Sabía que el malestar ocasionado por el sinsentido de la existencia y la infame decadencia del mundo progresaría hasta fundirme entre sus matices embriagantes, pues acaso era yo demasiado tonto o débil, o ambos, como para atreverme a contrarrestar tal sacrilegio mediante el sublime acto suicida.
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Quizá vivía yo como un auténtico loco suicida, siempre llevando al límite todo y maravillándome del excesivo placer que hallaba en tan extremos estados, aunque realmente no tenía opción, pues, si no vivía la vida así, estaría seguramente más muerto de lo que ya me sentía.
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Conforme más comprendía la sofocante condición de esta insulsa prisión y asimilaba la repulsión que los seres tan acondicionados a mi alrededor me producían, más me hundía en el eterno mar de la ensoñación suicida y más profundamente sentía bullir en mi alma un eco que suplicaba de un modo casi delirante por el indispensable final de esta absurda experiencia humana.
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La única esperanza que aún mantengo en este anodino mundo es despertar de esta fatídica pesadilla impuesta como vida, pues realmente me siento atrapado en ella y la desesperación de existir ya ha agujerado mi alma por demasiado tiempo.
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Llegué a considerar que el verdadero milagro era que las personas pudieran ser tan estúpidas como quisieran, pues de ese modo el vacío y el absurdo que imperaban en sus aciagas vidas jamás por ellas podría ser dilucidado. Era este, pues, un excelente mecanismo para mantener a los esclavos satisfechos con su propia miseria e, incluso peor, agradecer cada día por ella.
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La noche llegaba ya y yo estaba tan solo, pero me sentía extrañamente feliz porque al fin podría decir adiós para siempre a una existencia donde la libertad era un pecado y la cotidianidad una tortura. Esta noche de luna llena podría al fin decir adiós para siempre a todo aquello que siempre repugné y odié en lo más profundo de mi ser, especialmente a mi triste y horrorosa humanidad.
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La Execrable Esencia Humana