De hecho, es hasta deseable para la mayoría de los repugnantes humanos el mantener amantes cuando se está casado. Esta actividad fortalece el daño mutuo que reciben las personas y les obliga, en cierto modo, a tolerarse hasta fingir que pueden vivir sin tocarse.
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Ya no se trataba de pensamientos, teorías, ideologías o percepciones, sino del inmortal deseo que se había clavado en el centro de la bestialidad humana; de la almibarada sensación de inmarcesible bienestar que enloquecía su eterna locura cuando se destruía a sí mismo en el acto de besar unos labios que eran socialmente indebidos.
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No era ninguna mentira, sino todo lo contrario: pecar del modo que sea y con quien sea es hasta espiritual cuando las personas se han acostumbrado a la nauseabunda cotidianidad de la vida conyugal.
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Por eso se buscan otras caricias, otros brazos y otras miradas: para apartar del corazón el vehemente deleite que sugiere la muerte. Sin la infidelidad, el suicidio sería parte natural del matrimonio; ese punto de escape para los tontos que cayeron trágicamente en el infierno del dolor donde yacen los restos de su supuesto amor.
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Él ya no la amaba y ella a él tampoco; sin embargo, permanecían juntos porque era mucho más tolerable y hasta provechoso el pretender no lastimarse al besarse… Y, entre más se acercaban sus cuerpos, más lejanos se encontraban sus espíritus.
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El daño era soportable, el mal estaba amortiguado; los besos eran el disfraz perfecto para un amor hacía tanto tiempo enterrado. Y, aun con todo eso, lo único que no concebían era separarse, pues habían aprendido a amar el daño que se hacían estando juntos y eso era mejor que la soledad, la agonía y hasta la muerte.
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Obsesión Homicida