No creía haber enloquecido y, de hecho, aún no lo creo así. ¿Cómo podía comprobarlo? ¿Acaso no era estar loco algo similar al comportamiento de aquel rebelde que no sigue los patrones de la sociedad impuestos por las élites y el dinero? De ser así, entonces preferiría mil veces enloquecer que tener una vida normal como la que todos han aceptado sin cuestionarse lo más mínimo.
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Discutir con los demás es tan solo el acto de un necio imbécil. Dar a los demás necios imbéciles algo de qué discutir es el acto de un verdadero filósofo.
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Y puede ser que la vida sí sea hermosa y divina, tanto como la muerte… El único inconveniente serían los asquerosos seres que la ensucian con sus absurdas y patéticas creencias. Ese es, de hecho, uno de los axiomas del halo de la desesperación: la humanidad que, con su ridículo y mundano caos, ensucia la posible belleza de la existencia.
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Sería tan sublime acabar con el ser y su ignominiosa civilización de manera definitivaa, aunque acaso sea solo una quimera más de mi mente trastornada. Pero ¡por el amor de dios! ¡Que alguien termine de una buena vez con esta raza tan adoctrinada y miserable antes de que yo termine de enloquecer!
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Al salir a las calles, me invadía una sensación aún más intensa de repulsión y náusea, pues, si existía algo verdaderamente putrefacto, era observar con mis propios ojos a los humanos en pleno deleite de estupidez, banalidad y sinsentido; cosa que, por cierto, cumplían de manera tan natural como respirar.
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El Halo de la Desesperación