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La Agonía de Ser 64

Y, para aquel que no acepta la miseria de la vida en todo su esplendor, no queda otra ruta por recorrer sino el sufrimiento existencial cuya culminación deberá ser, desde luego, el suicidio. ¿Qué más queda cuando se han disuelto todas las argucias y espejismos de la pseudorealidad? Esto es algo que la gran parte de ovejas nunca podrían comprender, puesto que sus percepciones han sido determinadas ya de antemano para que piensen solo de la manera en que le es más conveniente al sistema gobernante en turno. ¡Qué tonta es la humanidad! No podrían jamás vislumbrar algo superior sin vincularlo a alguna de sus aberrantes doctrinas o irrelevantes ideologías. Lo único que esos títeres saben hacer es reproducirse sin control y luego arrodillarse frente a una imagen cualquiera para pedir compasión por su putrefacta esencia. Todos ellos son repositorios de energía existiendo por mera casualidad, para alimentar a la pseudorealidad y opacar el resplandor del sol multidimensional. Han hecho de su mundo un infierno y, por ello, merecen ser exterminados como los ominosos insectos que son. De solo pensar en sus horribles caras y patéticas perspectivas me lleno de una náusea incomprensible y termino con deseos de vomitarlo todo; de mandarlo todo al averno y desternillarme en sus tumbas olvidadas, en sus lechos consumidos por el rugido del león alado.

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El problema, en esencia, no era tal vez la existencia en sí; sino la ridícula forma en la que se daba todo en ella, especialmente las cosas relacionadas con la deprimente y abyecta humanidad. Las mentes de las personas están acabadas, sus almas sumidas en la más agonizante barbarie de intrascendencia y fango. Realmente, es un despropósito que una raza de monos absurdos como nosotros continue su mísero camino hacia la perdición. Mejor sería acabar con todo justo ahora, antes de que sea demasiado tarde; aunque acaso ya lo es… Al menos yo sencillamente no puedo tolerar ya a nadie, a veces ni siquiera a mí. Me parece vomitivo todo lo que tenga que ver con la humanidad y sus estúpidos desvaríos, que no conllevan sino a hacer más grande el vacío y la intrascendencia gobernantes. ¡Qué ridículo es este sistema, tan bien diseñado para adorar lo menos importante y olvidar nuestro origen! La vida hoy en día no significa gran cosa, salvo un pasatiempo con el que todavía nos entretenemos a falta de algo mejor en qué ocuparnos. O, quizá, una oda a la irracional decisión de no colgarse esta tarde y poner fin a nuestro calvario imperante.

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En este estúpido juego que es la vida no nos detenemos a reflexionar ni por un solo instante que siempre será mucho mayor el esfuerzo que la recompensa en todo lo que hagamos. Es decir, no importa cuánto demos, siempre recibiremos mucho menos a cambio, ya sea a personas, situaciones o a la vida misma. ¿Puede existir entonces algo más injusto que esto? Peor aún, ¿puede existir algo más injusto que ser forzados a existir sin consentimiento alguno? ¿Qué hay de nuestro supuesto libre albedrío? ¿Cómo podría ser tal concepto una realidad cuando, para empezar, somos forzados a estar aquí? Sí, uno puede, ciertamente, tener el hermoso atrevimiento de suicidarse; mas esto no quita que ya vivimos y conocimos esta dimensión malsana. El pasado no puede ser alterado y eso implica que, hagamos lo que sea, nuestra existencia no podría ser borrada. ¿Es esto lo que queremos en sí? O ¿tan solo estamos tan decepcionados de la vida, la humanidad y nosotros mismos que la única manera en que creemos se pueden arreglar las cosas es desapareciendo sin dejar rastro alguno? ¿Qué diablos fue nuestra existencia sino una dolorosa simulación de sensaciones desconcertantes y enloquecedoras contradicciones? Pese a todo, también aprendimos algo… ¡A no volver a elegir la vida por encima de la nada!

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La pregunta final es: ¿realmente vale la pena soportar los casi infinitos momentos malos de angustia, desesperación y miseria que componen esta existencia absurda a cambio de los efímeros, casi nulos y demasiado cuestionables momentos de supuesta felicidad humana? ¿Qué era esto en todo caso sino una abrumadora pesadilla donde reinaban el sinsentido y la locura naturalmente? ¿Es que valía la pena continuar imbuyéndose en esta vorágine atroz y sedienta de más emociones carcomidas que era la pseudorealidad? Mi propia tormenta anunciaba en su intensidad avasallante que el fin acontecería pronto, que cada uno de mis sufrimientos serían al fin apaciguados por la inextricable silueta de la muerte. En su vehemente eternidad habría yo de refugiarme y cobijarme con su luz sibilina, con su esencia multicolor que no podía ser comparada con nada de este mundo absurdo y repugnante. ¡Qué terrible había sido existir en este plano terrenal y maldito! Nunca comprenderé por qué yo tuve que estar aquí, por qué mi corazón tuvo que romperse de esta manera ante las funestas entelequias del caos… Supongo que, al fin y al cabo, ya no temo lo que sea que acontezca después de haberme desprendido de mi forma carnal; porque, con toda seguridad, puedo afirmar que yo ya estuve en el infierno.

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¿Cómo apreciar lo que supuestamente yo tenía en la vida cuando ni siquiera quería tener vida? He ahí una gran paradoja que me atormentaba en todo momento y que no permitía sonreír en aquellos efímeros periodos de lucidez inaudita y soledad inmaculada a los cuales ocasionalmente me entregaba cuando las madrugadas más insoportables y ensangrentadas se tornaban. Entonces mis muñecas sangraban y mis lágrimas empapaban mi rostro marchito, deprimido por la inevitable sensación de estar vivo otra vez. Y es que, en el fondo, me odiaba tanto a mí mismo que no podía amar a nadie ni concebir lo humano como algo hermoso en medida alguna. Quería matarme, ese era el anhelo fulgurante en mi infernal y recalcitrante agonía interna. La llave, no obstante, se hallaba muy lejos de mi alcance y atravesar el umbral no me era permitido hasta haber discernido todos los secretos que yacían en la oscuridad de mi abismal esquizofrenia suicida.

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La Agonía de Ser


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