La belleza de la muerte radica en ya no necesitar nada de esta realidad inmunda y artificial. Y es que en la vida tampoco se necesita nada, solo son ideas que han sido implantadas al rebaño; y tal vez por eso no exista la felicidad, pues siempre se busca algo banal qué anhelar o algo demasiado humano qué amar. Mas si lo reflexionamos seriamente, ¿acaso necesitamos algo más que nuestra propia esencia? ¿No tenemos ya en nosotros mismos todo lo necesario para sentirnos plenos? Considero que sí, pero nos aterra aceptarlo. Tenemos tanto miedo de reconocer que todo depende solo de nosotros que nos inventado en su lugar dioses a los cuales adorar y doctrinas que nos indiquen cómo actuar o qué hacer con nuestras vidas. El ser humano podría ser dios, pero elige seguir siendo humano, demasiado humano. ¿Hasta cuándo será así? ¿Hasta cuándo el ser creará su propia libertad, felicidad y verdad? ¿Hasta cuándo el miedo dominará nuestras mentes y deformará nuestra percepción?
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Es un crimen decir lo que uno piensa en este mundo, especialmente en una época tan plagada de intrascendencia y vacío como la nuestra. A uno lo condenan por expresarse de manera opuesta a la adoctrinada masa de imbéciles que ni siquiera podrían realizar el más pequeño acto de razón. Los rebaños nunca fueron más reales y evidentes que ahora, solo que más radicalizados que nunca y luchando por defender todo tipo de absurdas ideologías esparcidas por el oscuro poder que rige el mundo. La humanidad, me temo, está acabada. Ya solo resta ver cómo se pudre cada vez más y se hunde lentamente en un abismo de donde jamás podrá salir. Mejor que acontezca ya el próximo diluvio o cualquiera que sea la tragedia que ponga fin a este apocalipsis espiritual. El ser ha perdido la batalla, el tiempo lo ha abandonado y el caos lo ha trastornado más allá de los límites de la locura. ¡Es un desperdicio que tantos monos ocupen tanto espacio en un planeta como este! ¡Que se esfumen, que sean arrojados al averno de por vida y que sus almas sean disueltas en el vacío por la eternidad!
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Considero que no desear ya nada es lo más cercano que hay a la felicidad, al menos en este plano intrascendente; y es exactamente lo contrario a la naturaleza de los títeres que han plagado este mundo y a los cuáles dudo que les sea adecuada la existencia. ¿Por qué existe la humanidad para empezar? Más allá de todo lo que otros siempre nos han contado para infectar nuestras mentes, ¿qué se sabe de nuestro origen y de nuestro papel en el orden universal? ¿Qué somos sino arrogantes peones dominados por sus egos y su fatal ignorancia? ¿A dónde irán a parar todas nuestras absurdas metas y los banales objetivos que supuestamente nos impulsan día con día? ¿No es todo esto también parte de la ilusión más sórdida propagada por la cortina de la pseudorealidad que siempre cubre nuestra consciencia? El ser no tiene nada por qué vivir, esa y no otra parecer ser la única verdad. Mas nos cuesta tanto admitirlo, aunque lo sepamos muy bien en el fondo, que hemos decidido inventarnos cualquier clase de quimérica justificación que nos haga sentir un poco menos vacíos.
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Y, aunque la nada fuese un engaño también, sería el más sincero al que se podría recurrir mientras se tenga que permanecer en este asqueroso estado viviente. Pensar de otro modo sería negar lo más evidente: nuestra execrable esencia y sórdida intrascendencia. Quien sea que no pretenda ya engañarse, necesariamente deberá regocijarse recorriendo catacumbas y engullendo gusanos. No es en el paraíso donde el espíritu aprende más divinidad, sino en el infernal caos de los abismos más innombrables; esos donde hasta los demonios, a veces, sienten deseos de suicidarse.
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Este mundo nunca cambiará porque sus habitantes no conciben necesario un cambio. Así pues, lo único que queda para purificar esta impertérrita blasfemia es destruirlo todo; barrer con todo comenzando por el ser y sus infinitas patrañas. El ser mismo es un constante y desesperanzador ejemplo de lo que puede acontecer si se trastorna la existencia lo suficiente; entonces surge de ella un engendro que no es ni bueno mi malo en sí, sino simplemente susceptible a la irrealidad de cualquier clase de quimérico ensueño. Vivimos, si es que lo hacemos, ocultando nuestros miedos y engordando a nuestra sombra. Y cuando ya tenemos que morirnos, ¡cómo nos duele haber enflacado tanto a nuestra consciencia! Mas ya nada puede hacerse, nada más que lamentarse en vano y desear, como si del más insulso de todos los deseos se tratase, desear volver a vivir para ahora sí enmendarnos.
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La Execrable Esencia Humana