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La Execrable Esencia Humana 30

Quizá los dioses amen a los suicidas, sobre todo a los jóvenes, porque pueden aceptar tan sublimemente la verdad antes de caer en el nefando absurdo de la existencia. Y quizá solo ellos puedan experimentar, en esos dementes instantes finales, un ápice de sibilina e irreprochable libertad.

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Pensar que a veces hubiese deseado haber sido como el resto, tan solo una marioneta más de intrincados acertijos vomitados sobre la decadencia ignominiosa que es la humanidad. Sí, a veces concluía que yo era un tonto en un mundo donde ser diferente no servía de nada, donde cuestionarse y reflexionar eran dañinos para la supuesta felicidad humana. El problema consistía en que yo era un imbécil y absurdo ser, pero uno que sabía que lo era.

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No había otra opción, pues llevaba ya tanto tiempo detestándolo todo, especialmente a mí mismo. Debía hacer un cambio, mostrarme algo de compasión. Por lo tanto, aquella tarde comprendí que, sin lugar a duda, el más sublime acto de amor de amor propio que podía llevar a cabo no podía ser otro sino el suicidio.

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Quizá la existencia no era tan absurda por sí misma, sino que era la humanidad, con su deplorable esencia, la que hacía todo lo posible para llevarla al estado más miserable y superfluo. ¡Oh, cuántas veces no experimenté una profunda náusea y lóbrega convulsión al saber que yo era y sería por siempre parte de esta raza execrable! El asco producto de estas reflexiones poco saludables era de tal envergadura que me trastornaba durante días enteros y me quitaba el sueño durante semanas. ¡El infierno estaba aquí, muy dentro de mí y ardiendo con una intensidad desproporcionadamente deprimente!

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Realmente nunca comprenderé el porqué de todas las absurdas situaciones y de los banales seres que por mero azar me rodean. Ni mucho menos entenderé que, de alguna estúpida manera, solicité esta intrascendente y miserable existencia que no podría provocarme otra cosa que no sea desesperación, hartazgo y locura. Y ahora, en este estado de infinita incertidumbre, no queda sino suplicar por el valor para que esta noche sea la última; para reunir toda la repugnancia y el sufrimiento en la poesía más divina: la de la muerte.

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Pobre y ridícula humanidad, no se da cuenta de la estupidez que impera en sus venas. Y, más aún, proclama ser la especie más evolucionada sin percatarse de su infinita miseria existencial y su deplorable adoración por la banalidad, el sexo y el dinero. Nadie es diferente, ni siquiera yo mismo. Somos todos esclavos de nuestros más enfermizos impulsos y marionetas de oscuros intereses que solo contribuyen a ensombrecer aún más nuestra aciaga intrascendencia. Lo malo es que ya somos y que ya no podemos no-ser. La imposición de la existencia es una aberración para la que ningún castigo podría ser suficiente; algo extraño y caótico coronado por sufrimiento implacable y aburrimiento inicuo. ¡Ay, somos víctimas y victimarios al mismo tiempo! ¡Qué tristes, solos y rotos estamos todos en el fondo! ¡Qué buenos actores somos, además! La felicidad es un arma de doble filo, pero siempre impregnada de insólita angustia y lúgubre contradicción.

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