En las nuevas vacaciones me aburrí como un imbécil, y extrañaba a Isis con tanto ahínco. Podría decir que fueron las más depresivas y tortuosas semanas para mí. Entré en un debate por decidir qué postura tomar y creo que me partí. Una parte de mí quería dar rienda suelta a toda clase de perversiones, entablar sexo por cualquier medio, abandonar esta condición virginal que negaba siempre en las pláticas por vergüenza. Sin embargo, la otra me decía que debía ser frugal al respecto e intentar un cambio, imponer nuevos pensamientos y purificarme. Puedo decir que perdí el control sobre lo que quedaba de mí. Unos días me masturbaba con furor y sostenía copiosas charlas sexuales, pero al otro me arrepentía y me recriminaba, me tachaba de ser el hombre más aborrecible del mundo. Por otra parte, intenté trabajar para irme, pero no funcionó. Una depresión maldita se apoderó de mí ocasionando que abandonase todo deseo de hacer algo, incluso dejé el ejercicio y la poesía, los libros de estudio ni siquiera los toqué. Había veces en las que ni siquiera tenía fuerzas para levantarme de la cama y quería quedarme ahí todo el tiempo. Era tonto sentir que todo estaba en mi contra, pues entendía que un humano tan miserable no podía tener una importancia significativa como para que el azar, el destino o dios se interesara por su existencia.
La depresión y la amargura me carcomieron sórdidamente en las vacaciones hasta que llegó nuevamente la época escolar y yo seguía sintiéndome fatal. Recordaba que apenas el semestre anterior tenía una razón para seguir vivo: Isis. Tal vez era más que eso, no lo sabía, pues me sentía suspendido en un mar de podredumbre. Los primeros eventos que ocurrieron fueron las fiestas, como siempre. Sin embargo, ahora ya no me negaba a ir, pasé a ocupar el puesto número uno entre esa clase de personas. Con Isis lejos de mi vida, sumergido en quién sabe cuántas formas de mi pensamiento, con las materializaciones hechas trizas, con una habilidad impecable para echar a perder lo más puro y, sobre todo, sin un hogar real y soportando el ruido en todo momento, decidí tomar el camino que me parecía más atractivo. De tal suerte que acepté ir a fiestas, pues ya no me parecía algo malo, estaba cambiando. Mis notas cayeron más que nunca y poco me interesó. Conocí nuevos compañeros, los cuáles me parecieron más reales que los otros, pues ellos vivían para divertirse. Diariamente me emborrachaba y fumaba todo cuánto podía. Y no solo eso, sino que iba a antros y bares con frecuencia.
Comencé una etapa donde la vida nocturna y el relajo fueron los principales elementos de mi nuevo destino. Olvidé la sensación de sentirse apreciado por alguien, y logré encadenar de mejor forma esa entidad que creía no podría contener más. Pude escapar de aquella pocilga y gozar la vida, eso era todo lo que importaba. Cambié la percepción que tenía de este tipo de vivencias y las aprecié con todo mi ser. Constantemente se me veía saliendo de bares, borracho, entre risas, eructos y mujercitas vomitándose. Obtenía un goce distinto al que reamente quería, pero ya nada importaba. Y, pese a todo, seguía siendo virgen, seguía en esta fidelidad instintiva hacia Isis. Me bastaba con masturbarme cada noche mirando pornografía o charlando sexualmente con alguna amiga.
Mis padres notaron este decaimiento y cómo me entregaba por completo a mi nueva vida, una que tantas veces rechacé y critiqué. Intentaron ayudarme, pero fueron rechazados por ese muro que había construido entre sus consejos y mi determinación para seguir el camino del alcoholismo y la perdición. A pesar de todo, mi padre, cada fin de semana, siempre me proporcionaba el dinero suficiente para la semana. Dejé de comer para poder usar este dinero en la bebida, me desvelaba y me dormía en clase. Todo se había venido abajo en mí, me había convertido en uno más de esos seres que antes mirara con desprecio. Y ¡qué refugio nuevo hallé! Pues entre todas esas pláticas conocí personas con bastantes problemas, pero que los ahogaban en la bebida, las drogas y el tabaco. Me sentía cobijado por tal ambiente, pues todo se tornaba como en un cuento de hadas. Esa sensación de embriaguez me hacía creer que todo era mágico y me hacía olvidar, por unos instantes, lo miserable que era existir. Sabía, en el fondo, que quizá yo estaba mal, pero ¿qué era entonces lo correcto?
Realmente nada importaba desde que existir era tan absurdo. ¿De qué serviría entonces luchar por algo y seguir los convencionalismos sociales sobre lo que estaba bien? No, yo ya no estaba para eso, lo único que quería era destruirme tan pronto como fuera posible. También, en mi alocada cabeza, comenzó a germinar una idea que, pese a haberla reflexionado previamente, hasta ahora no había adquirido la suficiente relevancia, pero ahora, tras verme imbuido plenamente en esta depravación, sí que se tornaba relevante, y era, nada más y nada menos, que la del suicidio. En el fondo, sentía cómo algo en mí rechazaba, desaprobaba y hasta quería escapar de aquel suplicio. Ese no era mi mundo y lo sabía, lo intuía de antemano, pero mi endeble voluntad era incapaz de imponerse. Estaba asqueado de todo: del mundo, de la humanidad, de la existencia y, sobre todo, de mí.
Pasó entonces un suceso singular desde que había comenzado mi nueva vida más liberal y común. Una de aquellas noches, un viernes, con el semestre ya bastante avanzado, se organizó una fiesta donde acudirían casi todos los estudiantes del último año y podrían invitar a quien quisieran. Obviamente asistí y algo fue distinto, todo parecía oscuro mientras yo bebía incansablemente. A mitad de la fiesta vomité y pasé dos horas inclinado en el lavabo, sentía cómo se me partían las ideas. Mi cuerpo rechazaba a mi mente, o viceversa. Fue horrible y creo que jamás olvidaré esa sensación, totalmente opuesta con el deleite que pensaba tener en mis borracheras, donde terminaba tan idiota que no lograba articular una sola palabra. Esta nueva sensación, en contraste, era insaciable y sentía que me desgarraba las entrañas. Creo que tuve miedo de morir por primera vez en mi maltrecha vida. Era como si algo intentara jalar el aliento de vida que permanecía aún unido a mi cuerpo, como si algo succionase mi posible alma del pedazo de carne que ahora se hallaba congestionado de alcohol. Sufrí una eternidad tratando de calmarme y de lograr que ese algo no se llevara lo que sabía me mantenía aún vivo, y, al final, lo conseguí.
Pasado esto regresé al lugar donde se hallaban todos, eran ya las tres de la mañana. Me acerqué a una muchacha de nombre Miriam, quien estaba entrada en tragos quizá tanto como yo. Mi crisis había bajado y me sentía considerablemente mejor, tanto que me animé a fumar un cigarrillo. Esta mujer, Miriam, era conocida por todos como la más fácil de toda la escuela, pues se decía que se había acostado con todos, que no existía un solo hombre que no se la hubiese tirado. Yo la recordaba a la perfección puesto que pertenecía al club de los que siempre asistían a las fiestas y cooperaba de forma copiosa para las compras, bebía sin control, fumaba como loca y desde luego que los rumores eran totalmente ciertos. Recordaba haberla visto embarrándose en tantos sujetos, besándose a diestra y siniestra con quien pudiese, sentándose en las piernas de cualquier idiota, incluso tocando partes prohibidas con una facilidad sorprendente. Pese a todo, nunca habíamos conversado bien hasta ahora. Todo se dio de forma perfecta, pues los demás se alejaron y nos quedamos solos. Supe desde el primer momento que estaba muy ebria y que ya se había besado y fajado con demasiados hombres, estaba caliente y yo también.
–Hola, ¿qué tal te la estás pasando? –inquirí cortésmente.
–Hola, qué tal –replicó mientras bebía del vaso y eructaba a continuación–. Disculpa, no pude evitarlo. Yo estoy bien, todo va de maravilla, como siempre.
–¡Qué bueno! Me parece que en verdad te estás divirtiendo, ¿no es así?
–Evidentemente, para eso estamos aquí. Tú ¿qué tal?
–Yo voy bien. Ya sabes, todo tranquilo…
–¿No eres acaso el que se pasó dos horas vomitando y que ya tenía preocupados a todos?
–Sí…, yo era ese –asentí sonrojándome.
–No te preocupes, a veces pasa que uno no puede controlarse. Pero mejor hablemos de nosotros –dijo mientras se servía más ron–. Te he visto incontables veces en las fiestas, pero jamás habíamos hablado hasta ahora, o ¿sí?
–Creo que no. A decir verdad, no recuerdo muy bien.
–No importa, ahora lo estamos haciendo y eso es bueno. Pareces alguien amable, me das confianza.
–Supongo que sí. Tú ¿por qué vienes a estas fiestas? –pregunté tomando una postura reflexiva.
–Para sacar cosas que ya no necesito. Es una forma de expresar mi pesar, pero sé que es una estupidez.
–Bueno, podrías contarme más de ello.
–Pero antes dime, ¿por qué ahora eres lo que eres?
–¿Cómo? No te entiendo –dije mientras bebía de su copa.
–Pues así, como nosotros, como yo. Te conozco lo suficiente, hemos estado en varias materias juntos y sé que eres mucho más que esto. No sé si me explico, pero antes eras tan callado, serio y centrado en tus estudios, y ahora…
–Y ahora ¿qué soy? –interrumpí sonriendo.
–Bueno, eso creo que ni tú lo sabes –replicó devolviendo la sonrisa–. No es fácil saber lo que uno es, especialmente cuando hay tantas envolturas alrededor de nuestra auténtica esencia.
–Vaya que eres profunda –le dije pensativo–. Antes yo solía ser como tú, creo que a veces todavía lo soy.
–Nadie cambia para la eternidad, simplemente van surgiendo nuevas formas en que se manifiesta la influencia exterior sobre tu interior.
–Entonces ¿somos así de vulnerables ante el mundo? ¿Qué crees tú que eres?
–Posiblemente sí, así somos de frágiles –contestó haciendo una pausa–. Tú ya sabes lo que creo y lo que soy, no deberías preguntarlo.
–Bueno, no creo que lo sepa. Será mejor si tú me lo dices.
–¡Sí lo sabes! ¡Me has visto! –replicó con los ojos a punto de estallar en lágrimas–. ¡Mírame ahora y dime qué es lo que te parece que soy!
La miré como me indicó y guardé silencio. Ciertamente, no era una mujer atractiva, aunque sí muy sensual. Su rostro era como de una gata, sus cejas arqueadas, su cara maquillada, sus labios carnosos, y sus cabellos cortitos y pelirrojos, un tanto similares a los de Elizabeth, al menos en el tono. Su cuerpo excitaba mucho, pues siempre vestía descaradamente, con escotes de infarto que dejaban entrever unos senos medianamente grandes y caídos, una cintura ancha, un trasero que evidenciaba por cuántos hombres había pasado y unas piernas interesantes. No tenía el mejor físico, pero seguía pareciéndome muy sensual, más que Isis. Así era Miriam, y vaya que deseaba metérselo, pero no sabía si se me pararía al momento de la verdad y eso me aterraba.
–No tienes por qué reservártelo. Sabes bien que solo soy una puta, una ramera a la que todos conocen porque se mete con cualquiera.
–Bueno…, yo no pienso eso de ti.
–No importa, cariño, es una tendencia. Pero ¿sabes una cosa? –repuso sobresaltada–. Lo que nadie sabe es que detrás de esta fachada de puta se esconde una mujer que desea amor, y uno muy sincero. Sé que estoy loca, que soy una basura de persona, que me ahogo en alcohol y termino en la cama de quien sea, pero no siempre será así. ¿Sabes otra cosa? Pues resulta que tengo novio; tenía, mejor dicho, pero el muy hijo de perra se fue, me dejó después de cinco años. Ambos torcimos todo, nos intoxicamos y seguíamos juntos, aunque cada quién tenía todo tipo de aventuras. Y debo decirte que lo extraño y lo amo, pero lo mejor es que se haya ido. Ahora me queda seguir con esta vida y luchar. Tengo dinero porque mi madre trabaja y le va muy bien, nada material me falta, pero estoy vacía y tan sola. Y ¿sabes algo más? Pues quiero casarme, quiero ser amada y amar por igual. Quiero saber que, para una persona en el mundo, valgo más que solo esto, que puedo ser apreciada y no tratada solamente como un objeto para satisfacer deseos sexuales. Quiero que alguien vea algo en mí mucho más allá de lo que el mundo me ha conminado a ser y de lo que yo misma he aceptado. ¡Tan solo deseo eso: un hombre que me haga sentir más viva que muerta!
Entonces no pude contenerme más y lo hice. Después de su confesión, de saber su dolor y de entender la belleza que mantenía escondida, no pude resistirme. No la quería, no la adoraba y mucho menos la amaba. Ya tampoco la deseaba, ya no quería tirármela, antes quizá sí, pero después de lo que me había contado removió en mí sensaciones que había mermado a lo largo de estos meses donde mi vida había sido una vergüenza. Y, sin que ella se lo esperase, sin que nadie nos molestase o intuyese que lo haría, lo hice. Me atrajo sin motivo alguno y así entendía en parte lo que Isis experimentó aquella ocasión cuando me engañó. Sentir ese fuego, esa llama que rápidamente se extinguirá, ese cosquilleo, ese sustituto de un amor llevado al límite. Quería conocer qué se sentía probar esa boca que a tantos había besado, que tan fácilmente se entregaba y que, sin reproche, admitía los penes de esos hombres necesitados y confundidos. Para cuando caí en cuenta ella me alejaba antes de que pudiera meter la lengua hasta su garganta, pero lo que sí había logrado era hacerlo. A aquella puta y borracha sin remedio, a la que añoraba un amor sincero, yo la había besado. Sentí entonces que me había devuelto un poco, pero muy poco realmente, de la infinita lluvia que me empapó cuando esa misma acción la realizaba con la mujer que había hecho trizas mi corazón.
Me bastó con un beso, creo que ella también lo quería, tal vez no. Estaba hecho, por primera vez había traicionado a Isis, aunque ya no estuviese conmigo. Comenzaba a superarla, eso pensaba, aunque me equivocaba. Lo que sí puedo afirmar es que ese beso ocasionó algo en mí de lo cual, como casi todo lo que me ocurría, no pude recuperarme. Y no se trató de algo bueno o malo, simplemente revelador. Era como si con aquel ósculo Miriam me hubiese devuelto la razón de quién era. No la deseaba ya, solo saboreaba su beso, esa saliva exquisitamente embriagadora. Ella se sonrojó y me apartó, tal vez era demasiado alta para mí. Pensé que, de cualquier modo, me gustaría que pudiese hallar lo que pretendía, pues era alguien interesante, alguien que sufría los dolores del mundo tanto como yo. La miré con ternura y acaricié su mejilla maquillada, sintiendo cómo una lágrima mojaba mi mano. La abracé entonces fuertemente y eso bastó para saber que ella también era, como todo, parte de las imágenes en las que se expresaba mi delirante alma. Fui incapaz de hacerle una propuesta sexual y me alejé. Todo estaba cambiando nuevamente, el rompecabezas se reconfiguraba.
El resto de la fiesta fue una joda, pues todos estaban ya muy borrachos. Heplomt se cogió a Cegel, quien pegaba unos gritos espectaculares que nadie se atrevió a callar. Asimismo, Miriam hizo un trío con dos tipos que nadie sabía de dónde venían o quién los había invitado, solo que tenían mucho dinero. Y así, mientras unos follaban, otros dormitaban o bebían sus últimos tragos. Yo pensaba en la estupidez que era mi vida, en lo absurdo de mi condición, en que necesitaba matarme para poder renacer y ver la sublimidad que ahora yacía muy lejos de mí. Era aún muy humano para poder vislumbrar la falsedad de la existencia y la temporalidad de cualquier placer.
Algunos días después de la ominosa reunión en la cual había besado a Miriam para sentirme menos muerto, mi dolor se acrecentó sobremanera. El semestre agonizaba y estaba a punto de reprobar por primera vez, así que me apliqué y conseguí zafarme un poco de aquella vida desastrosa. Hasta ahora solo me había emborrachado, había ido a fiestas, había besado a Miriam para cuestionar mi interior, había sido un adicto a los juegos de cartas y a la diversión cualquiera; en fin, había abandonado mi esencia. Pero no todo estaba perdido, pues a raíz de aquel beso decidí que debía fijar rumbo.
¿No era para mí la vida una gran estafa? ¿No vivía como un suicida en bares, borracheras, vicios, desveladas y demás elementos del eterno ciclo? Sentía asco, uno tan profundo que me laceraba, que me destazaba el alma. Un lamento, un quejido sin precedentes provenía de mi interior, como reclamando su potestad sobre el humano tan putrefacto en que me había convertido. Y todo ¿por qué? ¿Acaso por Isis? O ¿era mi destino atravesar esta agonía? No lo entendía, ni siquiera comprendía cómo había llegado a tal estado y cuántas imágenes yacían materializadas, además de las personalidades en que me había fragmentado, cada una más fuerte y enigmática, que sometían fácilmente a mi auténtico yo, al origen de todo el poder interno. Había sucumbido, sin percatarme, ante mí mismo. Me había abandonado y era incapaz de salir por mi propia cuenta. Estaba ahogado en una marea que yo mismo había ocasionado. Quería matarme, quería salir de mí, escapar lejos de mi propio yo. Me producía náuseas sentirme tal cual era y pensar que alguien como yo debía existir. ¿Acaso no existía todo el mundo así? ¿Acaso nunca sentían asco de lo que eran? ¿Cómo es que las personas no sentían ese deseo tan ferviente de matarse al concebir la estupidez en que se hallaban tan bien acomodados?
Algunas semanas después de lo acontecido seguía pensando todavía en la extraña manera en que me perdí. Mi mente se tornaba obsesiva y desataba patrones nefandos de comportamiento. Había entablado una encarnizada lucha con mi cuerpo, pues lo sentía desunido de mi cerebro, como si ambos se hubiesen emberrinchado y cada uno quisiese hacer algo distinto, lo que lógicamente implicaba una escisión en mis actos. Aquella personalidad que mantenía dormida ya no luchaba por despertar, sino por imponerse, adquiría más fuerza, intentaba opacar las imágenes que proyectaba en un desesperado grito de auxilio. Además del enorme y punzante contraste interno, había caído en una adicción terrible, la de la masturbación. Pasaba muchas horas mirando mujeres a través de las webcams o en foros de índole sexual donde contactaba a cuantas despistadas podía. Había comenzado nuevamente a entablar pláticas indecentes y esto me excitaba sobremanera, me desquiciaba jalándome el pene hasta casi querer arrancármelo. Tan seguido lo hacía que terminó por convertirse en una costumbre, en la adicción a la cual jamás presté atención y, cuando caí en cuenta de ello, ya era demasiado tarde. Me percaté de que, al igual que el alcoholismo, la masturbación me era ya indispensable. Cuando intentaba contenerme experimentaba accesos de ira, desesperación, estupidez, ansiedad y muy mal humor, no lograba concentrarme y ni siquiera podía dormir bien.
No entendía por qué las personas requerían mantener relaciones sexuales con alguien más, si en la masturbación se podía hallar un deleite mucho mayor. En mi caso, tal era mi situación, enloquecía y hasta miraba pornografía de lo más asquerosamente imaginable. Era un vil preso de mis impulsos, los cuáles creía dominar a la perfección. Colegía que, en cuanto quisiera, podía abandonar a voluntad la masturbación; de hecho, era curioso cómo se daba el momento en que siempre recurría a ella. Llegué a pensar que lo hacía por necesidad y no por gusto, pues mi cuerpo lo pedía, aunque mi mente se negase. El punto es que cuando terminaba el execrable acto me repudiaba y me enfermaba ser yo, sentía deseos de matarme y de arrancarme el pene. Entonces hacía promesas a diestra y siniestra, en nombre de Isis, de no masturbarme nuevamente. Luego resistía a lo más dos o tres días sin tocarme, pues la abstinencia me sumergía en un estado poco común. Sentía que era alguien más antes y después de masturbarme. Y en esos pocos días que resistía sin masturbarme me parecía nauseabundo que tal acción ocasionase tan enfermizo y exquisito placer en mí, que tal actividad terrenal me satisficiera a tal punto. Desdeñaba a los hombres que lo hacían y condenaba las relaciones íntimas como un ente que marcaba la perdición de la humanidad.
Asimismo, me vanagloriaba de tales accesos de grandeza, me sentía tan distinto, tan superior al mundo, tan merecedor de una gloria suprema. Además, con todas mis fuerzas anhelaba el regreso de Isis, pensaba que después de estos meses tendría que ir a buscarla o que ella lo haría. No había contestado mis cartas, es cierto, pero debía extrañarme tanto como yo a ella. Súbitamente llegaba el día en que flaqueaba y requería masturbarme, experimentar ese placer realizado solo por los hombres miserables. Me convencía de que nada de malo había en tal actividad, pues en todo caso mi masturbación era superior a la del resto. Lo hacía y me privaba largas horas para lograr un deleite cada vez mayor. Me mantuve preso de la maquinaria tantas veces, había dado con mi punto débil y era incapaz de fortalecerme.
Era ya el último semestre e iba más aburrido de lo normal: materias inútiles, profesores que nada tenían que enseñar y un ambiente plagado de estupidez. Si bien es cierto que la idea de terminar mis estudios me emocionaba, pues finalmente podría ganar dinero en el mundo, desdeñaba la vida tal como era en la civilización. Por así decirlo, sentía estar a punto de dar un paso hacia algo desconocido y me asustaba, pero también lo requería. Estaba en incertidumbre, no sabía qué hacer o cómo dirigirme. Pensaba que podía continuar con una vida de excesos y deleites nocturnos, o acaso debía reivindicarme y ser un nuevo humano. Ahora sabía que mientras unos cuantos gozaban, muchos más sufrían. Que el mundo era horrible, aunque la gran mayoría no tuviera los ojos para verlo desde su verdadera perspectiva.
Recuerdo que, por esos días, mi padre dijo que ya casi estaba listo el papeleo para el supuesto nuevo hogar. No era ni por mucho una casa ostentosa, sino una muy pequeña, algo descuidada, pero con todos los servicios. La desventaja es que se hallaba ubicada muy lejos de la ciudad y el pasaje era demasiado caro. Por desgracia, no quedaba otra opción. Medité sobre comenzar una vida por mi cuenta. Podría rentar una habitación e independizarme, pero sentía que mis fuerzas se tambaleaban y que mi voluntad se doblegaba. Por una razón u otra estaba débil y decaído, como una hoja seca que es fácilmente despedazada. Por lo tanto, resolví que irme con mis padres sería lo más prudente en cuanto terminase la universidad. Ciertamente, ya me había acostumbrado al excesivo y odioso ruido que en casa de mi tía siempre resonaba como los cañones del infierno.
Por otra parte, flotaba en la superficie de mis pensamientos un vago, pero imborrable recuerdo, el de Elizabeth. Ahora que lo rememoraba, sus obras habían sido espeluznantes y muy sugestivas; sin embargo, nada había vuelto a saber de ella, ninguna exposición sobre sus lienzos se había escuchado ni información sobre su paradero había en alguna parte. En internet parecía que jamás hubiese existido. Llegué, por unos instantes, a creer que, al igual que las demás imágenes, podía dudar de su veracidad y atribuirla solo a mi destino. Pero no podía ser así, Elizabeth era real, estaba seguro de que la había visto. Si bien no directamente, sus ojos tenían que existir, no podían ser una simple argucia. Además, comenzaba a dudar de mí mismo, de mi cordura y de lo que entendía por la realidad. Incluso, cuestionaba a los demás y su existencia, ¿qué tal si todos eran simples hologramas?
Y ¿si en nuestras mentes era el único lugar donde se experimentaba todo como real cuando nada existía en lo que podíamos tocar? ¿Todo era una increíble conjunción de eventos y de códigos con cierta configuración para poder sentirnos reales y engañarnos? ¿No eran todos los placeres que experimentábamos aquí una ilusión? Terminé detestando esta supuesta falacia llamada vida y a su más fiel engaño, eso que todos experimentábamos y en nuestra propia mente creíamos que era verdad: la realidad. Tergiversaba todo, estaba revuelto y sacudido por tantas emociones y por una desilusión absoluta ante la existencia. Entonces tenía que vivir para olvidar que todos estábamos muertos por dentro, que estábamos demasiado vacíos para considerarnos reales en un mundo tan ruin como este.
Con qué ahínco deseaba observar esa pintura prohibida que había desaparecido junto con su autora, la mujer por la cual ardía en deseos de consumirme, pero que no podía amar como a Isis, quien había destrozado mi corazón con su infiel comportamiento y a la cual aún amaba y esperaba como un idiota. Por otra parte, mis delirios me habían llevado al mundo de la prostitución. Si bien es cierto que no había estado con una de esas mujeres, me excitaba demasiado tan solo pasearme por las calles oscuras y malolientes de los sitios donde sabía que aquella putas se paraban para esperar clientela. Mirar sus vestimentas apretadas, sus escotes y su maquillaje era fenomenal. Sin embargo, el recuerdo del fracaso con Isis y el temor a que nuevamente no fuese funcional a la hora de la verdad me impedían llevar a cabo la acción final. Regresaba a casa y me masturbaba recordando a las prostitutas, chorreando mis prendas de forma grotesca. ¿Quién era yo? ¿Cómo definirme? ¿Cómo es que había llegado a este punto en donde mis impulsos se abatían cual fieras salvajes sobre mi maltrecha carne y envenenaban mi interior? Me parecía que comenzaba a añorar el no seguir entre los vivos. Sí, eso era: estaba demasiado aburrido para continuar existiendo tan absurdamente.
***
El Inefable Grito del Suicidio