¡Qué horrible se había tornado mi vida en cuestión de nada, por dios! ¿Hace cuánto que respiré un poco de aire puro y que me refresqué con agua cristalina de un manantial cerúleo? Ya no recuerdo nada de eso, nada de mi vida a tu lado. Ahora solo hay amargura, desesperación y podredumbre; ahora solo vienen aquí mujeres de una hora por la noche mediante cuyos exóticos encantos e infernales caricias pretendo haberte olvidado. Pero me doy cuenta de que solo me he olvidado a mí mismo y de que intentar olvidarte resulta aún más difícil, quizá, que intentar ya no amarte.

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Sin embargo, al reflexionar seriamente, discerní que, tras fornicar con una mujerzuela, me quedaba en un estado tal que seguir respirando carecía de todo sentido. Y entonces me hundía más y más en el agónico vacío de mi depresiva e intrascendente existencia humana, entonces sentía más que nunca emerger en mi interior ese infame remordimiento propio solo de un alma embriagada por la nostalgia y el absurdo. ¡Qué bellas eran, empero, todas esas mujeres que vendían caricias envenenadas por las más delirantes madrugadas! Me cautivaban en un santiamén y por uno solo de sus besos habría yo asesinado a la persona más virtuosa o a cualquier sacerdote. Pues ellas, sin lugar a duda, valían mucho más que cualquier teoría, ciencia, doctrina o filosofía; ellas y solo ellas me habían enseñado, aunque quizá ya demasiado tarde, a amar la vida y también a entender que el sufrimiento espiritual puede ser algo tan extraordinario o repugnante como el placer más mundano.

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El mejor poema que he conocido es ese donde ambos se suicidaron tras haber hecho el amor; rodeados de botellas, cigarrillos, agujas y pastillas. Ambos entrelazados y unificados más allá del tiempo, la eternidad y la muerte; ya que sus almas se habían amado sinceramente, pese a la incuantificable soledad que, en el fondo, a su modo, experimentaba cada uno. Aquellos seres murieron por última vez, murieron para no reencarnar jamás en una patraña existencial como esta. ¡Oh, que los dioses se apiaden de nosotros los vivos! Mejor sería ir a buscarte, hacerte el amor espiritualmente y luego ambos desvanecernos antes de otro triste y siniestro amanecer.

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