Siempre será preferible que otros nos soporten a soportarnos nosotros mismos, de ahí que el ser ame la compañía (aunque sea la más vulgar) y que, asimismo, odie la soledad (aunque sea la más inefable de todas las cosas). No estamos listos para grandes cosas y quizá nunca lo estaremos; quizá nuestro destino es solo divagar fútilmente en esta onerosa realidad hasta que nuestras mentes se sequen y nuestros espíritus se pudran por completo.
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Todo lo que tenga que ver con lo humano lo detesto, especialmente mi propia humanidad. Por ello, no dejo de pensar ni un momento en el glorioso encanto suicida que tanto añoro y que tan mágicamente me embriaga en mis delirios más oníricos. Solo a él quiero ir de rodillas y recibir entre mis manos el cuchillo centelleante con el que habré de cortar mi garganta cuando el silbido de los últimos gigantes me permita atisbar mi consciencia desnuda y mi alma emancipada.
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¿Qué es la historia de la humanidad sino una abominable farsa repleta de absurdas contradicciones, guerras estúpidas, triunfos ocasionales y patéticos delirios de superioridad? Pero, sobre todo, desesperados arañazos por evitar lo inevitable: la muerte, el olvido y la nada. ¡Ay, qué sería de todo lo humano sin que su inenarrable abismo terminara siempre por tragarse su insulso orgullo! Ya ni siquiera tengo palabras que ilustren el pandemónium tan terrible de depresiva náusea que me atormenta cada día cuando adquiero plena consciencia de que aún sigo vivo, aún respiro y aún soy demasiado humano. Si tan solo fuera un poco más valiente, si tan solo nunca nada de esto hubiera existido… ¡Horror existencial que no necesita de fantasmas o monstruos, pues ya nos tiene a nosotros mismos para expresarse de la mejor (o peor) manera!
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Siempre debemos procurar tratar mal a nuestros semejantes, pues nunca se sabe qué clase de cosas malévolas estén maquinando en nuestra contra. Lo mejor es siempre asumir que los demás buscarán perjudicarnos de una forma u otra, o que, en su defecto, simplemente nos utilizarán cual una herramienta que sirve a sus temporales propósitos. De ahí que no vale la pena relacionarse con casi nadie y que debemos mantenernos alertas todo el tiempo; especialmente cuando alguien trata, de la manera más nauseabunda, de entrometerse entre los hermosos labios de la soledad y los nuestros.
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No importa a donde vayamos ni con quien estemos, puesto que una vez que la desesperación de existir y el hartazgo existencial extremo han surgido en nuestro interior, nada del exterior podrá apaciguar del todo tales estados de trastornada contrición; nada salvo quizá solo el suicidio. Y ¡quién sabe si incluso él se atreva a hacernos sonreír con alguna de sus pintorescas ocurrencias! O quizá la fatalidad de nuestra humana miseria sea demasiado vívida todavía como para que la muerte se recueste en el mismo lecho donde reposan nuestras carcomidas esperanzas.
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Tal vez las cosas estaban, curiosamente, al revés: la gente optimista se suicidaba tras un solo arranque de absoluto pesimismo y la gente pesimista proseguía tras efímeros pero continuos arranques de un optimismo enmascarado. No podía saberse cual de estas dos posturas resultaba más adecuada y quizá ninguna lo era. Después de todo, la existencia de algo tan efímero y patético como el ser humano resultaba obsceno en demasía y su extinción era lo único por lo que yo pedía todas las noches. Ser pesimista, optimista o adoptar cualquier otra postura no significaba nada en un mundo donde las mentiras y solo ellas podían colocarse los atuendos de la verdad y lucir igual de bien.
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La Agonía de Ser