No quería estar en este mundo y ya tampoco toleraba ser yo mismo. Entonces debía matarme lo más pronto posible, extirpar cada rastro de humanidad que contaminaba mi trágico destino. ¿Qué era yo en realidad: un monstruo o un demente? ¿Cuándo y cómo podría averiguarlo? Es extraño, pues comienzo a tener más miedo de mi mente que de mi muerte. Supongo no hay otra opción para mí que terminar de enloquecer, de paladear este amargo sufrimiento existencial antes de mi fin. ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no tomar la soga y usarla con maestría? Los deseos se acumulan, hierven en mi interior y se impacientan ante mi inactividad. Busco calmarlos, alimentarlos con sueños donde me mato una y otra vez. Pero ellos siempre vuelven, siempre piden más: son los mensajeros del más allá, los crípticos cronistas de mi lamentable historia.
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Una excelente manera para sentirme muerto consistía en fingir que estaba vivo, pues vivir y morir se habían convertido en exactamente lo mismo para mí: solo impedimentos para alcanzar el estado más divino, elementos de un absurdo en el cual pendía mi lóbrego sino. Mas nada podía hacerse al respecto, ya que el amor era solo una quimérica alegoría y la libertad solo una limitada percepción dentro de un cúmulo infinito de mentiras, verdades y contradicciones tan perfectamente amalgamado que difícilmente podemos inmiscuirnos en él sin sentir que nuestra cordura se desfragmenta o que nuestro espíritu se desvanece en una vorágine de incierta conmiseración.
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Tus ojos me cautivaban, pues parecían esconder ciertos matices extraños que solo llegué a contemplar en la pintura de mi suicidio. Eran tan profundos, hermosos y hechizantes que no podía escapar de ellos ni siquiera en mis más delirantes sueños. Tus ojos estaban siempre ahí; a veces iluminándome, a veces oscureciéndolo todo. Pero siempre marcando la pauta para mi extraña existencia, para cada evento fúnebre y cada respiro en la irreal catarsis de mi interior. Los espejos ya no musitaban más, las bocas no querían pronunciar ni una sola palabra; mas tus inmarcesibles ojos nunca me abandonaron. En cada rincón me atraían sin precedente y me sumergían en un estado de indescriptible y súbita abstinencia del yo.
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Cada vez que moría, era su sombra la que me revivía… No obstante, cuando ella murió, mi sombra no pudo hacer nada, sino solo sonreír; porque esta vez nada ni nadie de la muerte me arrebataría. Con ella, asimismo, se fueron todas mis canciones de melancólica insinuación. En su tumba crecieron flores que lloraban cada noche y cuya contemplación me producía una congoja inenarrable. Iba a verlas todos los domingos por la tarde, pues eran esos momentos los únicos en los que sentía que todavía podía volver a amar, aunque fuera solo para volver a llorar, asesinar y orar.
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Sospecho que hay ciertos indicios de muerte en algunos lapsos de la vida, pero siempre los ignoramos para someternos al superfluo influjo de un mundo al que no pertenecemos y donde ni siquiera entendemos para qué existimos. ¡Qué necios somos! ¡Cuánta fatal humanidad todavía fluye por nuestras putrefactas venas! Nos hace falta demasiado para trascender en modo alguno e, inclusive, pareciera que cada vez nos distanciamos más de la nula divinidad que habita en nuestro interior. Hemos asesinado cualquier esperanza y enterrado cualquier método de inhóspita salvación. Creímos que podríamos recorrer el cosmos montados en una pantera, pero ha resultado que era una tortuga la que nos sostenía. ¡Qué distante está el ser de la verdad! Siglos de cómicas mentiras, de singulares tonterías y de tiempo echado al abismo de la insipidez… ¿Aún no es demasiado tarde? ¿Aún queda algo por lo cual luchar? ¿Aún nos queda una última bala en el revólver? Solo por si acaso, solo por si nuestra desesperación se torna en nuestra única afición.
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La Execrable Esencia Humana