Me deshice de absolutamente todo, únicamente me quedé con lo más indispensable para sobrevivir en esta cárcel de argucias infinitas que era la existencia humana. Detestaba mirar todas esas absurdas posesiones materiales y saber que, realmente, todo había sido decidido de antemano. Tan solo estaba seguro de que había algo que me pertenecía, y ese algo tan maravilloso era mi muerte. Sí, solo ella me pertenecía; solo a ella debería entregarme en el apocalipsis de mi ruina sempiterna. Entonces sonreiría como siempre debí haber sonreído en la vida: ampliamente, como si me hallase en un místico y sensual desvarío. Y es que ¿realmente algo de todo esto importaba en lo más mínimo? No, no lo hacía… No lo hacía dado que todos nosotros (buenos o malos, pecadores o santos, viciosos o virtuosos) íbamos a morir en un parpadeo; quizá incluso más insignificante que el parpadeo de nuestras vidas. Solíamos olvidar constantemente esto; al menos yo lo hacía y eso me atormentaba tanto cuando más me hundía en reflexiones sombrías durante las madrugadas de más solemne misantropía y angustia encarnada. Miraba la navaja con una especie de lóbrego placer, como quien ya no esperada nada y se arroja placenteramente a las miserias de la vida o de la muerte. ¡Ya todo daba igual! ¿Para qué vivir? ¿Para qué morir? ¿Por qué ser? ¿Por qué no ser? Al fin y al cabo, supongo, la decisión final era siempre nuestra…
*
Sí, sabía que mis padres y el sistema me habían contaminado desde muy temprano, habían realizado la hazaña de rebajarme a ser un títere más. Quizá no podía renacer y verme purificado en mente y alma, pero exteriormente sí que podía liberarme de toda esa farsa. Al menos esta noche quería intentar, al fin, la bella catarsis del suicidio. Pero todavía, quizá, no era mi hora final. Todavía me quedaban muchos lamentos que proferir, pero también muchos besos que saborear y muchas obras de arte por contemplar. La vida era algo espantosamente hermoso, algo enloquecedoramente adecuado para seres como nosotros. Mas no podíamos verlo, estábamos cegados de antemano; estábamos atrapados dentro de tantas capas externas e internas que difícilmente podríamos apreciar algo. El tiempo, además, era una risible caricatura de fulgor poco carismático, pero ante el cual nos permitíamos los mayores dolores y problemas. ¡Cuánto nos habíamos torturado en nuestro sendero de autodestrucción y conmiseración tangente! ¡Qué tontos habíamos sido desde nuestra llegada aquí! ¡No sabíamos nada y quizá nunca lo sabríamos! ¿Quiénes éramos nosotros, en todo caso, sino extranjeros obligados a existir por motivos desconocidos y más allá de nuestra limitada comprensión? ¡Qué horrible y triste era todo esto! Y, sin embargo, a una parte de mí le parecía que esto, aunque infernalmente triste y horrible, no podía ser de otra manera…
*
¡Cuán inmunda y vil es la naturaleza humana que su única búsqueda consiste en un temporal y patético poder en este putrefacto mundo de ignorantes monos! Todos somos unos malditos cerdos, unos adictos a la mentira más nauseabunda y al placer más funesto. Amamos todo aquello que nos destruye y odiamos todo lo que podría ayudarnos a trascender. La contradicción que impera en nuestro contrito interior es de tal envergadura que pulveriza nuestra razón en un santiamén, que nos eleva fuera de este plano de inmundicia incuantificable por unos instantes para experimentar una conexión sin parangón: algo más allá de lo que nuestros sentidos podrían comprender, algo que está muy por encima de nuestra humana sabiduría y que no puede ser contenido en una simple teoría o una trivial ideología. Ese algo es Dios, el principio universal ante el cual se doblegan el tiempo, la vida, la muerte y el infinito mismo. Todos nosotros estamos destinados a integrarnos con él de una manera única, de un modo que nadie más podría entender. Por eso, nada ni nadie puede juzgar el camino de alguien más, puesto que cada uno, a nuestro propio ritmo y con nuestros propios medios, nos acercamos siempre un poco más a la gran y última integración. No importa que tardemos una vida o cientos de ellas, ya que el tiempo y la existencia son ambas ilusiones que desaparecen en cuanto nuestra alma abandona el cuerpo. Puede parecer una locura todo esto y creo que gran parte de mí así lo cree rotundamente, pero otra parte ha querido creer que en verdad algo así podría ser cierto.
*
Al humano le fascina envilecerse, es ese el estado que naturalmente mejor lo describe. Ser ignorante y banal parece satisfacer los corrompidos corazones y engrandecer su ignominia. Y es que vivir así es decadente, ser humano significa la muerte en vida. ¿Qué sentido tenía entonces que este mundo prosiguiera? ¿Acaso el punto era descifrar el fondo del abismo en donde se podía hundir casi infinitamente el ser arropado de toda su vileza y miseria? Tal vez mi simple y mortal razón no podría comprenderlo nunca, ¿mi alma podría entonces? ¿Quién era yo en realidad? ¿Por qué me hallaba aquí? ¿Había un sentido para mi vida? Siempre había creído que no, siempre lo había negado hasta el cansancio… Y ahora, ahora no podía sino sentir que todo cuanto había creído se tambaleaba. No era que así de buenas a primeras aceptara que todo tenía un sentido, que todo pasaba por algo; no, claro que no. Pero había algo extrañamente sensual y místico en la existencia, en el tiempo y en mí mismo. Algo que no podía ser explicado con simples y humanas palabras, teorías o doctrinas; algo que se conectaba directamente con un mundo desconocido y donde solo las cosas del alma podían penetrar.
*
Cualquier cosa era preferible antes que relacionarse con la asquerosa y ridícula raza humana. Si tan solo fuese posible la inexistencia absoluta, esa divinidad que el suicidio me anuncia cuando ya no puedo más. Sí, yo siempre había querido matarme; ese siempre había sido mi oráculo y lo seguirá siendo. No obstante, ahora reflexiono un poco más allá y me parece que el mayor error que cometemos en tomarnos la vida demasiado en serio. ¿Cómo no hacerlo? Si nadie nos enseña a vivir ni a morir tampoco, si nadie nos indica lo que es bueno y malo de antemano. Pareciera que, hasta cierto punto, tenemos la opción de elegir; que poseemos cierto sabor de lo que es el libre albedrío dentro de nuestra limitada burbuja. Pero no, creo que siempre hay que reír y bailar. Esto es precisamente lo que yo nunca he podido hacer, lo que siempre me faltó aprender hasta el día de mi muerte. Y, mientras contemplaba a cada uno de los presentes en mi funeral, me sentía mal por su llanto… ¡Lo que yo quería era que rieran, que sonrieran, que bailaran, que se embriagaran, que se divirtieran, que se la pasaran bien un momento, que se olvidaran de las preocupaciones, de los problemas y hasta de que estaban vivos! Pero quizá yo pedía mucho, precisamente yo que ya no estaba vivo… Pues pedía exactamente lo que yo nunca fui capaz de hacer: sonreírle a la vida y también a la muerte.
*
Creo que te amo suicidamente; o, al menos, considero que podría matarte si me lo pidieras… Y eso, en efecto, solo puede hacerlo quien ama y es un suicida de verdad. No sé si esta clase de amor es buena o mala, si me condenará al cielo o al infierno. ¿Acaso me importa? ¿Qué es el cielo y qué el infierno sino meras fantasías de la atolondrada mente humana incapaz de reconocer su intrínseca voluntad de hacer el bien o el mal en cualquier momento que le plazca y como mejor le venga en gana? ¿Por qué siempre creemos que el bien y el mal son conceptos que no pueden convivir, que deben necesariamente estar separados sin siquiera llegar a rozarse? Pero ¿qué sabemos nosotros de todo esto? ¿Qué sabemos nosotros, viles ignorantes y que tan poco hemos vivido, sobre la creación, el tiempo, el universo, el infinito, la eternidad o la muerte? ¡Nada, no sabemos nada! Y no queremos nada saber tampoco, porque nos aterra demasiado lo que podamos descubrir; acaso más todavía descubrir que todo lo que hemos querido creer hasta ahora son puras mentiras implantadas por la pseudorealidad… Aceptar y abrazar nuestro miedo, terror e incertidumbre; he ahí el primer y gran paso para poder conocer una mínima parte de nuestra verdad.
***
Encanto Suicida