No hay nada en la vida que justifique el vivirla, pese a lo que tantos otros supuestos filósofos o pensadores hayan argumentado. Todo siempre partirá de experiencias subjetivas y de juicios relativos. Ya sea que nos vaya bien o mal, nos inclinaremos a ver el vaso medio lleno o medio vacío. Pero cuando se ha llegado a cierto punto del hartazgo existencial extremo, esto ya ni siquiera es relevante; es decir, ya no importa si nos está yendo bien o mal, si tenemos o no pareja, si somos felices o no, si la vida tiene sentido o no… No, ya nada de eso interesa. Lo único en lo que se piensa en tal estado es en dejar de existir en el corto plazo, pues se comprende que la existencia en sí es la mayor de todas las injusticias; y, ciertamente, una que debe ser disuelta cuanto antes con tal de preservar un poco de equilibrio cósmico.
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Casi siempre podemos autoengañarnos un poco más y mejor que antes, y así pensar que lo que hacemos, somos y decimos servirá de algo. La verdad es que no, por devastador que suene. Nuestras vidas son algo patético, trivial y horrible. Todo lo que hacemos es soportar las embestidas de la existencia del mejor modo posible, pero hasta ahí. Sobrevivimos, mas no vivimos. Nuestros sueños ni siquiera son nuestros; son solo ideas implantadas producto del adoctrinamiento que sufrimos desde nuestro absurdo nacimiento. Y todo lo que creamos que ha sido importante y valioso en el tiempo que hemos vivido no es en realidad sino polvo y espejismos que la muerte se encargará de arrojar, como trapos viejos y sucios, al más recalcitrante olvido. No seremos recordados por nadie y así será mejor, pues ¿acaso merecería tan impertinente e ínfima perturbación ser rememorada por algo o alguien?
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¿Qué es nuestra agónica y humana miseria en comparación con el inmenso y vasto cosmos? ¿No será que de nueva cuenta nuestros enfermizos delirios de grandeza nos han obnubilado por completo y no nos permiten vislumbrar la posible verdad? No somos importantes para nadie, jamás lo hemos sido ni lo seremos. Lo mejor que se puede hacer es embriagarse, drogarse y luego colgarse. Este ominoso traje de carne y huesos que somos no pinta nada bien y no tendría por qué. Nuestras esperanzas son vanas, meros ecos en la inmensidad de un imponente estado de vacuidad al que le somos absolutamente indiferentes. Surgimos de un error y moriremos en él sin importar qué hagamos, pensemos o digamos. La muerte es, pues, la única salvación posible en tales condiciones. No tiene caso luchar por nada ni por nadie, porque de cualquier manera todo se terminará tarde o temprano.
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La vida nos da una pequeña probada de lo que es la soledad, pero la muerte se encarga de despejar cualquier duda al respecto. En ese sentido, aquellos solitarios deberían de estar agradecidos ante tal suceso. Pues la muerte no es solo el fin de toda nuestra miseria y estupidez, sino también la impecable muestra de que el silencio es siempre lo más hermoso.
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Nunca entendí realmente por qué odiaba tanto a la humanidad hasta el día en que el suicidio me pareció la única alternativa. Solo entonces supe lo vomitivo, execrable y ridículo que era este mundo; y que los seres que lo habitaban no merecían otra cosa sino la inexistencia absoluta. Comprendí entonces, asimismo, cuál era mi sagrada misión: exterminar a esta raza de idiotas y purificar la realidad de su repugnante esencia.
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Cuando supe que ella se había suicidado, no pude sino esbozar una ligera sonrisa. No podía, aunque quisiera, desternillarme frente a todos aquellos imbéciles. Sabía que jamás entenderían mi sentir hacia mi ahora ya fallecida amada. Porque no solo se había quitado ella la vida, sino que había también asesinado a nuestros hijos. Todos pensaban que yo estaba devastado y que mi sufrimiento sería sin igual; pero estaban totalmente equivocados, pues no solo me sentía infinitamente agradecido ante tan glorioso suceso, sino que ahora realmente podrían intentar ser feliz. Era casi como un sueño hecho realidad, ya que en una sola noche todas las personas a las que detestaba habían sido extirpadas, como un cáncer, de mi vida. ¿Se podía pedir algo mejor que esto? Desde luego que, después de que todos aquellos hipócritas reprimidos se largaran, me embriagaría, haría una gran fiesta y fornicaría con todas las prostitutas de la ciudad… ¡Los milagros sí existen, yo soy el mejor testigo de ello!
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Infinito Malestar