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Encanto Suicida 56

¿Qué sería de mí si no me mataba pronto? ¿Acaso podría tornarse mi ser en un depravado incitador de la vileza humana? O ¿tal vez un impúdico gusano aparentando ser feliz en esta irónica falacia? Era sensato, pese a la estúpida opinión de los seres a mi alrededor, querer desistir tan pronto como fuera posible de esta quimérica y estúpida realidad. Mas algo me insinuaba que yo aún no estaba listo, que todavía debía saborear este siniestro sufrimiento solo un poco más… ¿Qué era el tiempo, después de todo? ¿Existía fuera de las ilusiones de la mente? ¿No era él nuestro único y hermoso asesino? El mismo que, a través de distintos paisajes de fulgurante melancolía, terminaba por descuartizarnos con dulzura incomparable… Hacía tanto que vivía añorando la muerte, que ya solo la locura más atroz me cobijaba y se sentía mucho mejor que cualquier falsa sonrisa o irrisoria conversación con esos monos parlantes llamados humanos. Y, sin embargo, la gran tragedia que laceraba mi alma prisionera era justamente esa: pertenecer a la humanidad y compartir sus atributos. ¿Por qué alguien como yo debía existir así? ¿Era siquiera concebible encarnar en algo que no podrías aceptar ni mucho menos amar mientras no exhalases el último suspiro? Únicamente un silencio mortal venía a visitarme, acompañado de una sombra de soledad impertérrita que reía con ironía ante cada intento mío por sentirme menos miserable. ¡Oh, qué asquerosamente deprimente era toda mi vida desde que ella no se materializaba más! Probablemente las alucinaciones volverían y la contemplaría otra vez, pero sería tan indigno de su inmaculada presencia que preferiría mejor antes cortarme la garganta y ofrecerle mi nostálgico corazón como disculpa.

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¿No era preferible arrepentirse de un error antes de agravarlo más o culminarlo? ¿No era una mejor opción cerrar este absurdo libro de la vida y arrojarlo muy lejos, allá donde nunca nadie volviera a intentar abrirlo en ninguna era o planeta? ¿Quién diablos diseñó a la humanidad? ¿Por qué la diseñó de esa manera y con tantas limitaciones? O ¿será acaso que somos tan solo experimentos fallidos usados como recipientes de energía para la sempiterna y ominosa pseudorealidad? ¿Qué perseguimos aquí? ¿Qué buscamos como individuos y también como sociedad? Nuestras vidas son un asco, una pésima ironía; un desperdicio vomitado por el caos y matizado con los efímeros y ocasionales simulacros de felicidad que creemos podrán sostenernos por siempre. Mas realmente no hay nada por lo cual permanecer, no hay nada ni nadie que valga la pena lo suficiente como para seguir aquí. Lo mejor, sin duda alguna, sería cortarse las venas y dejarse caer en la exquisita vorágine del encanto suicida. La locura, de cualquier manera, es lo único que nos espera si optamos por la irracional opción de existir un largo tiempo. ¿Qué es el tiempo, además? No sabemos nada y creemos poder entenderlo todo, pero de nueva cuenta somos víctimas de espejismos nefandos y telarañas atroces perfectamente confeccionadas para atraparnos del modo más inaudito. La muerte llegará, su esencia deberá bastarme para sonreír por última vez; para soñar con el no retorno al vacío y la integración con la divinidad parapetada más allá de la tristeza y la soledad más recalcitrantes. Ojalá que no vuelva atrás, que mis ojos miren solo al cielo cuando el sol se oculte de mis lamentos más indecentes y amargos. Ojalá que se disuelvan todas las entelequias funestas que tan brutalmente han opacado mi espíritu en cada anochecer decadente, y que el sibilino resplandor en la aciaga profundidad de mi abismo interno me conduzca a la metamorfosis suprema en el suspiro del infinito devorado por los demonios arcaicos.

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Los seres más absurdos se aferran con una sordidez nauseabunda a la eviterna mentira en que la existen tan patéticamente, tal es la gran ley de este anómalo planeta. Y aquellos escasos dementes quienes verdaderamente comprenden el martirio inmanente de las elucubraciones más sublimes, invariablemente pierden toda esperanza en el estado actual de fatídica intrascendencia; entonces se tambalean entre la dulce y melódica sinfonía de la muerte, coquetean con el suicidio en un lóbrego intento por sentirse menos solos, tristes y rotos. ¡Ay, qué tragedia es la que se vierte por las entrañas del firmamento ensangrentado donde el caos brama libremente! ¿Quiénes somos nosotros sino mundanos cómplices de todo aquello que debe irrefrenablemente fenecer? ¿A dónde irán a parar nuestras almas carcomidas por el vacío y dominadas por el sinsentido? Los días que van y vienen, que nos arrullan dulcemente con su sacrílego e insípido devenir; y nosotros que no tenemos el valor suficiente para esfumarnos en un arrebol de infinita misericordia, en un catártico beso mortal que nos deje sin nada qué volver a soñar. Es evidente que personas como nosotros están de más en un mundo bestialmente banal como este, que deberíamos aspirar únicamente a ahorcarnos con nuestro inmanente sufrimiento existencial. ¡Oh, otra vez llega el tétrico cántico que tanto he buscado evitar mediante todo tipo de sustancias y mujeres exóticas! No obstante, en fútiles pestañeos se tornan mis más atroces esfuerzos; soy aquello que debería ser escupido y vomitado hasta que el universo se desintegre y las estrellas caigan una a una al compás de cada una de mis lágrimas cuyo sabor se parece tanto al de tus delirantes y sublimes labios.

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No debe sorprendernos que los patéticos habitantes de este triste y repugnante planeta estén tan corrompidos y sean tan viles, tampoco el que sus acciones y pensamientos carezcan de cualquier sentido; ni mucho menos el que, en su recalcitrante miseria e infinita ignorancia, se jacten de ser la creación de alguna entidad divina… ¡Cuán cierto es que la más atroz banalidad no se percibe nunca como tal ni conoce su propia naturaleza! Tal vez solamente reflejándonos en los otros es que podemos llegar a intuir la monstruosidad de nuestros propios corazones, el torbellino de ignominia y ruindad que brama ferozmente en nuestro lóbrego interior. Requerimos siempre de un espejo, de algo o alguien en el exterior que nos recalque nuestra lamentable condición. Difícilmente podemos auto percibirnos en plenitud, equilibrando la luz y la oscuridad perfectamente; resulta evidente que el caos nos domina y la realidad nos enloquece sin piedad. Tenemos el peor de todos los papeles: el de bufones de dioses y demonios; nos hallamos en el centro de la gran balanza y somos atormentados por cada decisión que forzosamente debemos llevar a cabo. No hay peor infierno, a mi parece, que ser cada vez más consciente de absolutamente todo (dentro y fuera de uno). ¿Es esta la sagrada iluminación que tantos buscan con tan demente ahínco? Lo único que queda cuando el infinito malestar de los días más intrascendentes ha corroído lo suficiente nuestra maltrecha esencia es deprimirse y ahogarse en lágrimas de sangre, las cuales nunca podrán expresar con adecuada nitidez el inenarrable sufrimiento y la agónica melancolía que nos consumen y devoran en la cúspide de las sombras martirizadas. ¡Ay, quién sino solo los ángeles más hermosos podrían venir y arrullarnos dulcemente hasta que mueran todas nuestras ganas de relacionarnos con lo humano!

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Lo que más me molestaba de estar supuestamente vivo era la execrable sensación de humanidad que sentía tan latente en cada rincón de mi atormentado ser. Pasaba intensas jornadas cavilando sobre cuestiones abstrusas en extremo, quebrándome la cabeza con implacables acertijos. No obstante, al final de todo, sabía que estaba condenado por defecto; y que, entre más renegase de mi propia naturaleza, ruin y sin sentido, mayor sería el sacrilegio de continuar respirando. Cada vez, asimismo, todo se iba tornando más nauseabundo y trágico; ya todo me aburría y todas las personas me parecían la misma tontería. No importaban sus convicciones, creencias, ideologías, perspectivas, concepciones, teorías o intenciones; sabía que todas ellas eran fantásticas marionetas de la pseudorealidad y que precisamente habían sido acondicionados para abrazar su extrema sordidez y avasallante banalidad. Sexo, dinero y efímero poder eran los emblemas de este plano nefando y material; cada uno de sus patéticos esclavos los buscaba por doquier y hallaba en ellos un falso sosiego. Mas la miseria siempre volvía, cada vez con mayor vigor y creando un vacío más abismal. En mi caso, ni lo humano ni lo divino podían ya salvarme. La realidad siempre sería algo demasiado insoportable y mi propia condición lo complicaba sobremanera; mi alma no pertenecía aquí, lo podía sentir cada maldito segundo que me obligaba a mí mismo a seguir existiendo. ¿Cuándo finalizaría esta lóbrega tortura? ¿Cuándo tendría el valor suficiente para suicidarme? ¡Qué inefable sería entonces aquel pestañeo de apocalíptico devenir! Todas las imágenes se mezclarían en un arrebol de inaudita esquizofrenia, rasgando el velo de todas las entelequias a las cuales triste y absurdamente me aferré. Y ¿para qué? ¿Para qué diablos existí? ¿Para qué todo este insulso y pernicioso naufragio? ¿No era preferible nunca haber nacido, jamás haber saboreado este enloquecedor ahogamiento en la blasfema nada que era el mundo? ¡Qué horrible seguir con vida, qué insania la que se apodera de mí cada anochecer sin ti! Pero así es como había sido sentenciado que yo debía perderme y perderte; la más solitaria melancolía era mi único y fatal destino.

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El deseo de no despertar aturdió mi ser y sacudió mi centro, se encargó de enloquecer este bello matiz regalado por la muerte. No obstante, todavía me hallaba yo entre los vivos; aunque me sintiese cada vez más triste y solo. ¿Qué era el amor sino aquello que nos hacía precisamente sentir vivos por solo unos instantes cuando más deseos de estar muertos experimentábamos? Otra entelequia más, otra argucia muy bien diseñada para atrapar nuestros espíritus atolondrados. Hacía mucho que no me enamoraba, que no deleitaba mi boca con la de alguna mujer enloquecida por los placeres sensuales en el éxtasis místico de los dioses. La fantasía era de carácter onírico, pero no por eso las sensaciones desprendidas resultaban menos sutiles; por el contrario, me hacían sentir como si me hallase muy lejos de mi cuerpo y hasta podía observar cada acto con precisión desconcertante. La agudeza durante aquel trance no podía ser comparada con nada que hubiese imaginado: una oscuridad impertérrita devorando constantemente los colores de mi alma en un sibilino intercambio de miradas, sonrisas y perspectivas retorcidas por la agonía de ser. Ahí donde los conceptos más abstractos ya no resultaban útiles, solamente el corazón podía conducirnos hacia el único sendero en el cual podíamos todavía soñar con ser nosotros mismos y comenzar a amarnos… No sé si lograría la metamorfosis, pero quería ir más allá de mis posibilidades; aunque fuese tan solo por el periodo más efímero, quería conocer los ojos de Dios y balancearme en sus pestañas infinitas. ¿Para qué volver a la realidad tridimensional donde el aburrimiento más infame y la nostalgia más recalcitrante eran mis eternos compañeros nocturnos? ¡No, ya no podía retornar como siempre lo hacía! Esta vez debía luchar contra esa fuerza tan demoledora y atroz que intentaba devolver mi halo a su estado más terrenal e intrascendente; empero, quizá no era yo todavía lo suficientemente fuerte para oponerme más allá de esos sombríos fragmentos donde mi consciencia se integraba parcialmente con la sublime sonata del universo.

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Encanto Suicida


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