Amamos más que nunca la muerte cuando comprendemos que no hay acción más elevada que el hecho de matarse, aunque en realidad casi nadie lo merezca. Toda esta pantomima que llamamos vida no parece ser sino una patética ilusión a la que nos aferramos sin ningún sentido y de la que nada nos llevaremos. Quizá deberíamos mejor enfocarnos en nuestra muerte, en lo que posiblemente aún tenga algo de sentido. Mas somos necios y proseguimos navegando en los mares de lo aleatorio y en las selvas del caos, absolutamente ignorantes de nuestro origen y nuestro fin… Algún día, no obstante, la venda caerá, el silencio se impondrá y nuestra ominosa humanidad al fin cesará.
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La verdadera agonía no debería experimentarse cuando alguien muere, sino cuando nace. He ahí el comienzo de un absurdo incomparable del que deberíamos apesadumbrarnos infinitamente. La humanidad aún no está lista para esto, para destruir las viejas concepciones y mirar hacia el futuro con un martillo en ambas manos. La humanidad no está hecha para filosofar y discernir la verdad, sino para arrodillarse ante una cruz y suplicar piedad a la nada. Triste y cierto es que las cosas no pintan nada bien y que suicidarse, como siempre lo he colegido, no podría ser sino el más acertado de todos los destinos posibles.
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Me molesta estar vivo porque, para empezar, no recuerdo nunca haber solicitado estarlo; o tal vez tengo tan mala memoria que estoy pagando por un funesto y cómico descuido. Como sea, no me molesta tanto la realidad en sí misma, sino la manera en la que la vida se desarrolla y en la que el ser está sumamente adoctrinado. La esclavitud mental, física y emocional a la que estamos sometidos todos sin excepción alguna es incluso irónica, pues es tan sutil y poderosa que muchos no pueden percibirla y pregonan una falsa libertad que acicala el alma y diluye la razón. Todo dependía de nosotros desde la muerte de dios y sus enemigos, mas claramente hemos vuelto a arruinarlo todo y quién sabe si volvamos a tener otra oportunidad para evolucionar siquiera un poco.
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Si esto es existir, ¿qué será no hacerlo? Algo, sin duda, imposible para seres como nosotros a quienes la vida ya ha chupado lo más sagrado y verdadero. Algo más allá de nuestro limitado alcance y reducida percepción, algo que trasciende todo nuestro humano conocimiento y nuestras miserables ideologías. Cualquier cambio, sin embargo, debería ser motivo de alegría y plenitud; porque esa y no otra es la sinfonía que jamás podremos apreciar del todo. No hemos sido hechos para comprender, sino para experimentar. La comprensión de nuestra más intrínseca esencia nos resulta incluso siniestramente misteriosa; tanto más lo será la de todo lo externo. El nivel de incertidumbre es inmenso y las posibilidades son infinitas, mas de entre todo eso algo ha sido determinado: nuestra impermanencia.
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La única manera de ser un dios en la catastrófica humanidad que impera en nuestro nauseabundo interior es arrojándose al vacío, ahí donde las tinieblas purificarán lo que la existencia se encargó de ensuciar. Más allá de los muros donde yacen deidades anómalas y verdades no susurradas aún es donde quiero transportarme cuando los colores de mi alma cesen su palpitar, aunque incluso en el resplandor más intrínseco sienta que ni la vida ni la muerte pueden terminar de convencerme. La suciedad era total y el agua tuvo que ahogar incluso a los puros, ya que solo así podría comenzar de nuevo lo que ciertamente tanto nos espantaba. El ciclo está a punto de colapsar, ¿estaremos nosotros listos para recibir su sangre inmaculada y cantar canciones de ateísmo mientras la aguja se desliza por nuestro vientre y las sanguijuelas imploran por el retorno hacia el pantano del suicidio absoluto?
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La Execrable Esencia Humana