En las tardes más melancólicas de mi pésima existencia, donde reinaban únicamente la soledad y la amargura, me daba cuenta de lo aburrido que era existir fuera de la pseudorealidad. En verdad que era insano y hasta sacrílego permanecer ajeno a la contaminación mental que tantos aceptaban gustosos.
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No quedaba nada fuera de los anhelos más banales, nada además de sexo, dinero y materialismo. No había dónde refugiarse ni razón para ser uno mismo tras haberse desprendido de esta abominación. Por eso, entendía, también me gustaba a veces pretender que era como el resto, que podía hundirme plácidamente en sus vicios, sus gustos y sus asquerosos sueños humanos.
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También así era todo más llevadero, sin la desesperación de existir, sin el deseo de suicidarse cada mañana. Entonces me negaba a aceptar que la vida fuese eso en el fondo: una bonita mentira que nos mantenía alejados temporalmente de la hermosa libertad que era la muerte.
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La agonía de existir no dejaba en paz mi ser ni un instante, ni siquiera cuando más humano me sentía. Siendo así, ¿quedaba otra solución para este pestilente holograma que no fuera el afrodisiaco elíxir de la muerte?
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Las personas son estúpidas, mientras más pronto se entienda más rápidamente sellaremos este mundo bajo la perfecta noche de los suicidas fulgurantes.
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Los besos que logras desprender de mi marchitada esencia no serán suficientes para mantenerme prisionero en esta caverna putrefacta llamada existencia, pero, al menos, me permitirán tomar un respiro e imaginar que puedo devorar algo más que tu cuerpo en esta desolada y extraña velada.
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Libro: El Halo de la Desesperación