El amor humano no servía de nada; era una absoluta blasfemia, una inutilidad infinita, una irónica estupidez. Se suponía que por rozar el cuerpo con alguien más e intercambiar algunos fluidos ya era esto un símbolo de amor, la máxima unión en este sinsentido de la existencia al que, irremediablemente, estaban ligados todos los humanos. Pero ¿cómo podrían ellos saberlo? ¿Cómo podrían siquiera intuirlo esos peones del absurdo? ¿Qué podría esperarse de una raza tan vil y decadente? Era natural que tal comportamiento reinara en el mundo, que tal carencia de espiritualidad inundara, como un tsunami, la pestilente mente de los títeres carnales. Y es que, al fin y al cabo, ¿no era la vida solo eso? ¡Banalidad y ya! ¿Qué otra cosa había además de eso? Dinero, diversión y absurdidad eran los emblemas de aquellos patéticos seres que se hacían llamar humanos. Todo estaba podrido y lo mejor era, sin duda, pegarse un tiro o colgarse para escapar de tan pavorosa y atroz pesadilla.
Lo mismo ocurría con el sexo, pues los humanos habían hecho de él una adicción, aunque el amor fuese mera casualidad en sus relaciones ilógicas. De hecho, ya nadie se amaba, solo importaba acostarse con quien fuera y, al día siguiente, olvidarse de ello por seguridad. Así se repetía cada viernes, siempre el mismo ciclo de nefanda irrelevancia y lúgubre felicidad. Todo comenzaba en esos lugares llamados bares y antros donde asistían las personas a derrochar su dinero y olvidarse de sus penas, para luego encontrar una persona cualquiera con quien mitigar las inquietantes ganas de fornicar. Y, mientras muchos ahogaban sus vidas en alcohol, otros luchaban por sobrevivir, dormían en banquetas o competían con los gatos para ver si, en la basura, hallaban algo y así el hambre aquietaban. La verdad es que a nadie le importaba ayudar a otro ser, pues el egoísmo y el materialismo habían ya conquistado todas las mentes. El mundo era un asco; el ser su símbolo irrevocable.
Sin embargo, había industrias que producían la comida suficiente para acabar con la hambruna y mantener a todos con el estómago contento, pero la ambición del ser había alcanzado niveles tan desconcertantes que era inadmisible intentar al prójimo ayudar. Unos pocos lo dominaban todo desde las sombras, manejaban como títeres a empresarios y gobernantes con tal de cebarse con la miseria del pueblo y crear mayor desigualdad y enfermedad. El humano era ignorante de esto, solo le importaba “ser feliz”, aunque fuese con base en la mentira universal y adorando al falso dios dinero. La hipocresía reinaba en los corazones, compartida por el rencor, la envidia y el deseo de hacer daño y pelear por lo más insignificante que de pretexto pudiera funcionar. El ruin mundo humano era algo que definitivamente debía ser destruido cuanto antes. La fatalidad, no obstante, era observar que nadie, ni por casualidad, podía ya cuestionarse ni reflexionar lo más mínimo.
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Repugnancia Inmanente