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La Cúspide del Adoctrinamiento XXV

Lezhtik no podría creer lo que estaba escuchando, viendo, viviendo incluso. Parecía todo tan irreal, todo iba en contra de lo que leía, escribía y hacía. Era justamente la forma en la que el humano perdería esa divinidad tan propia. Empero, el grito que se escuchó al unísono lo sacó de concentración. Los estudiantes estaban eufóricos y desdeñaban la libertad, solo exigían dinero. Sí, lo necesitaban cuanto antes, era algo como una crisis de abstinencia la que sufrían. Querían adquirir su propia consola de videojuegos, su televisor, sus bienes materiales, presumir, casarse, tener hijos, viajar, ir y tomarse fotos comiendo en restaurantes caros; añoraban sentirse importantes, tener finalmente sentido, pues eso era lo que entendían como tal. Estaban ansiosos por trabajar y abandonar para siempre esos estudios infames que a nada los conducían. Si estudiaban era solo porque sabían que, de ese modo, ganarían más dinero, pero a nadie le importaba realmente hacerlo por una razón sincera. En sus ojos, ya no se observaba brillo ni ese resplandor de las mentes avezadas, sino una sucesión de espirales que no terminaba. Y parecían como embobados, hipnotizados y dispuestos a lo que fuese con tal de gozar y apocarse.

–¡Yo quiero! ¡Yo deseo tener mucho dinero! ¡Al diablo la libertad! –gritaba uno con euforia y decisión.

–¡Quemen esos libros, me da igual! ¡Yo solo deseo divertirme, pasarla bien y tener muchas mujeres! –espetó otro sin alguna muestra de vergüenza.

–¡Yo también! ¡Arriba el dinero y el alcohol! Si por mí fuera, usaría todo el dinero del mundo para emborracharme todos los días –vociferó el moreno de los brazos tatuados.

–¡Dinero! ¡Dinero! ¡Dinero! –clamaban los estudiantes sin control alguno, con los ojos fijos en aquel personaje que ya era un salvador para ellos.

–¡Así es! ¡Eso es justamente lo que necesitamos! –dijo finalmente el supuesto salvador–. Pero aún no es tiempo, aún falta un poco más. Pronto lo será, trabajarán incansablemente y tendrán hijos, se casarán y nada evitará que ganen dinero. Ya han ustedes progresado demasiado al percatarse de que ser libre en este mundo no sirve de nada. Merecen mucho dinero, y ¡lo tendrán indudablemente!

Entonces, apareció un globo gigantesco en el aire, tenía la forma de una pirámide y en la punta parecía tener un ojo, pero a nadie le importó aquel símbolo por lo que pudiera significar, solo les interesaba lo que pudiera albergar.

–¡Oigan, chicos! ¿Ya vieron eso que flota sobre nosotros? –dijo la mujer que no paraba de sudar y cuyas ropas estaban ya empapadas, transparentándose así su sostén negro a través de la playera blanca.

Lezhtik notó que aquel inmenso globo bloqueaba la luz del sol, oscureciendo el instante el lugar. ¡Qué rara forma tenía, la recordaba de algún sitio, alguien se lo había dicho! Hizo un esfuerzo ingente, pero no recordó. De pronto, el director retomó la palabra:

–Como muestra de mi agradecimiento por su servidumbre y el acatamiento hacia el nuevo orden, les tengo dos sorpresas además de todo lo anterior. Y esta vez les aseguro que quedarán enormemente complacidos con lo que he reservado.

–¿Qué es eso? ¿Qué hay dentro de esa forma flotante? –se cuestionaban sin cesar los estudiantes, como si estuviesen en un estado de sopor sumamente dulce.

Subrepticiamente, un ruido rasgó el lugar, la figura estalló produciendo una iluminación como nunca la habían visto aquellos estudiantes. Incluso, algunos fueron cegados por el destello, pero no abandonaron el lugar, se mantuvieron. Del cielo llovían billetes, un montón de ellos caían silenciosamente. Los estudiantes no lo podían creer, se abalanzaron inmediatamente para recoger tantos como pudieran, empujándose, discutiendo y algunos hasta encarándose para pelear. El hecho es que a Lezhtik le pareció percibir un raro hedor que emanaba de la figura flotante en conjunto con los billetes. Era como un gas que caía sobre todos y los alegraba, les producía euforia y deseos de tener más billetes, tal como esas veces en que el rastro de los aviones le producía tantas dudas. Asimismo, ahora no acertaba en pensar siquiera cómo podría liberar a esos zombis de un estado voluntario de estupidez y esclavitud.

–Bien, chicos. Tomen todos los billetes que gusten, los hemos reunido especialmente para ustedes. Esto es por su buen comportamiento, sabemos que los quieren y los necesitan –mencionaba el director entre risas y carcajadas por el micrófono.

–Y este dinero, ¿nos será entregado cada periodo? –preguntó uno de los estudiantes que hasta ahora había permanecido en las sombras.

–Por supuesto que sí, chicos. Eso siempre y cuando cumplan con los requisitos para el nuevo orden –respondió el profesor Saucklet con presteza.

–¡Qué bien, esto es magnífico! –replicó otro que ya se había apoderado de bastantes billetes–. Desde luego que cambiaría lo que fuera por este dinero, ¡que tomen lo que gusten de mí!

–Muy bien, chicos. Ahora, presten atención –indicó el director una vez que la euforia por los billetes hubo menguado–. Hay algo que deben saber, y tiene que ver con la sorpresa de la que les había comentado.

Lezhtik, desde luego, miraba aquellos acontecimientos con una expresión nauseabunda. Por unos momentos, reflexionó sobre su estado actual. Sin duda, nadie negaba que el dinero era útil, necesario, imprescindible; empero, no debía ser aquello razón suficiente para abandonar la dignidad y los valores. Y no se refería justamente a los inculcados por la familia, sino al descubrimiento interno de una esplendorosa fortaleza que le impedía someterse a las reglas del sistema. Algo en ello no estaba bien, tal servidumbre y acondicionamiento no podían ser el destino de los humanos. Aún confiaba en que el ser podría desenvolverse en su naturaleza divina, pero era difícil. Y lo era precisamente por tantos obstáculos, por la necesidad de alimentarse, vestirse y acomodarse en algún lugar. Con lo miserable de los salarios actuales, ni siquiera se alcanzaban a cubrir las cosas más básicas. Y ni hablar de las actividades que él consideraba sublimes, pues no valían ni un centavo.

Todo tendía a evitar que los humanos pudiesen realizarse, que vislumbrasen la auténtica razón de su existencia. El universo era tan infinito y asombroso, el tiempo tan calculador y veloz, la vida tan nimia, fútil, insulsa y efímera, los humanos tan ciegos y terrenales, los dioses tan lejanos y olvidadizos, los demonios tan precarios y sutiles, Y, en el fondo, una experiencia tan sublime como existir se convertía en un sufrimiento insoportable y sin sentido alguno. Si tan solo las personas pudiesen ver más allá, si viesen eso que está tan cerca y tan lejos, paradójicamente, de la conciencia cósmica, pero no se podía. En verdad era nostálgico y absurdo creer que alguna vez, por unos muy breves momentos, el ser tendría alguna idea de su auténtica esencia. La humanidad, entonces, debía ser exterminada.

En toda esa mezcolanza de elucubraciones superfluas, se hallaba, para aquel atolondrado y raro ser, la entelequia más desoladora y trepidante. La concepción de un mundo donde las personas buscasen mejora auténticas, un despertar de la conciencia y una búsqueda de la espiritualidad estaba ofuscada casi por completo. Mirando a aquellos humanos que abandonaban e incluso rechazaban su libertad a cambio de unos pedazos de papel que significaban todo en este mundo, entendió que él ya no podía permanecer por más tiempo vivo, pues vivir significaba ser esclavo en automático del gran holograma, de una prisión diseñada por quién sabe qué criaturas. ¿Qué había de esos personajes que habían intentado rebelarse? Y ¿qué había de esos libros que con tanto empeño y dedicación había estudiado, escrito y leído? Esos mismos en los que se dilucidaba un mundo distinto, de concepciones etéreas, de meras quimeras, ciertamente.

El universo era tan infinito que, en su miseria, aquel joven depresivo se sentía como un vil gusano, como la más viva representación de la nada, de la insignificancia que se materializaba tan esplendorosamente. ¿Qué era la vía láctea en el universo? ¿Qué era el sistema solar? ¿Qué era la Tierra? Y ¿qué era todo lo que el humano había construido, su dinero, sus inmensos edificios que descollaban en el cielo, sus construcciones monumentales, su cultura, sus creencias, tradiciones, costumbres e ideologías, sus estudios, su ciencia? ¿Qué eran la poesía, la literatura, la magia y el arte? ¿Acaso no terminaba todo por ser banal, tan intrascendente y patético? Ser rico era tan patético como ser un mendigo, pues la vida era tan efímera que de ningún modo podía ser valioso hacer algo en ella. A final de cuentas, lo más valioso en el mundo, el personaje más relevante en la historia de la humanidad, el suceso más extraordinario, la creación misma por así decirlo, no era razón suficiente para que la existencia de un ser sin origen ni fin significase algo o fuese al menos real en el sempiterno cosmos.

Aun así, inclusive en esa intrascendencia y esa basura que representaba el mundo, en esa insignificancia del ser, aun así, se debía vivir. Ya fuese por necesidad, por obligación o por terquedad, por decreto divino o sin razón alguna. La vida era concedida o surgía, no se sabía. El azar y el destino no brindaban tregua ni respuesta, el libre albedrío no era para nada un asunto resuelto. Múltiples concepciones atribuían un peso mayor a diversos factores, la naturaleza ocultaba todavía demasiados misterios a un ser cada vez más ciego y sediento de absurdidad. Con todo esto, todavía había humanos que merecían, tal vez, vivir. O, al menos, había aquellos que cuestionaban. Esos, aunque acondicionados como el resto, comenzaban a despertar, a desconectarse y vislumbrar ligeramente la verdad; esa que imperaba en cualquier lugar. La verdad era lo único que siempre sería concomitante con la luz y la oscuridad, la mediadora entre los eternos opuestos. Por eso era lo principal que había que ocultar y disfrazar a como diera lugar. El mundo moderno no era sino el producto de una sucesión de mentiras bien hiladas.

Se preguntaba Lezhtik por qué había personas que se suicidaban. Hasta ahora no lo había entendido, pero, tras haber leído aquellos libros prohibidos, tenía ya una perspectiva más clara. En la muerte, el humano expresaba su esencia, esa que en vida era imposible. La muerte era la más clara expresión de vida, de una nueva y fulgurante oportunidad de libertad. Nadie sabía qué ocurría tras morir, pero no importaba en lo más mínimo, pues nada podía ser peor que una existencia vacía y sin sentido como la que se vivía en el mundo de los supuestos vivos. La muerte enseñaba y privaba de lo material, era ahí cuando el espíritu denotaba su fortaleza, cuando la mente finalmente se apoderaba de los aposentos que había prestado al cuerpo. Nada ni nadie escapaba a la muerte, era la única justicia. Y había seres que habían cometido suicidio, fuese de la clase que fuese, pero suicidio finalmente.

Los tontos decían estupideces respecto a ello, les lloraban y los extrañaban, al igual que cuando un ser querido fallecía, pero Lezhtik sabía ahora que no valía la pena desear que alguien continuase con vida, no con toda la blasfemia en que la que todo se había tornado. Suicidarse era la única alternativa para el ser que renunciase a su acondicionamiento. Y no, no había otra manera, no existía otra forma de gritarle el mundo la libertad de la que había sido privado. Sin importar nada más, los suicidas recorrían la línea más delgada entre las cavernas, el infierno y el cielo. En efecto, nada podía ser peor que existir sin saber por qué o para qué, sin entender la razón de ello, sin saber el origen ni el fin. Entonces, ¿qué evitaba que el humano se suicidara? Sencillamente que la vida terrenal era más fácil y atractiva para los carentes de espíritu, pues el suicidio exigía amar la libertad más que todas las cosas. Era un estado en el cual los humanos modernos habían decidido no estar desde el momento en que algo del mundo, tan banal y terrenal, era suficiente para llenar ficticiamente su vacío interior.

De pronto, algo sacó a Lezhtik de sus tan ufanadas concepciones, esas que había plasmado en sus escritos nocturnos, los que realizaba a escondidas de sus padres y de la facultad. Quizás alguna vez alguien los leería, alguien creería que todo eso era en parte cierto, o al menos dudaría, pero daba igual ahora. El sonido de la voz del director rasgó sus meditaciones y lo regresó de nuevo a la fatídica realidad.

–Y ahora, sin más interrupciones, le presento el siguiente proyecto, el cual implementaremos al comienzo del siguiente periodo –vociferó el director.

–Se trata, nada más y nada menos, que del lugar donde ustedes, tanto hombres como mujeres, podrán liberarse del posible estrés acumulado. ¡Se trata del primero prostíbulo escolar! –dijo el profesor Saucklet muy emocionado.

En la pantalla aparecían imágenes de un prostíbulo, del diseño que tendría el lugar, tanto exterior como interior. Estaría situado a un costado del edificio 11, en el sitio que antes ocupase la biblioteca, la que por cierto había sido clausurada y derrumbada. Aquel supuesto nicho de lujuria era toda una innovación en cuanto a placeres prohibidos. Ahí, los estudiantes podrían experimentar las más suculentas fantasías y dar rienda suelta a sus deseos más funestos.

–Como ya no necesitamos libros, hemos decidido darle un uso adecuado al lugar. Claro, uno impensable en las precarias concepciones del pasado –explicó el director benevolente.

La grabación mostraba también personas en ropa interior, lo cual calentó los ánimos de los espectadores. Era un efecto parecido al que los periódicos ocasionaban, pues en las portadas combinaban perfectamente los desnudos, el fútbol, los asesinatos y robos, las noticias financieras y demás, ocasionando un fuerte golpe al subconsciente. Los estudiantes miraban estupefactos y absolutamente imbuidos aquella pantalla gigantesca mediante la cual se proyectaba todo el diseño de aquel nefando sitio.

–Pero ¿será solo para hombres o también habrá entretenimiento para nosotras? ¡Creo que debería haber más igualdad! –inquirió una joven que durante todas las clases se la pasaba alabando el nuevo orden.

–Desde luego que habrá algo para todos y todas, de eso me encargo yo, ustedes no se preocupen –contestó el director con malicia.

Todos estaban asombrados, pues sería la primera vez que una escuela, que una facultad de filosofía, especialmente, contaría con algo así. Desde cierto punto de vista, a nadie parecía desagradarle la idea. Ya tenían otros entretenimientos, pero necesitaban algo sexual para corroborar que efectivamente podían abandonar su libertad. Dinero y sexo eran los símbolos del adoctrinamiento, la cúspide del holograma que hacía imposible escapar de la pseudorealidad. Así se habían moldeado las mentes durante tantos años y así seguirían, indudablemente, siendo acondicionadas las masas. Mientras el ser tuviera estos elementos, en conjunto con algunos otros distractores, jamás podría pensar en su libertad.

–Bien, con esto todo será más real. Cuando salgan de aquí y vivan su adultez, recuerden bien que su mundo será este. Tendrán entretenimiento y diversión, tendrán alcohol, televisiones, sexo y, sobre todo, dinero. Para eso están aquí estudiando, para salir y tener buenos puestos, para obtener el medio con el cual pagarán lo anterior. Desde luego, no deben jamás preocuparse por aquellos miserables que mueren de hambre diariamente, pues a ustedes no les concierne tal situación. No olviden que todo está perfectamente acomodado, y si existen situaciones desagradables para ciertas personas es porque indudablemente así ha sido planeado.

–¡Qué brillante es usted, señor director! Siempre piensa en nosotros –exclamó un estudiante cuyos ojos parecían ir en espiral, como si estuviese hipnotizado.

Otros tantos aceptaron el proyecto, muy pocos mostraron disgusto. Y fue tan poca la cantidad de disgustados que, evidentemente, el proyecto terminó por ser aprobado.

–Finalmente, estudiantes de la universidad, les quiero decir que, en efecto, el prostíbulo se situará en la facultad de filosofía, pues es donde más casos extremos de rebelión se han presentado. Con esto, nadie debería seguir oponiéndose al nuevo orden. Y, si hay alguien que esté en desacuerdo, que ahora exprese su inconformidad, no solo con el nuevo proyecto, sino con todo –cuestionó el director animado por la euforia con que había sido recibido el prostíbulo bisexual.

Un silencio sepulcral se produjo en el ambiente. Absolutamente nadie se atrevió a decir algo. ¿Quién, en su delirio, podría atreverse? ¿Qué clase de imbécil rechazaría el nuevo orden? Se les estaba instruyendo para vivir en el mundo, para poder encajar en la realidad que para ellos había sido construida y para la cual habían sido preparados desde su nacimiento. Todo era solo gloria y felicidad, no podía concebirse algo más perfecto. Aquellos idiotas tendrían todo lo que habían deseado siempre al alcance de sus manos. Alimentaría la pseudorealidad con cada acto y no dudarían en proteger y amar aquello que los esclavizaba.

–¡Yo me opongo! –exclamó Lezhtik con aire valiente y decisivo, ante la mirada inverosímil de todos los presentes.

El silencio se incrementó como jamás lo había hecho. Luego, como saliendo de su estupefacción, algunos estudiantes comenzaron a soltar su verborrea execrable, recurriendo a argumentaciones que creían convenientes en la persuasión que pretendían:

–Pero ¿qué demonios estás diciendo? ¡Debes estar loco, amigo! –exclamó atónita la jovencita que sudaba como puerca.

–¿Quién te crees que eres para decir tal injuria? ¿Acaso no ves que el director nos quiere apoyar? –expresó el sujeto de los brazos tatuados, preñado de ira y nerviosismo a la vez–. Pero ¡tú no lo comprendes! Ahora recuerdo que eres miembro de ese odioso club de los soñadores en donde realizaban actividades tan inútiles, ¡con razón eres tan rebelde!

–No puedo creerlo, en verdad ha rechazado todos los beneficios que se nos están brindando. Inclusive, quizá piense también en oponerse al trabajo que nos ofrece el director –farfulló uno de los tantos estudiantes ahí conglomerados.

–Pero ¡qué idiota! No se da cuenta de lo difícil que es el mundo allá fuera. No entiendo cómo alguien así puede decirse filósofo. Debería estar feliz, pues finalmente tendremos un empleo digno con nuestra profesión tan desdeñada en el campo laboral –arremetió con desdén un grandulón que era pésimo estudiante.

Y así, sucesivamente, nuevos comentarios despectivos fueron esparciéndose entre aquella caterva. Todos consideraban una imprudencia y una estupidez que alguien pudiese rechazar el nuevo orden, en especial cuando ofrecía tantas cosas. ¿Qué importaba la libertad? ¡Al demonio con el arte, la poesía, la magia o la literatura! ¡También al diablo con esos libros prohibidos de soñadores fracasados! Lo único que de verdad era menester y sagrado era el dinero; de eso sí había qué preocuparse, pues justamente de esta preciosidad dependía toda la existencia. Con él, podían tener fiestas, materialismo excesivo, adquirir propiedades, comprar cosas innecesarias, pero atractivas, presumir y ser parte de la élite. Y, en esencia, ser mejor que los demás, que esos miserables pordioseros que dependían de la dádiva ajena. Solo el dinero interesaba, pues, sin él, la existencia no tenía el más mínimo sentido. Al fin, el director tomó nuevamente la palabra:

–Estudiantes de las diversas facultades, estudiantes de toda la universidad, les pido una disculpa por esto. Parece que, como ustedes pueden ver, aún hay alguien aquí que se resiste a aceptar su destino, y no solo el suyo, sino el del mundo entero. Sin embargo, no se alarmen demasiado mis pupilos, pues es de esperarse que la última resistencia se evidencie pronto. Todavía haya algunos como él, pero les aseguro que son minoría.

–Pero ¿por qué se resisten, director? ¿Qué hay de malo en ser como somos? ¿Acaso esta forma de existir es absurda? –inquirió un estudiante cuyo ojo izquierdo estaba ligeramente desviado.

–Desde luego que no. Esto no podría ser absurdo, sería ridículo. Somos felices con esta forma de existir, no requerimos de complicaciones. Los sujetos como él simplemente buscan la duda porque eso alimenta su rebelión. Nosotros ya no aceptamos tal duda puesto que todo está determinado ahora, con nuestro nuevo orden, con el nuevo sistema. Es imposible que caigamos, que cedamos habiendo llegado tan lejos.

–Pero ¿qué tal si…? –cuestionó nuevamente el estudiante curioso.

–Qué tal si… ¿qué? –interrumpió el director molesto–. ¿Acaso piensas que él podría tener la razón? ¿Sientes que sus palabras, su mirada, su mentalidad, su simple existencia, que algo en él es suficiente para hacerte dudar del nuevo orden? ¿No te das cuenta de que, si eres como él, serás infeliz el resto de tus días?

–Bueno, es solo que yo… Pienso que en todos lados es bueno que exista un equilibrio, es parte de la esencia humana. Si no dudásemos alguna vez, ¿cómo podríamos tener contraste? Y, sin contraste, ¿cómo sería posible vivir? Debe haber dualidad, siempre la hay, siempre existe el choque, la confrontación entre un par de opuestos. Y ahora realmente estoy confundido. Algo en él me hace pensar cosas raras, parece muy distinto de nosotros, como si él tuviera algo que todos nosotros no.

Lezhtik se percató de que podía crear duda en algunos estudiantes, eso era exactamente lo que estaba buscando. Ese era el camino mediante el cual el humano podía alcanzar su libertad, así era como debía existir el ser: dudando siempre, cuestionando todo. Por desgracia, era lo primero que se erradicaba al nacer. Incluso, se tenía tanta seguridad de existir, de vivir, de ser tan real como la supuesta realidad, que el humano jamás cuestionaba tales factores. Y ¡qué engañado vivía el ser moderno, asumiendo su existencia como algo único y supremo! Cuando tal vez solo era un producto azaroso de una inteligencia no tan superior. O, tal vez solo una triste casualidad sin sentido. Como sea, siempre se engrandecía todo lo realizado por los supuestos humanos elevados, pero eso era la vil nada en el universo magnánimo. Incluso vivir era distinto de estar vivo, y en verdad que la gran parte de los humanos no conocían esto último, pues solamente vivían porque sí, porque no se les podía desaparecer. Una voz sacó al joven de sus meditaciones nuevamente:

–¡Tú eres diferente! ¿Crees acaso que puedes sembrar la duda en las personas? Pues te equivocas, lo sé muy bien –espetó el director furioso–. ¿Qué ha obtenido la gente como tú? Mira en dónde han quedado todos los que en su tiempo se han rebelado contra el sistema. Nosotros hemos estado aquí desde el comienzo, desde antes de que el primer hombre pisara la sucia tierra que ahora nos pertenece. Y ¿crees que alguien como tú puede afectar nuestros planes? ¡Tonterías!

–Yo no sé quién eres o de qué hables, solo estoy seguro de que esto no es todo lo que hay en nosotros. En los humanos hay fortaleza, amor y espíritu, cosa que quizá ustedes han tratado de destruir. Yo odio este sistema y detesto también a los que son parte de él, desearía su extinción, pero no pierdo la esperanza de que un día todo cambiará, por utópico que parezca. Tendremos un mundo libre de asesinatos, violaciones, esclavitud, vicios, desigualdad, entre otras cosas inmundas que hoy imperan. Y lo afirmo porque una persona, una mujer que todos tachaban de loca, me enseñó que hay más incluso que ciencia, arte y literatura. Ella me mostró que hay magia, que hay cosas en esta naturaleza que aún son un misterio y que el ser, en su ingenuidad, ha desdeñado. Y creo, con toda firmeza, que en el ser se esconde algo inefable y etéreo que puede hacer de este mundo pestilente uno bello y sublime, con habitantes cuya conciencia vibre en igual sintonía que la de las estrellas más refulgentes.

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La Cúspide del Adoctrinamiento


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