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Lamentos de Amargura 06

Tal vez el único motivo para vivir sea llegar a ese estado de máxima sublimidad donde comprendemos al fin que la soledad, la libertad y la muerte son las únicas cosas valiosas y reales. Y que tal vez están incluso más entrelazadas de lo que se cree; acaso hasta sean una misma cosa… Así como también puede ser que la verdad y la locura no sean sino caras opuestas de la misma moneda, pero siempre decidimos vislumbrar solo un lado porque nuestras mentes no son capaces de vislumbrar ambos lados al mismo tiempo. Todo aquello que nos murmura nuestra intuición debe ser escuchado con viva atención, porque se trata de lo más puro que podríamos atender. Ese hilo de divinidad opacada en nuestro interior, esa dulce canción proferida por la melancólica voz de nuestro contrito corazón parece buscar nuestro bienestar sin importarle nada más. ¿Por qué siempre tendemos a ignorarla? ¿Por qué preferimos siempre buscar en las quimeras y perturbaciones del exterior las respuestas a las siniestras incógnitas de nuestra propia condena mortal? Hasta que no aprendamos a dilucidar los secretos en nuestro fúnebre espejo interno, difícilmente dejaremos de asirnos a las más triviales conductas e ilusorias ideologías que buscarán confundirnos más de la cuenta. La confusión dentro es inmensa, pero quizá sea esa la única que valga la pena tratar de comprender. ¿Qué nos importan a nosotros el mundo, la humanidad o el tiempo? Estamos ya demasiado abrumados y locos con nuestros propios demonios, ahora por lo menos nos toca hallar algo de consuelo en nuestra sabiduría más inmanente y en la senda de nuestro único y sagrado destino.

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Bastante revelador resulta, asimismo, ese característico minuto donde somos plenamente conscientes de que, la gran mayoría de las veces, la compañía de otros nos asquea, harta y enferma más de lo que suponemos. Y, en contraste, únicamente la más inexpresable soledad nos deleita y consuela divinamente. El mono, no obstante, no ha sido diseñado, según dicen, para estar solo; puesto que es un ser sociable por naturaleza. Pero ¿no será esto otra falacia más, como tantas otras, con el único fin de impedir nuestra evolución? En la soledad se pueden alcanzar estados de introspección y autoconocimiento que la ominosa compañía de otros nunca nos permitiría. El sistema, quizá por esto mismo, promueve que sus esclavos se agrupen y eviten a toda costa estar con ellos mismos; los incita a evadir la confrontación con su propio yo y su sombra. En contraste, los satura con toda clase de ideologías y entretenimientos vulgares para impedir la reflexión y el pensamiento crítico. Se forma entonces el ciclo perfecto de putrefacción espiritual y aturdimiento mental entre aquellos que necesitan ser guiados y aquella monstruosidad llamada la pseudorealidad quien se encarga de despojar de su libertad a sus complacientes repositorios de energía y emociones. Tal parece que, se le mire por donde se le mire, estamos más que condenados a permanecer atrapados en esta lúgubre prisión de carne putrefacta y contradicción absoluta.

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Sin duda, uno de los mayores principios en la vida es este: relacionarse con la menor cantidad de personas posible y para la menor cantidad de asuntos posible. Si no se sigue este principio, muchas cosas, sino es que todas, se estropearán casi interminablemente. De por sí, nuestra vida ya es un grotesco accidente; una pantomima de miseria impertérrita en la que nos solazamos porque tememos tanto la incertidumbre del más allá, porque somos demasiado cobardes para atrevernos a cruzar ese sublime umbral que podría acaso acercarnos a la verdadera libertad… Buscamos distraernos y entretenernos con cualquier persona, lugar o momento porque nos espanta estar a solas con nosotros mismos más allá de unos cuántos minutos; aquel reflejo nuestro en el espejo, con el paso de los años, nos va pareciendo más desfigurado y distante. Es casi como si, entre más envejeciéramos, menos pudiésemos reconocernos; hasta que, al morir, quizá terminamos por volvernos extranjeros de nuestra propia mente y alma. Y luego está la horrible humanidad… ¿Qué nos importa a nosotros ya la humanidad? Solo un necio se ocuparía todavía de tales naderías, de tan agobiante y sepulcral conjunto de miseria y lobreguez extrema. Lo único que a mí me importa ya es suicidarme, arrojarme sin dudarlo más en el abismo del encanto suicida donde finalmente podré sonreír plenamente y sin que un nuevo amanecer vuelva a perturbarme.

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Es mejor ser pesimista, así al menos uno es menos infeliz de lo que ya es. Así al menos la mínima alegría nos regocijará inmensamente y la mayor de todas las tragedias no nos desconsolará tan profundamente. No puede haber, además, mayor tragedia que la de haber nacido en este mundo absurdo y putrefacto; no puede haber nada peor que pertenecer a la repugnante humanidad y compartir este plano de ignominia tremebunda con todas esas marionetas de la irrelevancia absoluta. Mi sonrisa hace tiempo que ha sido borrada debido a la constante melancolía que me circunda y hasta me embriaga infernalmente; la soledad es casi siempre una inefable compañía, pero a veces su intensidad es demasiada y debo huir momentáneamente (¿hacia dónde?). Los sonidos que retumban en mi interior son todos de muerte y nostalgia; son anhelos fragmentados de una felicidad que ya no puede pertenecerme en una vida que no podría serme más ajena a partir de este momento en el cual hundo la navaja en mi vientre y camino directamente hacia el inmarcesible valle del olvido eterno de donde espero jamás volver.

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Al final, la soledad, la melancolía y la tristeza siempre terminarán por opacar cualquier posible sensación de bienestar o felicidad. Así pues, es mejor no desear ya nada, no tener esperanza alguna y tan solo esperar la benevolente llegada de la apacible muerte. No tiene caso emprender actividad alguna, sino acaso solo aquello que tenga que ver con las cosas del alma: el arte, la poesía, la filosofía o la música… Hallar el sentido místico detrás de las cortinas sangrientas que no nos permiten vislumbrar las cosas tal cual son; la esencia más profunda y pura yace encapsulada en una dimensión paralela que solo se puede rozar con nuestros humanos medios. Quería entonces yo acercarme, absorber su fragancia estelar y apaciguar con ese sibilino melifluo la imperante agonía de mi espíritu encarnado. ¿Es que se podía estar todavía más triste, solo y roto por dentro? Y, aun así, fingir una sonrisa ante alguna mujer hermosa o un compañero de sufrimiento; aun así, después de haber llorado toda la noche, levantarnos por la mañana y, sin saber por qué, volver a vivir en lugar de cortarse las venas. Cuando más aterrados estamos, sin embargo, siempre el eco de lo divino y lo demoniaco parecen entremezclarse más de lo que podríamos llegar a percibir; tanto que resulta imposible distinguirlos, así como el bien y el mal. Las paradojas de la existencia siempre nos van a trastornar, puesto que intentamos descifrarlas usando nuestra tonta y lamentable naturaleza humana. Tal parece que, sin importar lo que acontezca, no podemos escapar de nuestro sórdido destino y que las mentiras de la pseudorealidad ya han descuartizado cualquier posible salvación o esperanza. Solo un mensaje de desesperanza puedo dar ya, porque solo eso he conocido y solo eso me ha parecido lo único real y valioso por compartir.

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¿Qué clase de dios verdadero exigiría una obsesiva adoración de parte de sus patéticos creyentes y un amor totalitario por encima de cualquier otra cosa o ser? Un dios así solo podría ser un narcisista desdichado o un caprichoso irremediable, eso y nada más. Personalmente, me sentiría avergonzado de creer en algo así y de estar tan seguro de cómo dios quiere ser adorado o de lo que él quiere que haga con mi vida. Más seguramente, a como veo las cosas, me parece que a dios no le importamos ni el 0.01% de lo que él parece importarles a muchos de sus trastornados adoradores. Aunque creo que esto es natural, porque los seres humanos son criaturas débiles y con una enfermiza necesidad de que algo o alguien rija sus miserables acciones. Sus mentes tan limitadas y estrechas no les permitirían concebir el amplio abanico de infinitas perspectivas que conforman el caos más enloquecedor y contradictorio para la supuesta razón de la mente terrenal. Y quizás eso y no otra cosa sea dios en realidad: la fusión de todos los pensamientos, emociones y percepciones que siempre hemos creído no podrían llegar a integrarse dada su aparente distancia o diferencia de estado. Mas ¿qué podríamos saber nosotros, seres tan efímeros y mortales, de lo eterno o lo infinito? ¿Es que nuestra presunción podría llegar a ser tan grande como para aparentar que conocemos aquello que nos supera en todo sentido y que parece sonreírse ante nuestra brutal ingenuidad? Somos como niños pequeños, casi recién nacidos; como pequeñas estelas en la oscuridad perenne que buscan, quizá con sentido, quizá sin él, integrarse con ese manantial más allá de la dulce melancolía y nostalgia inmaculada en la que transcurren siempre las lágrimas de nuestro anhelado declive.

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Lamentos de Amargura


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