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Sempiterna Desilusión 04

A estas alturas de mi contradictoria existencia, ya no pido joyas, dinero, materialismo, mujeres, amigos, libros, poemas o vodka. A estas alturas lo único que pido es mi benévola y siempre reconfortante extinción total; y es así puesto que cualquier otra cosa me sería ya totalmente indiferente y absolutamente indeseable. No sé por qué existí en este mundo infame y quizá nunca lo sabré, solo sé que no estar ya en él sería lo más cercano a mi felicidad y que no extrañaré nada ni a nadie de todo y todos los que aquí he conocido. El olvido será mi única recompensa ante la trivialidad que siempre me acechó y quizá solo él podrá disolver la sempiterna melancolía que emana desde lo más profundo de mi alma.

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No volver a mirarme en el espejo sería agradable, pero no volver a tener un cuerpo sería mucho mejor. Pudiera parecer esto difícil de comprender a primera instancia, pero no lo es tanto si tenemos en cuenta que el cuerpo es tan solo la prisión más inmediata dentro de un inmenso conjunto de prisiones dentro de las cuales decimos sentirnos felices y agradecemos por la oportunidad de ser esclavos. La realidad es siempre así, aunque nos gusta pretender que nuestras cadenas no se pueden quebrar. Luego, la muerte nos cachetea y el vacío nos recrimina por nuestra falta de amor propio. La demencia habría sido mejor, pero estábamos muy a gusto sintiéndonos cuerdos en el mundo de la estupidez y la putrefacción absoluta. Nosotros los poetas-filósofos del caos sencillamente no podemos aceptar lo que es y decidimos, en cambio, torturarnos con todo tipo de pensamientos, sentimientos y teorías que nos destrozan la cabeza, el espíritu y el corazón. Aunque, pese a todo, nunca nada será tan agradable y benevolente como el fantástico hecho de pensar por uno mismo y no obedecer, cual oveja de rebaño, un dogma impuesto por religiones, doctrinas o ideologías sin sentido que, por más que traten, nunca podrán conquistar la verdad.

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Nadie nunca nos entenderá y nada nunca nos consolará. Nuestro dolor es el más grande de todos, porque se compone de la duda y el silencio. Nuestra agonía no tiene que ver con las cosas de este mundo infame, sino con las de un no muy probable más allá. Pese a todo, seguimos adelante con un optimismo enfermizo, cuando en lo profundo de nuestros corazones sabemos a la perfección que solo el suicidio nos podrá satisfacer ya. La compañía de cualquier persona será vana y los estímulos del exterior solo podrán exasperarnos; no hay esperanza alguna para aquellos que, como nosotros, hemos renunciado desde hace mucho a la loca idea de ser feliz.

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Ya ni siquiera se trata de lo que podemos o no hacer. Se trata más bien de lo imbéciles que hemos sido al alimentarnos de tantas mentiras durante tantos años y habernos adueñado de una personalidad ficticia de lo peor. Los delirios de un esquizofrénico entonces no parecen sino un juego de niños en comparación con nuestra humana actitud. ¡Qué más da entonces si nos colgamos esta noche o no! ¿Es que acaso queda algo más que colgar que carne putrefacta y un alma que brama por ser libre y purificarse de toda la miseria acumulada después de un efímero lapso de semi infinita y discordante insustancialidad? ¡Más nos valdría mejor seguir viviendo, pues la muerte no cesará de vomitarnos hasta hastiarse de nuestra suciedad física, mental y espiritual! ¡Qué ingenuos hemos sido durante el trayecto de nuestras ominosas vidas como para llegar a creer que alguna vez le importamos a alguien sinceramente! La respuesta a cada interrogante nunca llegará y el halo de la desesperación terminará por consumirnos sin compasión alguna.

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Pensar que se puede cambiar el mundo es el pensamiento de un necio, acaso uno que valdría la pena llevar al psiquiatra y encerrar en el manicomio. Pensar que podemos cambiar nuestra abyecta naturaleza sería más bien el pensamiento de un vagabundo, y uno que recién acaba de perder su hogar. El ser está condenado, su miseria es eterna y su existencia solamente un malsano error del caos. No queda, así pues, sino una única solución: desvanecerse en el ocaso de los corazones suicidas y soñar con la inexistencia absoluta como forma de catarsis verdadera.

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Entre las personas y las situaciones del mundo jamás me sentí ni siquiera un poco feliz, pero entonces tenía a quienes culpar. Una vez que renuncié por completo a la idea de ser alguien y de reconocer a los otros como mis semejantes, toda culpa terminó naturalmente por recaer en mí y por mostrarme cada faceta que debía pulir en mi interior. Sin embargo, esto tuvo graves consecuencias; tan fatales que, a veces, necesitaba llorar debajo de mis zapatos o poder atravesar mi corazón con una espada. Lo más conveniente era no seguir, eso siempre había sido un hecho; y, sin embargo, cada día, por malo que fuera, algo en mí se negaba rotundamente a morir sin más.

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Sempiterna Desilusión


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