Es fácil suicidarse cuando sinceramente se está dispuesto a morir, pero he llegado a colegir que los suicidas siempre conservan, hasta el último momento, una sutil chispa de esperanza y arrepentimiento en aquello que pregonan rechazar con tal atrevimiento. Si se les concediese la oportunidad de retractarse a estos semidioses de la catarsis más destructiva, ¿con qué se solazaría la muerte en su trono azaroso? ¿Con qué satisfaría sus inagotables goces y sus constantes caprichos? Tal vez el dios de la muerte ama a los suicidas, especialmente a los sublimes y reflexivos, porque se arrojan casi demasiado amorosamente al abismo donde la incertidumbre alcanza su punto máximo y donde el caos conquista cada probabilidad. Si esto es locura o valentía, ni el tiempo ni nada más podría decidirlo.
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Sabía que no quería vivir, pero tampoco quería morir. Era complicado lidiar con una existencia en la cual ningún camino era realmente seguro y en donde la idea del suicidio rondaba, noche tras noche, para susurrarme acerca de mi eterno presidio en este intrascendente mundo carcomido. La bebida, el juego y las mujerzuelas habían apaciguado mi melancolía demasiados atardeceres, pero ya no podía recurrir a ellos para olvidarme del halo de la desesperación. Ahora mi humanidad parecía estorbarme más que nunca y mis deseos por escapar se elevaban cual olas embravecidas y dispuestas a derrocarlo todo a su paso. Algunos versos más quedarían todavía por trazar, mas la agonía sería demasiado insoportable en cuanto los efectos del polvo mágico se esfumasen. ¡Y entonces volver otra vez a la pseudorealidad! ¡Entonces volver a ser yo y volver a fingir que cuerdo aún estoy!
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El ser es capaz de las más siniestras contrariedades, aunque ello escinda su personalidad en tan distintas y miserables deformidades. Cada disfraz cuesta demasiado caro, pero al parecer asumimos que disponemos de un cofre de oro y de migajas espirituales. Nunca hemos sido conscientes de lo que acontece en nuestro interior, porque siempre el exterior nos ha mantenido presos en sus artimañas e ilusiones. Siempre nuestros deseos, anhelos y sueños han estado sujetos a otros, a algo fuera de nosotros y ajeno a nuestra alma. Tan es así que hemos terminado por aceptar el vacío en todas sus facetas y por hacerlo el principal impostor en nuestro nauseabundo abismo mental y emocional. Ya nada nos llena, porque los embustes de lo externo están diseñados precisamente para lo opuesto. Y, en el centro de toda nuestra miseria, tenemos además que preocuparnos por nuestra futura muerte; por ese enemigo invisible e implacable que es el tiempo y por sus maravillosas formas de deprimirnos en momentos diversos y paradójicos. La tormenta no cesa, pero ya ni eso nos estremece; ¿qué más da si esta noche nos ahogamos con nuestra ignorancia o si mañana seguimos respirando y agradeciendo al azar por nuestra brutal intrascendencia? El sonido del réquiem absorbe mis fuerzas y el funeral termina cuando de mi interior brotan las raíces del supremo horror: todos los días que la vida le ganó a la muerte y que ahora son tan de sentido carentes.
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Al final de este irrelevante pasaje donde reinaban la desdicha y la simpleza entre aquellos seres consumidos por la pseudorealidad y desterrados de la perfección, solo me restaba una cosa que extrañar mientras estuve vivo: la inefable y catártica sensación experimentada al haber exprimido mi sangre y, con ella, haber encontrado mi única amante verdadera; la que jamás se alejó de mi lado y siempre me perteneció desde el principio del martirio: la locura de muerte y los cosquilleos que imprimió en mi consciencia la última vez que nos besamos detrás de la montaña cerúlea. Desde entonces he vagado por doquier sin sentir pena ni gloria, sin añorar ni la vida ni el suicidio. Porque cada vez que rememoro aquellas sentencias de esquizofrénica constitución, pienso en que quizá fui yo quien alteró los hilos de su sino para congelar el tiempo un poco más.
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Sí, solo añoraría repetir el momento en que me entregué a la muerte del modo más divino, en que sus acendrados labios rozaron los míos y pude, tan inhumanamente, desvanecerme para siempre en el manantial perenne del suicidio. El sueño había finalizado, era el momento de sonreír, de morir en absoluto misticismo, de averiguar cómo sería lo único que en toda mi vida tuvo sentido. No el amor, no la compasión y no la virtud. Era algo mucho más elevado que todo eso: era la ferviente libertad de ser bueno y malo en instantes tan consecutivos que romperían con toda lógica conocida. Los susurros no se detenían ni se conformaban ante tales arrebatos de éxtasis delirante, pues, ciertamente, ni yo mismo sabía quién era cuando el remolino me atrapaba en su centro. Miles de creencias masculladas, infinitas posibilidades surgiendo y desvaneciéndose con una rapidez imposible de calcular; el sempiterno flujo y la rueda inconcebible dominando el caos existencial que nuestra limitada percepción nunca podría siquiera adivinar. ¡Yo tampoco era adivino ya, pero me encantaba usar mi bola de cristal y mi capa cuando más psicótico me sentía!
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Cuando sueño con asesinar a alguien, siempre espero que sea a mí mismo. Pero no, no tengo tanta suerte. Me preocupa, pues no sé cómo voy a hacerle cuando llegue la hora de mi suicidio. Necesitaré entonces algo más que valor, algo más que poesía oscura o que embriaguez de alma. ¡Que se vacíe toda la sangre de mi cuerpo en los muros de esa maldita catedral donde las plegarias jamás serán escuchadas! Quiero hacerlo lenta y trágicamente, ser totalmente consciente de cada milésima de segundo en que mi añorada muerte se origina y se desvanece… Y yo desvanecerme junto con ella, tomarla de la mano y confesarle cuántas ganas tenía de abrazarla. ¡Sí, de aferrarme a ella como un tonto alienado a su primer amor! ¡De brincar, gritar, desnudarme y masturbarme con los alaridos del tiempo y los besos de la nada! Mi esperma y mi sangre coronando el firmamento de mi atroz entelequia, anunciándome que los sueños nunca se terminan cuando se trata de los ojos de Dios.
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La Execrable Esencia Humana