La más profunda enseñanza se sublimaba ante los ojos de los elegidos; no admitía flaquezas, no pertenecía a los carentes de espíritu. Por todos lados se barruntaba si el ser era verdaderamente la sórdida creación de los dioses o tan solo una tergiversación del concepto impensable para los mortales, y de naturaleza tal que se adjudicó el derecho de sentirse real y poderoso. De cualquier modo, la anómala percepción en la realidad material era invadida por la imaginación de proporción estética donde las fantasías opacaban cualquier clase de reflexión intrínseca. Si la humanidad debía continuar existiendo o no, era una cuestión más allá de nuestro control. El destino parecía no admitir queja alguna y nuestros caprichosos intentos por sobresalir no eran sino banales muestras de cuán terrenales éramos todavía, aunque siempre creyésemos estar rozando lo divino. Y, quizá, entre más intentásemos escalar la cumbre del olvido eterno, más nos hundíamos en él y en nuestra recalcitrante agonía inmanente. El sol probablemente salga mañana para iluminar inútilmente este pantano de podredumbre que llamamos existencia, pero espero que nosotros, los dementes sin remedio, ya no estemos más aquí; que reposemos dulcemente en los brazos del encanto suicida que tanto hemos añorado desde hace eones.
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Mi vida se traducía en un montón de piezas rotas, en tormentosa fatiga, en crónico y cerval tedio. Para mí, vivir era más que el acto como tal; era más bien como experimentar una guerra que no terminaba nunca. Estaba ahíto de constantes enfrentamientos internos, harto del absurdo que me envenenaba sin remedio y en el cual me sumergía diariamente… Me hallaba frustrado de no representar algo más que una simple helada en el gélido y tétrico invierno donde sabía que mi única salvación sería la muerte; y, si se traba del suicidio, ¡mucho mejor y más obsequioso! ¿A qué más podía aspirar un demente como yo, en todo caso? No me interesaban ya las cosas de esta realidad mundana: sexo, dinero, efímero poder o mujeres sin sentido. Durante algún tiempo, ciertamente, me hundí en los vicios para intentar escapar de mí mismo. Y la verdad es que no me arrepiento de ello, porque ahí también encontré a Dios. Sí, justamente en las sombras vislumbré un rayo de divinidad fulgurante que no podría haber apreciado de otra manera. La humanidad no está lista para ello y sé que jamás lo entendería, pero eso ya no me interesa tampoco. No quiero ser entendido ni escuchado por lo humano, sino que quiero dirigirme exclusivamente hacia lo divino y no mirar atrás cuando la tormenta caiga sobre mi espíritu liberado. ¡Oh! Si fuera posible escapar ahora mismo, si pudiera abrazarte eternamente y sentir tus alas centelleantes rodeando mi rostro marchito. ¿Es posible que un simple mortal se enamore así de un ángel inmortal? No lo sé, pero tu encantadora y dulce mirada me ha salvado ya tantas veces… Ahora debo continuar en este tormentoso delirio, incluso si ello implica asesinar todo lo que creía haber amado y apreciado alguna vez. Debo estar solo, esa es la única manera; cualquier otra presencia me perturbaría sobremanera. Únicamente yo contra mí, tan real como la carne que se desprende de las alimañas nocturnas en la tragedia inmaculada de la que formo parte… Y, sin embargo, te siento en mi corazón melancólico; te contemplo desde esta infernal pesadilla en la cual tus ojos resplandecen tanto como el sol mismo. Quiero amarte, aunque ni siquiera comprenda cómo ni tampoco haya dejado de odiarme todavía. No sé si lo lograré, solo sé que estás tú ahí y que mi sempiterna agonía se vuelve soportable si me refugio cálidamente en tu halo celestial durante mis más solitarias y siniestras madrugadas.
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Llegué a la conclusión más tragicómica en aquella sibilina noche de fatal agonía: este mundo absurdo estaba diseñado solo para cierto tipo de personas, aquellas abundantes como la miseria misma… Sí, para aquellos tontos materialistas, injustos, sumisos, adoctrinados, esclavos del dinero y carentes de todo sentido; indudablemente, para aquellos con el alma comprada. Y ni siquiera estaba seguro de que así fuera, porque creo que los repugnaba tanto que dudaba que ellos tuvieran alma; en todo caso, cumplían a la perfección su nefando papel de peones sexuales y energéticos de la pseudorealidad. ¡No podían pasar un solo día sin hundirse en toda clase de depravaciones, vicios y estupideces! Y me odiaba más a mí mismo puesto que yo, después de todo, también era uno de ellos… Así es: yo era todavía humano, demasiado humano. Yo era un número más en la nada, una especie de poeta enloquecido cuyos versos no trascenderían y cuya obsesión era el encanto suicida. ¡Que la humanidad entera se fuera al diablo! ¡Que se pudrieran todas las religiones, corporaciones, gobiernos e ideologías! A mí me bastaba con eliminar mi existencia, con imaginar el idílico pasaje en donde yo nunca conocí nada de esto. ¡Ay! Siempre consideraría mi vida entera como una tragedia sin parangón, como una especie de endemoniada entelequia de la cual nada ni nadie podría nunca salvarme.
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Esclavo de todo lo que aborrezco, prófugo de lo poco que aprecio y terriblemente asqueado de la realidad como si se tratase de un vicio imposible de dejar: así era yo en mi ominosa humanidad, tan triste y completamente carcomida se hallaba mi esencia. De nada servía esforzarse ni luchar por nada ni por nadie, pues irremediablemente todos los caminos siempre conllevaban al mismo y eviterno sinsentido del cual acaso ni siquiera el infinito mismo podía escapar. ¿Cómo podría yo hacerlo entonces? Un simple mono que se equivocaba todo el tiempo, que no era capaz de vencerse a sí mismo por completo y entregarse al inefable elíxir de la muerte. ¡Cómo detestaba a todos aquellos que me rodeaban! No sabía por qué, pero experimentaba hacia todos ellos una especie de odio inmanente producto de reflexiones anómalas y de un amor propio lacerado. Lo que yo requería era embriagarme de una soledad tan recalcitrante que ya jamás ninguna compañía volviera a parecerme mínimamente interesante o adecuada; que solamente el silencio me acompañase en mi hora más oscura y en mi momento más enloquecedor. ¿Acaso me había vuelto loco ya? Había perdido la capacidad de diferenciar el bien del mal, la verdad de la locura, la realidad de la ilusión… ¿No era yo mismo un autoengaño en la creación universal? Sí, una latente contradicción que a cada segundo vivía y moría en paralelo; un espejismo de lo eterno encasillado en una forma material y orgánica tan poco memorable. ¿Quién diablos era yo en el fondo? Me sentía totalmente ajeno a todo, incluso a mí mismo. La disociación tan extrema que experimentaba cada anochecer solo podía recordarme cuán miserable y errante era mi existencia, siempre coronada por la culpa y la apatía más insensata… ¡Oh! El paradigma siniestro en el que me hallaba atrapado me apabullaba con fuerza inaudita y sentía hundirme en sus garras con cada vano intento por ser libre, revolviendo así mi pesadumbre en las cenizas de aquello que ya no puede volver a ser asesinado: mi alma divagante crucificada en el apocalíptico halo de la desesperación.
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Tú que dices que vives, no apreciarías tu muerte seguramente. Tú que crees que existes, no te refugiarías en tu mente si estuvieses inerme… Todos somos unos hipócritas sin remedio, unos impostores del vacío. No amamos lo suficiente nuestra soledad, aunque acaso sea lo más real y hermoso que tengamos. Constantemente, buscamos el amor humano como un pretexto sombrío; como una manera de huir de nuestro trágico destino… ¡Ay! Al final, incluso eso se desvanecerá eternamente; incluso nuestra tristeza será ahogada por el inefable grito del suicidio. Algún día quizá miraremos atrás y descubriremos que todo aquello que creíamos haber perdido tan solo ha preparado nuestro corazón para el desprendimiento final. No estamos listos aún, somos demasiado inexpertos y nos dejamos arrastrar tan fácilmente por las patrañas de la ominosa pseudorealidad… Nadie nunca podrá entender nuestro sufrimiento inmanente ni nuestro infinito desasosiego; no deberíamos esperar ya nada de la triste y tonta humanidad, pero somos necios y nos negamos a olvidarlo todo. Algo en nosotros continua vinculándose sin ningún sentido con las penumbras de amargura que no dejan de atormentarnos ni un solo segundo, y que devoran nuestro espíritu con pintoresca y terrible facilidad. ¿Hasta cuándo proseguiremos con este juego infantil? Y dime, mi eterno e imposible amor: ¿hasta cuándo dejaré de extrañar que sean tus manos, tan blancas como la nieve, las que cobijen mi alma devastada? Ojalá olvidar fuera tan fácil como pretender que he renunciado ya a todo anhelo y que el tiempo no me parece una broma de mal gusto. No debo continuar, pero la incertidumbre todavía no ha alcanzado su punto de algidez y este infierno recién comienza a tomar forma en mis sueños menos divinos.
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Estamos tan hambrientos de auténtica existencia que no nos percatarnos de que hacemos todo para alejarnos de ella. Sí, tal parece que cada vez nos hundimos más en nuestra decadente pocilga de amargura y misantropía sin fin… ¿Qué más podríamos hacer sino odiarlo todo y a todos? Esta terrible pseudorealidad solo es digna de eso y nunca me cansaré de proclamarlo: se debe odiar. El amor aquí no existe, es tan solo una fábula ideada por aquellos oscuros intereses quienes nos gobiernan desde las sombras y nos manipulan todo el tiempo con sus infinitos mecanismos de adoctrinamiento y control mental. ¡Ay! ¡Qué gran tristeza me causa la humanidad, sobre todo la mía! No sé cómo, pero de alguna manera he llegado hasta este punto de mi vida sin jamás haberlo deseado ni solicitado. Supongo que, por irónico que suene, la desesperanza me ha servido de consuelo. El sol y los ángeles no me visitarán ni ahora ni nunca, porque quizás ellos también son producto de mi demencia sublime; de aquellos oníricos desvaríos en los cuales he querido creer a falta de algo mejor. ¡Mejor que no se aparezcan aquí! No los necesito ni ellos a mí, eso está claro. Todo lo que necesito es que todos me dejen en paz, ¿por qué no pueden comprenderlo esos monos parlantes? Su simple existencia me produce náuseas, aunque acaso no tantas como la mía… Mientras yo esté en este plano, nunca seré feliz ni podré amar; mucho menos conseguiré amarme. He fracasado y no me importa si realmente hay razones para que yo esté aquí y para que esta raza aciaga se reproduzca sin ningún maldito sentido. Solo espero que pronto llegue mi muerte, que no tarde mucho esa condenada en atraparme entre sus bellas redes; y que jamás vuelva yo a saber nada de la gran y aberrante estupidez que es la vida. ¡Yo no fui hecho para ella ni ella para mí! En todo caso, yo nunca debería haber existido; ¿a quién se le podría ocurrir que un alma tan atormentada como la mía tendría que pasar todos estos años atrapada en esta forma humana y siendo esclava del inútil paso del tiempo? Dios, indudablemente, debe ser un completo idiota.
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Encanto Suicida