Si el ser alguna vez pudiese retirar de su rostro todas las contradictorias máscaras que usa diariamente, tanto internas como externas, sin duda alguna sería revelada su verdadera naturaleza: la peor monstruosidad alguna vez concebida. Y no solo en el plano físico, sino sobre todo en el mental y el espiritual. La infinita abyección que se oculta en los rincones más sombríos de la naturaleza humana es tal que, de ser liberada, el mundo entero entraría en una fase de caos eterno que no culminaría sino hasta haberlo destruido todo. Pues ahí en nuestros instantes de mayor soledad y desesperación, donde nadie nos mira, revelamos temporalmente quienes somos en realidad y cometemos los peores crímenes de pensamiento. Los millonarios saben de qué hablo, de todos los actos ignominiosos y enloquecedores que se llevan a cabo tras bambalinas y sin que nadie lo sospeche: las peores parafilias, las orgías más desenfrenadas y los sacrificios más blasfemos. El sacrilegio que se puede vislumbrar en el corazón del mono dominado por sus impulsos, vicios y dinero no tiene comparación alguna. Y quién sabe si, en el fondo, todos podríamos llegar a esto si tuviésemos el poder y los recursos suficientes al alcance. Sería interesante ponernos a prueba y tentar a la oscuridad de nuestro interior al menos por una vez en nuestra mísera existencia; puede que el resultado de este siniestro experimento arrojase algo de luz sobre nuestro auténtico yo.
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¿Cómo podemos escapar de esta ominosa pseudorealidad sino mediante el encapsulamiento en nosotros mismos? Y, una vez ahí, ¿cómo escapamos ahora de nuestro propio interior? ¿Qué pasa cuando ambas cosas son una completa y funesta insania? ¿Qué hacer cuando estamos jodidos por fuera y por dentro? ¿No sería entonces esa la señal adecuada para matarnos y desgarrar así todas nuestras máscaras? Los espejos crujen a nuestro alrededor y la sangre se derrama por doquier; ¡así es como se alcanza el fin del mundo, el apocalipsis supremo en la noche de los demonios alados! Para nosotros no habrá ya un mañana, un nuevo y resplandeciente amanecer en el cual podamos volver a sonreír libremente. ¿Qué es la libertad sino algo mucho más paradójico y absurdo que la esperanza? Somos y seremos esclavos del tiempo, de nuestro cuerpo y nuestras emociones durante todo el transcurso de nuestro naufragio abyecto. Este lamentable recorrido por el infierno acontece en las peores condiciones, infestados de mentiras y hundidos en el fango de nuestra esencia adoctrinada. ¡Ay, si hubiera una manera de no estar aquí! Si hubiera un solo momento de verdadera felicidad y centelleante tranquilidad que no fuera al instante desintegrado por la onerosa farsa de la existencia humana; tan plagada de miseria, dolor y tedio.
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De hecho, era altamente deseable que las personas se entretuvieran con cualquier estupidez. Por eso se les sugería, consciente o inconscientemente, que hablaran de temas tales como la política, la religión o los deportes, entre otros. Esto era parte fundamental del adoctrinamiento masivo y programación mental que conllevaba a la degradación psicológica y emocional del ser; todo con el fin de hacer de las masas algo cada vez más manipulable, pues las ovejas serían cada vez más ignorantes y se integrarían más fácilmente a la pseudorealidad. Coronando toda esta pantomima nefanda se hallaban las metas implantadas que las personas creían como el sentido de sus vidas, cuando no se trataba sino de los horribles tentáculos que el sistema se aseguraba de propagar por todos lados. El acto de la reproducción, el temor a la muerte y la irreflexión constante eran los símbolos de la máxima perdición, del destino irreversible que a todos nos devoraría tarde o temprano. Querer darle la contra a la pseudorealidad era como atarse una soga al cuello y apretarla cada día más pretendiendo que no llegaría el día en que terminaría por aniquilarnos. Se podía mantener la batalla por un tiempo, pero luego la desgracia nos haría arrepentirnos por tal atrevimiento. No obstante, quien desde el comienzo ha sabido esto y lo ha aceptado porque en su melancólico corazón destella con fulgor incuantificable el resplandor del encanto suicida, no puede sino agradecer tal condición. La vida, tal y como se presenta, no es sino el preámbulo de nuestra confrontación final con nosotros mismos y todo aquello que siempre hemos temido mirar directamente a los ojos. ¡Somos unas bestias adictas al placer, totalmente incapaces de comprender lo más mínimo y sin deseos de una catarsis final!
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El tiempo es nuestra mayor agonía y el principal desencadenador de nuestra fúnebre miseria; pues no importa en qué estado nos hallemos, siempre contribuirá a aumentar, en mayor o menor medida, la implacable desesperación de existir. Siendo así, ¿qué esperamos para suicidarnos cuando bien sabemos que el pasado es deprimente, el futuro es incierto y el presente jodidamente insoportable? ¿Es que todavía queda algo en nuestro triste y roto corazón que nos hace seguir aquí, que nos mantiene prisioneros en esta jaula de blasfemia perenne? Y quizá nunca consigamos nuestro añorado objetivo: quitarnos la vida. Al menos no mientras continuemos dando prioridad a las mentiras que nos han dominado hasta ahora y que han silenciado nuestra locura de muerte. Los sonidos desconocidos traen consigo códigos que no soy todavía capaz de descifrar, pero que me alientan a ir más allá de mi inferioridad inmanente y mi nostalgia recalcitrante. Recorro absurdamente las calles de esta deprimente ciudad mientras el anochecer me acompaña y la sombra de mi insana melancolía me vigila desde la distancia… ¡Todavía no es mi hora fatal! Aún es la vida y no la muerte quien me reclama en sus reinos de asombroso desasosiego existencial. ¡Oh, no sé si podré volver allá con los humanos! Ni siquiera sé, ciertamente, si debería volver a habitar esa forma material que se supone llamo yo.
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Asumir que esta existencia tan humana y patética tiene un por qué/para qué es, con toda seguridad, el más grande autoengaño del ser. Podríamos pasarnos la vida entera intentando hallar una razón para todo lo que creemos, hacemos y somos; y no obtendríamos más que un lugar seguro en el manicomio o el camposanto. Pues quien busque este tipo de respuestas debe estar preparado para sacrificar más de lo que podría imaginar; la locura, la decadencia o el suicidio serán los únicos destinos posibles para este poeta-filósofo del caos. La lobreguez del asunto me desconcierta por completo, pero alguna voz atrapada en la ranura de mi conexión a esta realidad anodina susurra lamentos de amargura y mensajes de esperanza. ¿Cómo podría ser esto cierto? Estamos acostumbrados a concebir siempre solo una cara de la moneda, porque hemos sido moldeados para tener una postura unilateral en todo lo que tenga que ver con la eterna dualidad de la existencia. Mas quizá es esta forma tan arcaica de razonar la verdadera contradicción y lo que siempre nos ha impedido ir más allá y desgarrar el vomitivo velo que tanto nos niega la sabiduría más profunda. No hacemos sino divagar en el sinsentido una y otra vez, hasta que nos percatamos de todo el tiempo que ya hemos desperdiciado y, aunque queramos arrepentirnos, nada podría colocarnos nuevamente en el punto de partida desde el cual se originó nuestro inexplicable tormento. Las lágrimas están de más, la navaja reclama nuestra garganta y, ciertamente, no existe ya ninguna razón para no hundirla y saborear nuestros últimos latidos en esta fatal e insalubre dimensión.
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Manifiesto Pesimista