El amor no era la culminación de los eones centelleantes en el éxtasis de los dioses, sino la creación de aquello que existe más allá de la armonía filosófica en la mente universal de la naturaleza impertérrita. Algo absolutamente incomprensible para el ser en su avasallante ignorancia, pero que, a pesar de todo, se mantenía siempre aguardando en las sombras; esperando eternamente por aquel que osara desprenderse de su humanidad y abrazar por unos instantes la esencia de lo imperecedero.
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No sé qué es lo que se ha liberado en mí, pero me ha obligado a mostrar una faceta mucho más adversa y punzante que comienza a angustiarme. ¿Es que acaso yo mismo he desatado el apocalipsis en mi interior al haber hecho colapsar cada falso principio que arrinconaba mi corazón? ¿En quién he de depositar mis esperanzas, si es que aún me queda alguna, sino en el inefable grito del suicidio con el que deliro cada vez que me refugio en la montaña dorada?
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Mantente temeroso de no hallar ni una pizca de tu verdadero yo, de componerte por completo de lo que otros en ti han arrojado como desecho. Porque entonces sabrás que tu vida no ha sido sino un cínico carrusel siempre conducido por otros; precisamente por esos quienes fustigan duramente los caballos y quienes no prestan atención a los cantos de la serpiente. La sabiduría interna es siempre mayor que cualquier sórdida doctrina adornada con místicos elementos o fantásticas enseñanzas.
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Bastó de una sangrienta noche para entender que yo no era esa impía apariencia que el mundo había creado en mi contradictoria consciencia, para quemar cada ruin máscara debajo de la cual se hallaba encarcelada una gota de la sombra sagrada y de mi esencia perturbada. Y, a la mañana siguiente, mi percepción ya no era tan sofocante, sino un bello lienzo donde los ángeles cantaban con un ritmo perfecto y yo me hallaba devorando la garganta de cada uno de ellos. Debajo de mí había solo polvo, pero de una textura parecida a mis ideas; y por encima de mí no había ningún reino celestial, sino únicamente una vorágine que conectaba lo atemporal con mi atribulada naturaleza. Dentro, muy dentro, una silla se tambaleaba; y era así porque su rey había sufrido un colapso sempiterno: el de abrazar la vida pudiendo haberse quedado mágicamente dormido en los oníricos paisajes de lo adimensional.
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Esa comprensión fue rara, pero no conseguía verme más como humano, tal vez por eso decidí emanciparme y desprenderme para siempre de este pesado y monótono espejismo idealizado. Cada lóbrego recuerdo entonces se tornó en una posibilidad de escapar hacia el infernal cubículo de las tumbas vacías; mas preferí no ir, porque incluso eso no habría significado nada para un poeta-filósofo del caos como yo. El vacío dentro de mí eran mayor que el miedo a la muerte, o al menos eso me sugería la implacable sombra de la soledad que buscaba a toda costa entrar por mi ventana cuando más melancólico se ponía mi corazón.
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La Execrable Esencia Humana