¿Qué otra cosa podría ser esta absurda y horripilante existencia sino una cruenta pesadilla de la cual tan solo la muerte puede despertarnos definitivamente? Compadezco a todos aquellos quienes no pueden apreciarlo así, puesto que me parecen tan corrompidos y adoctrinados para no atisbar lo que se muestra ampliamente ante sus tristes ojos día con día: la náusea de existir.
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¿Cómo no odiarlo todo y a todos cuando cada momento que sigo vivo me parece una absoluta tortura? Más aún, una vil ofensa hacia mi propia integridad física, mental y emocional.
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No podía evitar sentir un asco cerval hacia las personas que me rodeaban (y hacia las que no también). Era como si hubiera algo en ellas, en su mera humanidad, que me producía una infinita náusea y un incontrolable deseo de alejarme de ellas cuanto antes. Con el paso del tiempo, estas sensaciones desagradables fueron incrementándose hasta el punto en que ya no podía soportar el estar cerca de nadie, ni siquiera de mí. Fue entonces cuando supe que el momento había llegado: debía quitarme la vida de una buena vez o, sino, ¡quién sabe qué de mí sería!
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Sigo creyendo fervientemente que mi único trastorno fue haberte amado tanto cuando ni siquiera tenía plena certeza de que fueras real. Es solo que eso no me detuvo aquellas delirantes noches donde no sé si fue real o si únicamente soñé con haber besado y adorado cada parte de tu etéreo ser. De lo que sí puedo estar seguro es de que, aun si no existes, yo te amaré más que a cualquier otro ser de aquí a mi soberbia muerte.
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Tal vez en algún otro mundo podamos al fin ser felices sin sentir a cada instante que dicho estado se ve amenazado por lo más insignificante y pisoteado por lo más ruin. Al menos en este mundo, estoy completamente seguro, jamás logramos tal cometido. Nuestra esencia es nuestra fatal agonía y nuestra naturaleza nuestra eterna condena.
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¡Cuántos planes tenía ella! ¡Cuántas cosas quería hacer, ser y ver! Y, sin embargo, yo solo la escuchaba hablar y hablar, pues nunca se callaba. ¡Pobre ilusa! En cierto modo, la compadecía y le tenía lástima. Me gustaban su cuerpo, su boca y sus cabellos; sobre todo, sus ojos azules y resplandecientes. Me miraba como si yo fuera su dios y repetía, una y otra vez, que quería pasar su vida entera a mi lado. Admito que habría sido bueno, quizá mejor de lo que sonaba. Pero, si tan solo ella hubiera podido leer un poco mejor en mi mirada, se habría dado cuenta de que mi único anhelo era tan solo matarme esa misma noche tras haberle hecho el amor; y también habría entendido que no me importaba en lo más mínimo seguir existiendo en este sórdido pantano de humana estupidez, ni siquiera si era a su lado.
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Infinito Malestar