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La Execrable Esencia Humana 53

Los días seguían su curso, pero yo ya no esperaba nada de nadie, menos de la existencia. No creía en nada, mucho menos en mí, y no me hacía falta. Estaba raro, harto de todo y sin deseos de siquiera despertar. Pasaba los días tirado en la cama, contemplando el vacío al cual me entregaba cada vez con mayor placidez. Mis reflexiones me indicaban que era ya hora de matarme, que había yo vivido de más y que lo risible de seguir respirando no podía ser más real para mi corazón atormentado. ¡Qué difícil era acabar con uno mismo cuando ya la vida ha emponzoñado nuestro juicio con todo tipo de mentiras y prejuicios! Mas no podía acobardarme ahora, eso sería lo peor que podría hacer. Solo necesitaba calmarme un poco, contemplar un poco más aquella majestuosa pintura del ángel negro y, en un éxtasis proveniente del cosmos, aniquilar hasta el último átomo de mi humana consciencia.

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Y, en una de esas ocasiones donde el asco de existir superó todos los límites, decidí tomar al fin la navaja y rasgar con absoluta felicidad y por amor propio mi acongojada garganta. De cualquier manera, ¿de qué serviría seguir adelante? Los inhumanos y suicidas esfuerzos que debía llevar a cabo cada día habían mermado mi alma de un modo inimaginable. Estaba seguro de que nada en mí quedaba para continuar y, aunque así fuese, simplemente no lo quería. Incluso si pudiera vivir mil vidas, prefería siempre la inexistencia absoluta.

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No tengo la concepción de algo más divino que el hecho de suicidarse; ¡eso sí que resulta puro y ajeno a la humanidad tan sórdida que nos envuelve! Porque suicidarse es aceptar el sinsentido de la existencia y la imposibilidad de un entendimiento supremo en el actual estado del ser. Entonces, si no ha de conseguirse la tan anhelada sabiduría, ¿qué sentido tiene continuar viviendo? Si lo hiciéramos, terminaríamos por caer en el mismo abismo en el que se revuelcan todos los estúpidos monos que nos rodean. ¡Ay, esos pobres títeres ignorantes de la monstruosa pesadilla en la que se hallan enclaustrados! Por mi parte, prefiero ahorrarme el tormento de una vez; prefiero silenciar todos los gritos de mi apesadumbrado interior que ya solo imploran por mi exquisita e inmarcesible desaparición.

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Muchas teorías, creencias y dogmas, pero nunca nada certero que reavive la llama casi extinta en mi lastimado y fúnebre corazón. Ni dios ni el diablo me convencen, pues ambos me parecen ser la misma entelequia y converger en el mismo destino: la nada. Y la verdad es que cada persona que he conocido aquí no podría serme más indiferente, y cada momento experimentado no podría parecerme más insustancial. ¡Ni yo sé por qué sigo con vida, solo sé que estoy demasiado triste y roto internamente como para continuar! Mejor me cuelgo, mejor me corto las venas, mejor me esfumo en un cerúleo vapor que me conduzca muy lejos de este absurdo calabozo.

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La decepción es la cara de la verdad cuando se han explorado las tediosas facetas de una vida deplorable donde la repugnancia interna ha conquistado el temor a la muerte. He ahí el último eslabón que debemos sí o sí alcanzar; el último escalón en nuestro complejo ascenso a los cielos purpúreos de la eterna condenación. Pero ¡si ya estamos condenados! ¿Cómo se podría poner peor? Todos nuestros pecados son solo quejas del alma insatisfecha tras cada abrumadora experiencia y desoladora intromisión. No somos víctimas, solo viajeros en un avión que no lleva rumbo alguno y que ha de desplomarse ante la menor turbulencia. ¡Qué mejor si nosotros mismos nos estrellamos cuanto antes contra la primera montaña que se haga latente en nuestro tortuoso camino!

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