La ignorancia guiaba de manera majestuosa y solo ella era la indicada para abrir las gloriosas y anheladas puertas de la felicidad. Así es como funcionaba el mundo, así le gustaba al humano engañarse y formar rebaños ciegos y putrefactos. Era casi un emblema de la civilización: si eres ignorante, seguramente serás feliz. Y sí, tarde que temprano todas las personas, consumidas por el sinsentido de sus vidas, el cual eran, desde luego, incapaces de atisbar, terminaban por saborear el dulce néctar del conformismo y la banalidad. Ya fuese mirando la televisión, fornicando, embriagándose o tragando como cerdos, el ser estaba sumamente necesitado de experimentar placer y satisfacción, de sentirse vivo a cada momento, aunque su interior estuviese desde hace tanto ya muerto. La vida, así pues, terminaba por ser únicamente una vil y patética falacia; una aberración que no podía significar mayor desperdicio de energía, tiempo y espacio.
Esa era la triste faceta de la humanidad, de la grandiosa y elegida humanidad; sí, de aquellos seres racionales inventores de deidades para guiar sus vidas; de los elegidos para sucumbir, de los que no portaban la marca de Caín; de los que se sentían identificados en todo instante por la comunidad y lo trivial, de los malditos filisteos a los que tanto deploraba observar. ¡Cómo me molestaba verlos por ahí, esparciendo su carroña, vociferando sus tonterías, cometiendo todo tipo de depravaciones, enalteciendo su recalcitrante miseria y glorificando a la mediocridad y el sinsentido como si éstos fuesen los dos pilares que guiaran a la salvación! Ninguno de todos estos monos parlantes podía percatarse de la intrascendencia que reinaba por encima de todo lo que creían valioso, ninguno de ellos podía ver más allá del sexo, el dinero y las mentiras incrustadas en su interior para adorar lo más banal. La pseudorealidad lo sabía muy bien y siempre tenía algo con qué atrapar nuestras mentes.
Y, aún más que odiar todo lo anterior, me odiaba a mí mismo; lo hacía por ser un pobre lobo perdido y moribundo que vagaba entre los anacoretas y los rincones más solitarios; buscando siempre un sentido, algo diferente a lo común; analizando y decepcionándose a cada momento por no hallar respuestas o siquiera señal alguna… Si tan solo alguien o algo fuera distinto, un poco menos humano. Si hubiera alguien que aún luchara por vencer su humanidad en lugar de fortificarla, si existiese un solo ser cuya existencia no fuera como la del rebaño que tanto me repugnaba; sin embargo, era una entelequia solamente. Estaba solo, completamente aislado y perdido en un sendero que a nada conducía; infectado por la vida absurda de los humanos, labrado en el mismo destino que a todos nos absorbía sin excepción; contemplando la caída del alma y la elevación de la miseria existencial, la fatídica y emblemática manera en que el vacío se apoderaba cada vez más de nuestros sueños.
Pero yo ya no deseaba engañarme más tiempo… Ya no anhelaba nada de este mundo, ni siquiera luchar por cambiarlo, pues era imposible salvar a quien se condenaba por su propia mano. Odiaba a la humanidad, al rebaño; odiaba cualquier cosa que tuviera que ver con este mundo y, desde luego, me aborrecía a mí mismo más que a cualquiera. Para un ser invadido de incertidumbre y devorado por la náusea, portando la marca de los rechazados y el símbolo de la vacuidad, no quedaba ninguna esperanza sino terminar con todo. Y eso justamente me propongo en estos momentos de amarga reflexión y absoluta soledad: intentar, de una vez por todas, purgar de mí cualquier rastro de humanidad. Será poético y enloquecedor, acaso también inefable y artístico; no sé, es ya momento de fundirme con el más allá, de besar el sombrío reflejo que noche tras noche atisbo desfigurarse en este mar de sangre y dolor. Hoy he decidido que todo da igual, que es tiempo de ahogar lo que siempre estuvo mal: existir.
***
Repugnancia Inmanente