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La Execrable Esencia Humana 64

Sabía que el infinito malestar ocasionado por el impío sinsentido de la existencia y la infame decadencia del mundo progresaría hasta fundirme entre sus matices embriagantes, pues acaso era yo demasiado tonto o débil ( o ambos) como para atreverme a contrarrestar tal sacrilegio mediante el sublime acto suicida. Siempre supe que debía hacerlo, pero el momento oportuno se me escapaba como agua en un océano de angustia infernal. Quizá también esto requiere de bastante tiempo, de las reflexiones adecuadas y hasta de la inspiración correcta. Uno no se puede suicidar del modo más sublime si está demasiado triste o muy alegre; se debe siempre alcanzar el punto de equilibrio. Toda una filosofía no bastaría para arrojar un haz de luz a esta oscuridad imperante, a este nebuloso tormento que me tiene de cara contra la pared. La tragedia, si puede llamársele así, debió haber acontecido hace mucho… Y, sin embargo, yo sigo aquí; aunque ya no habito más en ese cuerpo ahora putrefacto y hasta creo que ya no estoy vivo.

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Quizá vivía yo como un auténtico loco y suicida, siempre llevando al límite todo y maravillándome del excesivo placer que hallaba en tan extremos estados; aunque realmente no tenía opción, pues, si no vivía la vida así, estaría seguramente más muerto de lo que ya me sentía. Prefería fulgurar al máximo y apagarme abruptamente que hacerlo a medias y que mi caída fuera dolorosa y prolongada. Había decidido matarme muy pronto, aunque aún no tenía la fecha exacta; aunque quién sabe si esto era un deseo sincero o solo un capricho de mi orgullo lacerado por las contradicciones de una existencia tan anómala como esta. Lo que no podía soportar por más tiempo era el atroz aburrimiento que de mí se apoderaba siempre demasiado pronto, siempre tomándome entre sus punzantes zarpas y arrojándome a un desierto en donde ni siquiera los más aberrantes vicios o las más benevolentes virtudes podían apaciguar mi sed; pues mi sed tenía solo un nombre: indiferencia ante lo divino y lo humano; corazón que se partía en mil pedazos y cuyo acertijo no estaba a mi alcance resolver.

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Conforme más comprendía la sofocante condición de esta insulsa prisión y asimilaba la repulsión que los seres tan acondicionados a mi alrededor me producían, más me hundía en el eterno mar de la ensoñación suicida y más profundamente sentía bullir en mi alma un eco que suplicaba de un modo casi delirante por el indispensable final de esta absurda experiencia humana. ¿Era ya el iridiscente momento de partir hacia lo desconocido y determinar así las probabilidades más extrañas? ¿O quedaba todavía algo para mí aquí, en esta corrupta pseudorealidad que devora las almas y vomita los sueños? Según me parecía, yo debía haber muerto hace eones; sí, yo no pertenecía ya aquí y tal vez nunca lo hice. Siempre fue un demente, alguien demasiado afligido y triste por la irrealidad de la realidad misma. Cada rincón apestó siempre a falsedad y en mi interior solo hubo lágrimas de sangre y sollozos de ángeles caídos. ¡Este es mi momento, esta es la catarsis final donde no debo correr más ni bajar la mirada esperando un poco de amor! La hora ha llegado, la soga oprime mi cuello y me desvanezco con dulce y bella melancolía de un mundo donde solo conocí imperfección, miseria y oscuridad.

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La única esperanza que aún mantengo en este anodino mundo es despertar de esta fatídica pesadilla impuesta como vida, puesto que realmente me siento atrapado en ella y la desesperación de existir ya ha agujerado mi alma por demasiado tiempo. Antes podía luchar, tenía ánimos de hacer algo y de conocer a alguien… Ahora ya nada de eso queda en mí, pues ahora ya no tengo deseos de llevar a cabo ninguna empresa ni de relacionarme con nadie. Todo lo que añoro es desaparecer sin dejar rastro alguno, contemplar ese purpúreo atardecer en donde lo extraño y lo aleatorio tienen un solo rostro: el de dios. Y el mío ya no quiero volver a verlo; por él solo circulan ya cansancio, argucias e impulsos humanos. Perdí la batalla contra mí mismo y no una vez, sino miles… Tantas que, de hecho, creo que no hubo un solo día en toda mi vida en el que no me decepcionara de mí mismo o sintiera brutales deseos de aniquilarme con vehemente y caótica premeditación.

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Llegué a considerar que el verdadero milagro era que las personas pudieran ser tan estúpidas como quisieran, pues de ese modo el vacío y el absurdo que imperaban en sus aciagas vidas jamás por ellas podría ser dilucidado. Era este, así pues, un excelente mecanismo para mantener a los esclavos satisfechos con su propia miseria; e, incluso peor, agradecer cada día por ella. Mas la humanidad no estaba lista para comprender esto, como tampoco lo estaba para otras tantas cosas. Tantos años se han perdido en erróneas concepciones, en divagaciones de supuestos dioses y en triviales perspectivas sobre la verdad, la libertad o la realidad. Y, pese a todo, el mono parlante no ha cambiado gran cosa: sigue siendo el mismo animal dominado por sus más oscuros impulsos, su egoísmo y su insondable sed de poder.

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La noche llegaba ya y yo estaba tan solo, pero me sentía extrañamente feliz porque al fin podría decir adiós para siempre a una existencia donde la libertad era un pecado y la cotidianidad una tortura. Esta noche de luna llena podría al fin decir adiós para siempre a todo aquello que siempre repugné y odié en lo más profundo de mi ser, especialmente a mi triste y horrorosa humanidad. No me arrepentiría de nada, sino quizá solo de no haberme exterminado antes. No extrañaré nada de este mundo, pues en él no hallé jamás nada con lo que pudiera mínimamente identificarme. Los velos caerán, las cortinas serán levantadas y el teatro finalmente presentará su acto final. Mi muerte acontecerá en el preciso momento en que el último espectador haya terminado de aburrirse y se sonría irónicamente; entonces las luces se apagarán y mi cuerpo moribundo caerá para no volver a levantarse jamás. La fantasía y la realidad habrán de unificarse entonces, pues en el fondo son una misma, aunque nuestros ojos humanos no quieran (o no puedan) aceptarlo.

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