Soy suicida porque es el único estado del ser en donde he podido, irónicamente, tener ciertas nociones de lo que significa estar vivo. Cualquier otro carece de sentido y no es sino el espejismo de lo que esta infecta realidad ha impregnado en mi mundana consciencia, ese engaño ante el cual me siento tan desprotegido.
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Y, cuando finalmente ya no anhelé nada de este mundo, cuando ya no esperé nada de la humanidad, vino lo más hermoso y divino, la verdadera libertad y la última espiritualidad, el crepúsculo donde recaía mi agobiaba juventud, la silueta que me mostraría quién era yo en realidad, el éxtasis del juicio sombrío en el infierno divino. Sí, fue entonces cuando ocurrió, en la tormenta de mi asqueada existencia, el final sublime: el suicidio y su glorifica piedad.
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Lo que aquel ser hastiado de existir ocultaba bajo el sombrío brillo de su mirada era aquello que ningún otro ser podría jamás saborear, lo que no podría pertenecer a una humanidad tan viciada y hambrienta de materialismo, sexo, dinero y cualquier otra bagatela sin sentido. Lo único que consolaba a aquel poeta de dudosa procedencia era la verdad, la pureza que rodea a aquel cuyo único deseo es suicidarse para despertar.
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Yo era libre de suicidarme cuando quisiera. Y esa era, al menos, la idea mediante la cual olvidaba lo miserable que era vivir.
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Ella no podía evitar que me suicidara, pero, inesperadamente, hacía mi existencia menos aburrida, mi miseria más soportable y mi soledad menos atractiva.
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Lo que deseaba esa noche antes de suicidarme era solo un beso de quien fuera, hombre o mujer, real o ilusorio, vivo o muerto…, ya todo daba igual.
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Libro: Encanto Suicida