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La Agonía de Ser 56

Tal vez todo el odio que proyectamos no sea sino el más triste reflejo de todo el amor que desearíamos recibir. Y esto sí que es en verdad la mayor de todas las desgracias, puesto que, en este mundo, el amor es tan solo el más hermoso de todos los espejismos en los que diariamente buscamos tan desesperadamente consuelo alguno. Sobre todo, si se trata del amor humano; de ese egoísmo enmascarado y ataviado con inaudita elegancia al que nos entregamos en nuestros momentos de mayor fragilidad. ¡Ay, cómo se quiebra nuestro corazón entonces; víctima de cuchillos invisibles que atraviesan nuestro espíritu de pies a cabeza y sin compasión alguna! ¡Ojalá nunca conociéramos ni experimentáramos algo remotamente parecido a ello! ¡Ojalá tuviéramos el valor de colgarnos esta noche y de no volver a culpar a nadie sino solo a nosotros mismos por nuestra infinita estupidez y cruenta inutilidad! ¡Cuánto nos mentimos todavía, quizá más de lo que creemos haber vivido! El viaje ha sido corto y subjetivo, pero las impresiones generadas han sido totalmente objetivas.

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El miedo a morir es natural, lo que de ninguna manera podría serlo es el aferramiento a esta vida ilusoria, que es precisamente la más infame condición del ser. No podemos mirar con ojos que sobrepasan lo terrenal, tampoco podemos escuchar con oídos dispuestos a la verdad. Hemos ocasionado un terremoto existencial ante el cual estamos más que indefensos, un incendio que acabará por fulminar lo poco de artístico en nuestro interior. Y así proseguimos, siempre aniquilando un poco más nuestra consciencia divina y abrazando más las desventuras y engaños de la pseudorealidad. Está tatuado en nuestra repugnante naturaleza la tendencia a lo putrefacto, pues la guerra siempre ha estado dentro y no fuera. Mientras no comprendamos esto, estaremos dando vueltas en círculos y pretendiendo que somos sabios, iluminados o maestros. Nada más opuesto: somos seres demasiado temporales e insignificantes arruinando con majestuosidad sus limitadas y escasas posibilidades de evolucionar.

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Incluso quizá la muerte sea algo demasiado bueno para una criatura tan patética y absurda como el ser humano, para una caterva de ignorantes como nosotros a quien solo puede cautivar lo más nauseabundo y efímero. Deberíamos avergonzarnos de nuestra miseria, cortarnos las venas tan pronto como podamos y añorar no volver a equivocarnos tanto en un solo pestañeo de lo eterno. ¿Nos clavaran en una cruz quizás o nos convertirán en semidioses por nuestra sincera hipocresía? ¡Quién sabe lo que será de nosotros, pobres desamparados de la luz inmortal! Ni la poesía ni la filosofía podrán salvarnos, porque de ellas también hemos escapado como un perro asustado que se refugia en mentiras todavía más vulgares. El símbolo de los caídos se hace latente en nuestros corazones, pero no somos ángeles ni demonios; somos solo aquello que nunca debió haber sido en ningún cielo, infierno o universo.

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La existencia del ser es tan solo una equivocación, de eso me cabe la menor duda. Ahora lo intrigante es llevar este nauseabundo error a su indispensable final antes de que sea demasiado tarde, si no es que ya lo es… El tiempo mismo, me parece, está cansado de nosotros y nos reprocha su amargura mediante el tedio siniestro que experimentamos la mayor parte del día. El sol para nosotros se ha ocultado en su caverna y no desea alegrarnos con su luminiscente presencia, con su cálida magnificencia. Nosotros somos los culpables, nosotros hemos matado a Dios y no hemos asumido la responsabilidad de este divino asesinato. Lo trágico no es ser un asesino, sino no saber qué hacer después del primer crimen.

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Somos traídos a este execrable mundo ahíto de maldad, avaricia y crueldad sin nuestra opinión. Luego, conforme pasan los años absurdamente, nos llenan la cabeza con creencias estúpidas y nos adoctrinan para aceptar nuestra miseria sin importar qué. Entre otras tantas tonterías, escucharemos cosas como “la vida es hermosa”, “todo tiene un sentido”, “dios sabe por qué hace las cosas” y muchas más. Entonces el ciclo comienza para la mayoría: estudiar, trabajar, reproducirse y, sin el más mínimo sentido, morir tal como ha vivido. La existencia de nuestra ominosa especie ha sido indudablemente un error, un desperdicio incuantificable del que nada bueno se ha podido extraer. Y, peor aún que esto, es el que el propio error se niegue a ser corregido, purificado y exterminado. ¿Podría concebirse algo más contradictorio, algo más insolente que la enfermiza necedad con que nos aferramos a nuestra miseria solo porque no conocemos nada mejor?

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La Agonía de Ser


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