En cuanto entendamos que la existencia es una maldición, entenderemos también que antes de matarnos debemos primero destruir a todos los gobiernos, las religiones, las corporaciones, los bancos y, principalmente, a las élites que controlan todo lo antes mencionado desde las sombras. Quizá también, y sobre todo, destruirnos a nosotros mismos por completo en un último intento por mitigar la desesperación de existir y embriagarnos, en paralelo, con el encanto suicida que tanto hemos añorado todo este tiempo.
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Por supuesto que el dinero, ese eterno símbolo del falso dios, también debe desaparecer para no sembrar nuevamente la avaricia y egoísmo en la mente humana. Y, una vez que se haya conseguido esto, podremos estar seguros de que el mundo casi perfecto estará frente a nuestros ojos; ese cuya puerta será el suicidio y cuyo renacimiento será la verdad. No sé si haya otro camino mejor o peor, solo sé que este es ya el único camino que concibo y, ciertamente, el único que deseo.
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Si el ser no comienza a luchar por su auténtica libertad justo desde ahora, es muy probable que viva eternos siglos más de esclavitud mental y control social; es muy probable, de hecho, que la esclavitud enmascarada de efímero bienestar se convierta en la nueva religión ante la que millones se arrodillarán con repugnante júbilo. Asimismo, también es factible que la otrora antes amada libertad se convierta en un trastornado recuerdo de algo que ya a nadie le interesará conservar. Estamos a punto de presenciar una nueva era donde el vacío y el sinsentido se incrementarán exponencialmente hasta el punto de no retorno; tal deberá ser, supongo, el tragicómico desenlace de esta raza execrable que solo respira para abrazar su desdicha y saborear su insipidez.
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No permitamos que se apague el sibilino brillo de nuestras melancólicas almas todavía, mejor comencemos a visualizar el mundo perfecto donde todos nos amaremos y nos reconstruiremos entre sí; ese que solo el suicidio sublime podrá obsequiarnos y que solo podrá ser alcanzado cuando la catarsis de destrucción a cada ser haya previa y minuciosamente auscultado. Lo que nos conforma y de lo que más nos enorgullecemos no es sino una mera estupidez, una necedad incrustada de manera aberrante en nuestras mentes. Somos como un jardín donde ya casi todas las rosas se han marchitado, pero al cual todavía recurrimos cuando queremos escapar de nuestra cotidiana miseria. No sé si nuestro interior sea aún más repugnante y miserable que el exterior, así como no sé si estoy aún vivo o si ya he muerto.
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Es cierto que un cambio absoluto no se conseguirá hasta que la mayor parte de la humanidad haya despertado por completo, pero se puede reducir considerablemente el tiempo si se eliminan a quienes se opongan a hacerlo junto con el sistema que intentarán proteger mientras nosotros lucharemos por disolverlo; esto es, si se eliminan a los mejores títeres de la pseudorealidad que tanta miseria y dolor esparcen diariamente. Y de paso que también a nosotros nos aniquilen sin miramientos ni conmiseración alguna, pues desde hace mucho es solo aniquilación y muerte lo que soñamos cada madrugada y de lo que nos alimentamos en cada merienda. No en vano yace aquel bello revolver en la mesa, mirándonos de reojo y esperando sigilosamente a que lo coloquemos en nuestra cabeza.
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La Execrable Esencia Humana