Era una mañana cualquiera y en la universidad se respiraba un aire fresco, uno que vivificaba los ánimos de otro día más, de otro rutinario horario y de las clases que nunca dejaban algo más allá de la tarea y ridículas concepciones sobre el mundo. Además, con las nuevas reglas todo se estaba tornando demencial y absurdo. Pero los estudiantes y los profesores en la facultad de filosofía parecían aceptarlas cada vez con mayor confort, el periodo de resignación ya se había gestado en aquellas mentes mal guiadas y programadas para solo actuar sin cuestionar. Solo algunos cuántos luchaban todavía por el pensamiento propio y defendían sus ideas a capa y espada. Así era la vida, la mayor parte seguía al rebaño y unos cuántos locos se atrevían a pensar diferente.
–¡Buenos días, profesor Fraushit! ¿Va a querer lo de siempre o le ofrezco algo distinto?
–Lo de siempre está bien –contestó un sujeto delgado y canoso, con aspecto serio y solemne, con un tono de voz peculiar y llamativo, con un halo de sapiencia fulgurante.
–Su emparedado, ¿con aguacate o sin? –inquirió la señora de la tienda, que siempre olvidaba esa parte a pesar de que el profesor Fraushit compraba ahí su emparedado desde hace ya más de diez años.
El profesor Fraushit era uno de lo más controvertidos en la facultad de filosofía, pues, ciertamente, no era como el resto. De entre los escasos profesores que simpatizaban con el club rebelde de los soñadores declarados, él era el principal aliado y amigo incansable de Filruex. Le había recomendado reservarse ciertas cosas, pues en esta sociedad era difícil querer realizar cambios sustanciales a personas que jamás podrán mirar más allá de sus metas personales y sus ambiciones materialistas. También era amigo de Lezhtik, aunque con él platicaba de temas más filosóficos y conspirativos. Todos en la facultad lo detestaban por su rebeldía ante las autoridades. Los alumnos tenían opiniones variadas, unos decían que era excelente docente y otros lo condenaban como el profesor más chiflado y estulto.
Lo que era verdad era que el profesor Fraushit tenía un punto de vista distinto del resto. Sabía de antemano que este mundo era un vil complot y que el gobierno en conjunto con la religión eran los principales enemigos del ser libre. También, se le escuchaba decir que la vida era absurda, tesis que apoyaba mencionando libros prohibidos en la universidad, lo cual le valió tremendas reprimendas por parte de los directivos. En los últimos años ya había perdido un poco la fuerza de la resistencia, pero aún conservaba ese aire guerrero en contra de la opresión. Apreciaba a los estudiantes que no sabían ceder ante la autoridad y los incitaba a defender sus ideas ante cualquiera.
–Siempre, ante todo y ante cualquier persona, sin importar el momento o situación, se debe ser fiel a lo que se cree y sostenerlo aun cuando esto implique el rechazo de nuestros propios creadores –comentaba a la encargada de la cafetería mientras esperaba su desayuno.
Tales ideas radicales le habían valido el desagrado de sus colegas y sus superiores. Su formación original era la de matemático; de hecho, entró a la facultad dando clases de lógica. Más tarde realizó sus estudios de posgrado en filosofía y de ese modo era cómo había conseguido ser aceptado como profesor. Desde su ingreso a la docencia, siempre demostró una actitud distinta a sus colegas, no permitiendo que sus estudiantes fueran ortodoxos en la enseñanza que pretendían los demás profesores. Su vida personal era un completo misterio, nadie nunca había logrado sacarle tan solo el más mínimo rastro de ella. Se limitaba a dar sus clases, a contar teorías de oposición y de conspiración. Sentía un rechazo bien solidificado hacia toda clase de imposición por parte de sus superiores y en múltiples ocasiones se le vio en querellas y revueltas.
Era partidario de los rebeldes, de aquellos que luchaban contra la autoridad. Por esto mismo, se le vio en más de una ocasión apoyando a Filruex y al club de los soñadores declarados. De hecho, se rumoraba que era él quien en el fondo mandaba en este club, pero no se sabía con seguridad. A pesar de todo, era un buen sujeto, siempre benevolente y decidido. Lo único que no era aceptado en él era su falta de sumisión y el abandono de sus ideales a cambio de los impuestos por el sistema. A los estudiantes les gustaba tomar clases con él debido a que se emocionaba tanto en sus disquisiciones que terminaba por perder el hilo de la materia que estaba impartiendo. De tal suerte que, de la hora y media de clase, solo unos 20 minutos eran acerca de temas indicados en el temario, mientras que la mayor parte del tiempo se dedicaba principalmente a sus teorías y a recomendar a los estudiantes el no dejarse lavar el cerebro a tan temprana edad.
–Buenos días, profesor Fraushit. ¿Cómo está usted? ¿Qué clase tiene? –preguntó el profesor Saucklet.
–Buenos días, doctor Saucklet. Me da gusto saludarlo, la verdad es que mi clase empieza en unos minutos, así que colegí que sería buena idea salir a tomar el aire fresco y comer algo antes de empezar mis labores. ¿Gusta usted que nos sentemos por allá a conversar un poco? Todavía no desayuno, usted ¿ya lo hizo?
–Sí, desde luego, platiquemos un poco. No he desayunado aún, es que estoy esperando una llamada por parte del centro de investigación de energía nuclear en Alemania.
–¡Qué bien, doctor! –replicó el profesor Fraushit–. Ustedes los investigadores siempre tan ocupados con su investigación, lástima que nada de eso sirva de algo.
En la facultad ya las clases habían comenzado, parecía más un cementerio que una escuela. Desde la llegada del nuevo director, todo había cambiado, nuevas reglas estaban vigentes. Absolutamente todos los estudiantes debían seguirlas con estricto apego o, de otro modo, eran expulsados. Nadie podía comer a deshoras, había horarios específicos. La hora de desayuno era a las 8, media hora después de la entrada. La de comida a la 1, y si no, tenían que esperarse hasta la salida, que era a las 3, y retirarse a sus casas a comer. Además, si alguien era sorprendido ingiriendo alimento alguno en clase, o tan solo bebiendo agua, se le echaría también. Solo se podía ir al baño tres veces durante la estancia en la escuela, o, si no, se les multaba restándoles calificación. No estaba permitido articular una sola palabra mientras el profesor hablaba y, si alguien lo hacía, era sancionado con dinero. Y así con todas las reglas, que eran aplicadas con sumo apego.
A la más mínima violación, el estudiante era echado. Y, para ser de nuevo aceptado, debía pagar cierta cantidad monetaria, que según decían serviría de lección y formaría a los estudiantes. Además, este dinero se usaría para reestructurar ciertas áreas que necesitaban de una mejora inmediata, supuestamente. Lo más aterrador era que tanto los alumnos como sus tutores habían firmado el reglamento nuevo sin leerlo, pues era una costumbre que se había perdido hace tanto. Los padres, al estar sus hijos en la universidad, se sentían desligados de cualquier trámite, y éstos últimos tampoco permitían que aquellos intervinieran en sus asuntos, pues ya eran adultos y podían lidiar con sus vidas por cuenta propia, según decían.
–¿Por qué dice eso de los investigadores? Si somos los que más dedicamos nuestro tiempo a descubrir cosas que sirvan, cosas que innoven –argumentó el profesor Saucklet, quien tenía un doctorado en física nuclear y cuya investigación estaba enfocada a la obtención de energía por medios naturales, supuestamente.
Tanto las facultades de ciencias biológicas, exactas y sociales se encontraban adyacentes, por tal razón los profesores y alumnos de diversas carreras podían convivir y de ese modo se enriquecería más lo aprendido, según se decía. Algunos profesores, entre ellos el profesor Fraushit, creían que esto no era tan correcto, pues, aunque a primera instancia parecía una buena idea, en el fondo encerraba un plan para reciclar profesores; esto es, un profesor que daba una materia en la facultad de ciencias exactas, podía darla también en la de sociales, hablando de materias de tronco común. Todos lo veían bien, pero el profesor Fraushit sabía que era una trampa, que un estudiante de economía no podía llevar el mismo curso de cálculo que uno de matemáticas, pues, a pesar de ser mismas asignaturas, el punto de vista y el enfoque debían ser diferentes. Ese era el problema de la educación, solía decir, que siempre se buscaba generalizar todo. Y lo que nadie sospechaba es que esta treta tenía como verdadero objetivo explotar más a los profesores y ahorrarse personal. El salario destinado a este personal que no se contrataba era destinado para el nuevo director.
–No me parece acertado lo que usted dice. Yo casi nunca he visto que esos proyectos se lleven a cabo aquí en el país. Lo único que hacen es trabajar para la gente poderosa, para la que puede pagar por ellos. Sin saberlo, ustedes los investigadores están proveyendo de tecnología a la gente rica, a los americanos y a los europeos. Usted, doctor Saucklet, y todos sus colegas, no trabajan para su patria y para ayudar a sus semejantes, solo son los peones de los explotadores.
El profesor Saucklet se mostró en descontento con tal afirmación, pues a él no le parecía que fuese así. Él amaba la ciencia más que nada y creía estar trabajando en proyectos para ayudar al medio ambiente.
–Yo amo la ciencia más que nada, profesor Fraushit –respondió el profesor Saucklet con arrogancia y molestia, mirando incisivamente a su colega–. Además, nosotros los investigadores sí contribuimos a las mejoras del país, no como los filósofos. ¿Qué hacen ustedes por sus semejantes? Se la pasan todo el día reflexionando sobre cosas que no existen, sobre el ser, la existencia, el universo, la razón, y, al final de todo eso, ¿qué hay? Sabe usted una cosa, mi padre era filósofo y tenía muchos libros; jamás tuvo tiempo para mí y para mi madre menos. Ella fue quien me mantuvo trabajando día y noche en una cantina, lavando platos y haciéndola de mesera. Y ¿qué hizo él por nosotros? Nada, pues todo lo que hacía era vivir como un filósofo, o sea, ser un parásito más del mundo. Para mí, los filósofos son lo mismo que los políticos, solo saben hablar bien y nunca actúan para ayudar.
–Me parece bastante triste que usted no entienda la esencia de la filosofía, pero no discutiré eso. Es cierto que los filósofos parecemos egoístas e insensatos muchas veces, y que no nos importa la vida, pero es lo que más buscamos entender. Ustedes, la gente normal, nunca entenderían nuestra agonía. Y es justamente eso lo que nos diferencia, que nosotros no podemos vivir como ustedes, enfrascados en el mundo real, sino que buscamos uno más sublime, más etéreo. Nuestra búsqueda puede durar años, pero incluso eso es más valioso que engañarnos con un mundo de caricatura como el que impera. Y ¿sabe usted una cosa? Yo fui matemático antes, quise ser investigador, pero me di cuenta de que no llegaría a nada contundente, tan solo daría vueltas en círculo.
–Y ¿a qué ha llegado siendo filósofo, profesor Fraushit?
–A una sola verdad que tristemente no puedo cambiar, pero no lo entendería. Por otra parte, insisto en que la ciencia tan manipulada que se tiene hoy en día no podría acercar al ser a la verdad, dudo que ese sea el camino. Jamás he visto que un científico o un investigador trate de ayudar a las personas pobres, que luche por abrir un hospital o una escuela. Y, si algunos lo hacen, son contados. La mayoría solo obtiene su grandiosa beca y se hacen tontos en algún centro, investigando cosas que solo sirven para presumir y que no ocasionan cambios en el mundo si no es a favor de los poderosos.
–Y, aunque así fuera, yo ¿qué culpa tendría? Yo no soy culpable de la miseria del mundo ni de los pobres. Yo solo quiero ser feliz haciendo lo que me gusta, y me siento muy a gusto con mi puesto aquí y en el mundo.
–Es usted muy ingenuo. La felicidad, tal y como es concebida por el humano, solo es una ilusión. Nunca he conocido a un hombre que, siendo sensato y habiendo percibido la verdad, quiera y pueda ser feliz en un mundo como este. Debe entender usted, doctor Saucklet, que un hombre que se siente a gusto con esta realidad no puede ser un buen hombre.
–Y ¿se puede saber de una vez cuál es esa maldita verdad a la que tanto se refiere?
–No tiene caso, alguien tan acondicionado como usted no podría percibirlo. Los doctores hoy en día solo son hombres que han aprendido cierta ciencia y no son menos ignorantes que los barrenderos, pero que se creen semidioses. Ustedes no son diferentes del rebaño, eso lo he sabido siempre. A veces incluso el barrendero es más consciente de la verdad, pero ustedes carecen de eso, ya no pueden abrir los ojos, están cegados como los religiosos, los políticos y las demás personas que solo buscan algo con qué engañarse.
–Pues yo no creo que los filósofos sean diferentes de nosotros. A mí no me importa lo que usted crea de mí o de la ciencia o mis compatriotas. Y, si así lo quiere ver, yo me siento bien conmigo mismo. Tengo una bonita casa, un auto y dinero. Tengo un buen horario, salgo con mi novia y nos divertimos. Me gusta pasear, viajar y hospedarme en lujosos hoteles, ir a plazas y al cine, disfrutar de una fiesta. Y eso no me hace menos que ustedes, incluso tengo mi doctorado y soy importante aquí, más que usted tal vez.
–Sí, así es –dijo sin inmutarse el profesor Fraushit–. Justamente es como ellos, como la clase de personas que jamás podrían entenderlo. Los filósofos también están ciegos y, aunque su título diga filósofo, en realidad no lo son. Un verdadero filósofo no necesita de un título universitario o de una institución, ni siquiera de estudios en una escuela. El auténtico filósofo es el que tiene la percepción para percatarse de la verdad del mundo y para reflexionar, para elucubrar y formarse criterios propios; es alguien que crea, imagina y es curioso, esas son sus principales armas. El filósofo verdadero no dice que lo es, lo siente y lo vive a cada momento rechazando la realidad y sus imposiciones. Vive frugalmente, busca y jamás cede ante los ideales de otros, se mantiene y defiende los suyos a costa de todo. Eso es un filósofo, profesor Saucklet, un ser que no se ha conformado con el mundo tal como es ahora.
–Y usted ¿es filósofo, profesor Fraushit? O ¿solo persigue deseos imposibles?
–Yo no lo soy, pero aspiro a serlo. Y trato de formar filósofos, no gente como usted y sus colegas, que solo sigan patrones impuestos por la sociedad. Enseño lo que es y no lo que debiera ser, muestro la realidad en su mediocridad completa y pregono el rechazo a la autoridad. Y, aunque yo fracase en mi lucha, vendrán otros, quizá pocos, pero sé que vendrán. Y esos otros escribirán libros y darán clases, y aprenderán y enseñarán a ser rebeldes y a defender los ideales propios, a no permitir que este sistema arrebate nuestros sueños con sus artimañas y sus vicios superfluos que a usted ya lo han consumido. Sé que esos nuevos seres lucharán como yo por transmitir este mensaje ignorado por tantos y solo entendido por algunos. Y le diré mi verdad, la que está prohibida mencionar aquí en la facultad desde estas nuevas imposiciones. Lo que yo creo como verdad es que: absolutamente nada en este mundo tiene sentido.
–¡Ja, ja, ja! ¡Está usted loco de remate! ¡Ahora sí me hizo desternillarme! –dijo entre carcajadas vacilantes el presuntuoso investigador–. ¿Cómo puede usted pensar eso? Quizá su vida no tenga un sentido, pero la mía sí. Tengo gente que amo y me ama, tengo un trabajo donde soy importante, una vida y sueños, quiero viajar, aprender y hacer ciencia. Yo le doy un sentido a mi vida, no soy títere de nadie ni sigo los patrones de la sociedad.
–Su existencia es miserable, pero no es capaz de dilucidarlo, pues este sistema lo ha trabajado bien. Las personas siempre basan el sentido de sus vidas en otras personas, en otros lugares, en sus estudios y sus trabajos, pero eso no es trascendente. Todo lo que usted hace solo forma un ciclo absurdo del cual no es posible escapar, porque, además, usted no quiere salir de él. En realidad, nada en la vida, tal como es, vale la pena tanto como para vivirla. Y por eso le hablé a usted del engaño que hace la gente para soportar esta existencia, cada uno busca algo con qué enmascarar la banalidad que yace en todo lo que es.
–Y entonces ¿por qué sigue usted vivo, profesor Fraushit? Si su vida no tiene sentido, y si, según usted, la de nadie lo tiene, ¿por qué vivir?
–Eso es lo que me pregunto cada mañana al despertar, sigo levantándome de la cama y me arrepiento de existir. Pero, sabe una cosa, desde hace años ya no creo estar aquí y ahora, ya no siento nada, ya no creo ni quiero nada, todo me resulta insípido, y es porque no puedo engañarme más como usted y los demás. Y lo que ha pasado en mi vida lo agradezco, pues ha contribuido a abrirme la mente. Incluso ahora, no estoy seguro de estar aquí, solo soy un fantasma que finge una supuesta existencia y un supuesto sentido ante una realidad triste y miserable. No estoy seguro de que todos estos años haya vivido realmente, pues tengo la peculiar sensación de no sentirme parte de esos seres que llaman vivos. Respiro y hago todas mis actividades por inercia, he perdido los sentidos y cualquier clase de apego. No vivo realmente, profesor Saucklet, solo intento sentirme menos muerto quizá.
–No logro entender lo que me dice. Yo no puedo aceptar eso, yo sí estoy seguro de mi existencia.
–Y ¿por qué? ¿Cómo tiene esa certeza? Es algo que se acepta desde un principio, jamás nadie lo ha demostrado. Usted tan solo es producto de las creencias y costumbres de una historia construida por gente ambiciosa; en resumen, un ente moldeado para tomar como propias ideas y concepciones que la sociedad le impondrá y que usted, ingenuamente, incluso defenderá. Pero eso somos todos de alguna manera, no se sienta usted único.
–Pues no, pero es algo obvio que existimos y que somos reales. Si no, entonces ¿cómo explica el que podamos fornicar, comer, correr, respirar y las demás actividades?
–Bien podría tratarse de una mera ilusión, como nosotros, como todo este mundo. Solo un holograma en el cual el tiempo y el espacio limitan nuestra percepción.
–Esas son tonterías, me niego a aceptar esas teorías que usted pregona. No sé de dónde ha sacado tantas cosas, pero le recomiendo que visite a un psiquiatra, usted necesita ayuda.
–Muchas gracias, pero así estoy bien. Me gusta que las personas crean que estoy loco, porque yo creo que ellas son seres cuerdos y comunes; todos tan igualmente programados para un mundo de fantasía, y eso sin importar su grado académico, social, económico o cualquier otra distinción.
Un celular sonó en esos momentos, era del centro de investigación; paralelamente, el reloj marcó la hora en que el profesor Fraushit tenía que ir a su clase. Con estas nuevas normas ya no se sabía cuándo caerían los descuentos. Extrañamente, a los allegados del nuevo director parecían no aplicárseles bien las reglas, pero quizás eran alucinaciones del profesor Fraushit, quien sospechaba de todos siempre y creía que todos estaban en su contra. Ninguno de los dos profesores se despidió, ambos habían quedado emocionados con la plática, pero quizá nunca la terminarían.
Así fue como prosiguieron las clases en la facultad. La opresión estaba llegando al límite, los muchachos cada vez veían con más resignación las nuevas reglas. Se habían organizado juntas y algunos padres de familia argumentaron que no era justo el trato que estaban recibiendo sus hijos, pero, cuando se les dijo que todo era a favor de su educación y que después de tales reglas estarían listos para el mundo laboral, quedaron satisfechos. El nuevo director incluso prometió que vincularía a la facultad de filosofía con un programa de becarios donde se les aceptaría en el área de filosofía empresarial, a cambio de proponer nuevas ideas sobre la forma de gobernar a sus empleados. En un comienzo todos podrían participar, según se dijo, pero solo algunos cuántos se quedarían; los otros podrían ser auxiliares y esperar hasta que se abriera otra plaza.
Los únicos que aún no se rendían ante tales imprecaciones eran Lezhtik, quien disimulaba acatar las reglas, pero se desvelaba para romperlas en su habitación, y aquel funesto grupo rebelde donde estaba Filruex, quien en su club le daba la contra a cada discurso del profesor acondicionado. Tristemente, cada vez menos estudiantes estaban interesados en sus coloquios o sus revueltas, pues se habían resignado a acatar las reglas. Emil, otro integrante del club de los perdedores declarados, también continuaba su rebelión a su modo, dibujando cada que podía y a escondidas de los profesores y de sus padres, quienes tampoco estaban de acuerdo con que realizara tal actividad. Paladyx, una antigua amiga de Lezhtik y Filruex, también se defendía como podía y era miembro activo del club; no obstante, era atormentada por extrañas visiones que le indicaban presagios y todos decían que estaba loca, pero ella no prestaba atención. Casi no dormía dado que se esmeraba en cumplir con su tarea y a la vez pensaba en todos los discursos de Filruex, tratando de encontrar el modo de romper con el sistema impuesto.
A los estudiantes restantes se les veía cada vez más conformes, ya casi nadie cuestionaba las decisiones del director, todos lo terminaban por aceptar. A algunos hasta les parecían justas las nuevas reglas, y más desde que se autorizó que, a media jornada de clases, se implementaría un momento para jugar videojuegos. Ahí se podía ver a todos los estudiantes como zombis, sosteniendo el control en sus manos y obsesionándose con esas realidades ficticias, las cuales les hacían olvidar su miseria. Ya lo único que esperaban era justamente la hora de los videojuegos, donde sus fatigadas cabezas podían distraerse someramente para luego volver a las clases. El único sentido que le hallaban a la escuela era la hora de los videojuegos.
Por otra parte, se había alabado la iniciativa del nuevo director de implementar el deporte en los estudiantes, quienes, dada la naturaleza de sus carreras, solían vagabundear y holgazanear. Se habían establecido tres deportes principalmente: fútbol en todas sus variantes, boxeo y carreras. De hecho, todo aquel que buscase practicar algo distinto se encontraba con muchas complicaciones y papeleo innecesario. Por tal razón, de una u otra forma, todos los estudiantes terminaban por inclinarse ante uno de los tres deportes mencionados. Cada uno de éstos era practicado en días distintos de la semana, así un practicante de fútbol podía también hacer boxeo o participar en las carreras. Y, a su vez, cada deporte tenía su sentido, o eso el director hacía creer a los estudiantes. En el fútbol, se les incitaba a olvidarse de sí mismos, a darlo todo en favor de la sociedad, que en este caso era el equipo. ¡Cómo causaba emoción ver a los participantes del partido corriendo tras ese balón!
Siempre los torneos se organizaban en épocas donde el director presentaría una nueva imposición, invitando hasta a los padres de familia. Todos estaban encantados con esa iniciativa y hasta habían ya pensando en formar un club profesional para las grandes ligas. Se decía que los mejores futbolistas del barrio estaban ahí en la universidad. En los pasillos solo se escuchaban conversaciones sobre el fútbol y quién era mejor o peor, o qué equipo ganaría y cuál sería descalificado inmediatamente. La euforia y pasión del fútbol hacían que los estudiantes olvidaran las condiciones patéticas y absurdas en que se hallaban, pero ¿qué más daba? Todo lo que importaba en el universo era llegar a ser como esos futbolistas millonarios. Luego estaba el boxeo, aquí se levantaban los ánimos casi tanto como en el fútbol.
Clandestinamente, los profesores, e incluso el director, habían organizado una red de apuestas con las cuáles podían obtener ganancias extra aparte de sus nada parcos sueldos. A veces prometían puntos extra a los estudiantes con tal de que dieran lo máximo, pero luego decidían no cumplir sus palabras argumentando que, de cualquier modo, habían perdido la pelea. Y, similarmente al fútbol, donde los estudiantes parecían como hipnotizados siguiendo el balón que iba de un lado para otro, afuera del escenario de batalla y emocionados hasta el tope, los estudiantes vociferaban y lanzaban imprecaciones. Parecía que, de una forma extraña, les agradaba mirar la decisión con que se golpeaban los boxeadores, esa violencia y esos golpes secos los alimentaban, los potenciaban y generaban euforia en sus cabezas. En conclusión, los estudiantes adoraban observar las peleas y parecían regocijarse mirando el sufrimiento de los combatientes, todo a favor de su entretenimiento. Desde luego que el director estaba encantado con esa clase de actitudes.
Y el tercer deporte más popular eran las carreras. En apariencia el menos dañino y a la vez el que mejor representaba la mentalidad del nuevo director. En estas competencias se hacía un énfasis demencial en la rivalidad y la competitividad. Se incitaba a los estudiantes a rechazar todo sentido de amistad y de unión. En lugar de ello, se alentaba la individualidad como un método de superioridad. Se enseñaba a los competidores a preocuparse solo por ellos mismos, a ganar sin importar cómo ni a costa de qué. Se rumoraba que la mayor parte de los corredores consumían sustancias prohibidas que, para mayor sorpresa, habían sido otorgadas por el nuevo director, quien lo negaba a cada momento. Durante las carreras, siempre al comienzo, aparecía una de las muchachas con mejor ver de la universidad sosteniendo una antorcha que fulguraba extrañamente, y que, según el director, representaba el poder con que aquel espectáculo conseguía poner de manifiesto que dos personas no podían ni debían ser nunca compañeros en ninguna circunstancia, y que la rivalidad debía buscarse siempre a toda costa; aunque lo negase cuando llegaba la hora del fútbol, afirmando todo lo contrario.
Así, a través de videojuegos y deportes, se había conseguido que los estudiantes calmaran sus quejas y aceptaran más sutilmente las imposiciones que el nuevo director hacía, buscando con ellas una disciplina que formara verdaderos profesionales, según decía. A veces hacía comentarios diciendo que, si alguno de aquellos estudiantes deportistas prefería dedicarse al deporte en lugar de proseguir con sus estudios, él sería el primero en apoyarlo y vincularlo. A final de cuentas, había más dinero y éxito en estas actividades que en los estudios. Algunos profesores habían estado en desacuerdo con esto en un principio, pero luego terminaron por aceptarlo cuando se les otorgaron más vacaciones de las normalmente dadas. Los únicos que no estaban envueltos en estas competiciones ridículas eran: el profesor Fraushit, quien se declaró en contra no de la práctica deportiva, sino del modo en que se llevaba a cabo, señalando al nuevo director como un abusivo corrompedor de mentes; Filruex, quien estaba totalmente opuesto a tales entretenimientos que consideraba vulgares; y, por supuesto, todos los integrantes de su club, que también se resistían de participar: Emil, Paladyx, Justis y Mendelsen. Lezhtik ni siquiera fue invitado a estas prácticas deportivas de dudosa reputación, pues seguramente habría contestado con su famosa frase: me es indiferente.
***
La Cúspide del Adoctrinamiento