Había cierta atracción mística en aquellas noches de embriaguez y delirio sexual, pero no la suficiente para fraguar una personalidad ficticia ante la que tantos se habían rendido.
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Lo único que anhelaba era la soledad absoluta, la quietud decisiva de la naturaleza más elevada, la virtud de la poesía menos terrenal que existiera en esta absurda humanidad contaminada.
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Pero lo que realmente lamentaba era haber existido, pues sabía, con zozobra, que ya no había marcha atrás; que, aunque me matase, eso no borraría mi existencia en el todo universal.
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Ni siquiera podía ser yo mismo en esta ínfima transición donde la muerte me había sido arrebatada y la vida me había atrapado como a un esclavo. Tampoco conseguía calmar la imperante ansiedad que ocasionaba los constantes trastornos de una mente doblegada por sus propios impulsos indoloros.
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Olvidarme de mí mismo no era una opción estando vivo; pues muy bien suponía que abandonarse era imposible, que alejarse no era una alternativa en un sitio donde el tiempo era una trampa de la sempiterna mentira.
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Libro: La Execrable Esencia Humana